La cuestión de la identidad siempre ha sido un tema de debate en el ámbito de la filosofía y el arte. El problema radica básicamente en dos visiones centrales del “yo”. Una establece el “yo” como una esencia, reconocida principalmente como el cogito ergo sum (“pienso luego existo”) cartesiano, que propone que la consciencia se apropia de las cosas a partir de que hay pensamiento. La otra, propia del existencialismo, propone que la existencia precede a la esencia y, por lo tanto, la identidad es algo que se construye desde la experiencia. Los géneros testimoniales, o lo que Leonor Arfuch (Arfuch, 2002) denomina el espacio biográfico (autobiografías, textos epistolares, diario íntimo, historias de vida), abren una ventana al yo que nos permite dar cuenta de cómo se experimenta y los distintos umbrales por los que transita.
Para la perspectiva esencialista, la autobiografía es un género que hace un relato retrospectivo de la persona que narra y, en consecuencia, existe una coincidencia entre la identidad del autor, del narrador y del personaje. En ese tipo de relato hay, por lo tanto, un mismo “yo” donde la veracidad de la narrativa es el producto de un pacto autobiográfico con el autor. Sin embargo, diría la perspectiva existencialista, la reescritura del recuerdo, la rememoración, sólo permite que el autor se reconstruya a sí mismo como otro. El “yo” se vuelve así un personaje que construimos a partir de la memoria que, junto con la construcción identitaria, es fluctuante y retrospectiva. La memoria no es un ente concreto; se ve afectada por las emociones y la posición que se asume. Puede imponer un orden a la propia vida, ayudar a comprenderla desde su reconstrucción narrativa, puede incluso querer manifestar un estilo propio, un supuesto yo autónomo y conservador que expresa un mensaje de superación personal posible a pesar de las dificultades. Lo que nos queda entonces es un “yo” autocreado que escribe y reordena sus vivencias en un texto.
Al observar el diario íntimo notamos que, aunque el texto sea privado y quizá nunca sea leído más que por aquél que lo escribió, se dirige a otro, aunque ese otro sea también o únicamente el “yo”. El diario, sería, en este sentido, un “yo” espejo en el que la abstracción de la subjetividad ayuda al “yo” a crear sentido a sus vivencias. Aquí los eventos se dan en un tiempo cuasi presente donde el “yo”, mediante una narración, es capaz de dar un sentido a sus vivencias. En el momento en que se traduce en letra, ya no hay un presente físico, lo único que queda es el evento que, aunque configurado calendáricamente, nunca es capaz de apresar el paso del tiempo. De esta manera, el “yo” no sólo escribe una memoria, sino que se reordena y reconfigura sus propios recuerdos en un espacio más confiable que la memoria misma.
En las cartas existen también estos desplazamientos ya mencionados del “yo”, solamente que, a diferencia de la autobiografía, en la que el “yo” es un sujeto autocreado para un destinatario abstracto y, por lo tanto, esconde partes de su intimidad y el aspecto pragmático de un destinatario directo, en las cartas el “yo”, que espera respuesta, no se construye para sí mismo, sino para el otro. Cuando el destinatario es alguien a quien conocemos íntimamente, buscamos resguardar la propia imagen a partir de marcas lingüísticas que probablemente no usaríamos en el habla cotidiana. El relato de la vida, inclusive si se refiere a un momento muy cercano, no se escribe como se vive, sino que se estructura de manera que tenga más sentido para que el mensaje se entienda con más coherencia. El nombre no da la esencia; son la serie de descripciones que agregamos a él las que nos dan referencia. Lo que muestra que la identidad, al mismo tiempo que está afectada y determinada por el destinatario, pone en jaque la idea de que pueda existir una identidad única.
Finalmente, en el testimonio, el que testimonia narra de manera oral lo que el transcriptor someterá a la escritura, arreglando e interpretando lo que oralmente se dijo. En este caso es importante que el lector reconozca este “yo” paradójicamente doble, un “yo” que se aleja de la concepción de la primera persona como individuo. Además, es un discurso que se dirige hacia un “otro” generalmente opresivo y hegemónico. Podemos decir que el “yo” del testimonio no solamente es un “yo” persona o un “yo” autor, sino que toma la voz de todo un discurso contrapuesto al discurso hegemónico. El “yo” testimonial es un “yo” persuasivo que se deja ver en la agenda política tanto del testimoniante como del transcriptor. Es un ‘yo’ desdoblado, un “yo” doble configurado interiormente por las tensiones entre el mediador y el testimoniante y externamente por un “yo” colectivo que se enmarca en un discurso desde el que cuenta su experiencia y va contra otra verdad.
Más que una pérdida hay un doblarse de la identidad en los géneros autorreferenciales. En ellos, el “yo” pierde su esencialidad y se dobla en otras voces. Borges, en El hacedor ya señalaba está imposibilidad de la referencialidad del nombre: “No sé cuál de los dos escribe esta página […] Por lo demás, yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y sólo algún instante de mí podrá sobrevivir en el otro. Poco a poco voy cediéndole todo, aunque me consta su perversa costumbre de falsear y magnificar” (Borges, 1972, 70). Los géneros que parten del “yo” nos permiten ver que la identidad no puede ser vista como algo dado, una esencia absoluta reconocida por el hecho de tener una consciencia; tampoco es una estructura que se construya a lo largo de la vida como un edificio. Es más bien un concepto que se desplaza y desdobla según el contexto en que se enuncia. El “yo” está determinado por la forma de narración en la que se inscribe y por el otro, ya sea un yo físico y presente o un “otro” del discurso al que nos dirigimos.