Sobrevivir o desmorir, esa es la cuestión

Daniela Gallegos Ayala
Reseña

Boyer, Anne, Desmorir. Una reflexión sobre la enfermedad en un mundo capitalista, México, Sexto Piso/UAM, 2021, 260 pp.

Es curioso que, a pesar de la cantidad de libros que existen sobre el tema, Anne Boyer, originaria de Estados Unidos, haya escrito un libro sobre el cáncer de mama que ella misma padeció. En varios momentos, cita algunas obras de escritoras del pasado que murieron a causa de esa misma enfermedad que le fue detectada a los 41 años. Podríamos con facilidad concluir que estamos ante un testimonio más sobre la lucha contra el cáncer de mama. De inmediato nos vendría a la mente el típico lazo rosa y los sentimientos de lástima y rechazo ante esa enfermedad mortal. Probablemente terminaríamos comprando otro libro sobre un tema o algún asunto menos triste. Es llamativo sobre todo que, en el ánimo de disculparse Boyer nos diga, hacia el final del libro, que lamenta no haber podido relatar con lujo de detalle todo lo que le pasó.

A Boyer le cuesta aceptar el hecho de que la singularidad del cáncer haga que todas las narrativas en torno a él parezcan siempre un testimonio. Un gran porcentaje de personas ignoramos que existen múltiples «tipos de cáncer», y que dentro de las categorías en las que se clasifican (de mama, de hígado, de estómago, etc.), también hay ramificaciones sobre ese mismo tipo. A ella le diagnosticaron un cáncer de mama triple negativo, lo que quiere decir que, a diferencia de otros tipos de cáncer de mama más fáciles de tratar, el que padeció ella es particularmente agresivo y requiere una quimioterapia inmediata.

Cuando se trata de un testimonio poco se analiza la forma en que se relata. Se le considera a través de otros criterios, por ejemplo, la profundidad de los sentimientos narrados o la veracidad de los acontecimientos. Este libro, sin embargo, merece y exige criterios más significativos porque su contenido trasciende el de un testimonio, aunque tenga muchas páginas destinadas a narrar la experiencia de la autora, desde el diagnóstico hasta la vida después del cáncer. Boyer llega a externar su preocupación por escribir un libro que se sume a la lista de productos al servicio del mercado. No quiere ser otro ejemplo de cómo las mujeres se ven sometidas a un oportunismo literario, como motivo y destinatarias de un negocio, pero que resultan intolerables cuando se lamentan o externan dolor.

Ya desde el prólogo, Boyer deja ver la idea central de su obra: «la etiología industrial del cáncer de mama, la historia y las prácticas médicas misóginas y racistas, la increíble máquina capitalista de la explotación, así como la desigual distribución en función de la clase social, del sufrimiento y la muerte por cáncer de mama, son omitidas del género literario, hoy manido, del cáncer de mama» (p. 18). Así, contrario a lo que se piensa, la historia de tu cáncer no supone contar una historia de cómo sobreviviste mediante la así llamada por ella misma «autogestión neoliberal»: esto es, no supone contar una historia en donde una actitud positiva frente al cáncer, licuados de zanahoria y carreras por la lucha contra el cáncer te salvaron la vida. Esta idea la irá hilando a lo largo de los 8 capítulos que conforman el libro, y Boyer ahonda en ella dependiendo del momento en que se encuentra de su enfermedad. En concreto, hará una crítica a dos cosas en particular: (1) a la industria farmacéutica y al sistema hospitalario, y (2) a los rituales sociales que giran en torno al cáncer que lo vuelven instrumento de mercado. 

Sin embargo, antes de entrar de lleno en ambas críticas, Boyer comienza por delinear su relación con el cáncer de mama. Expone así, la vasta cantidad de literatura en torno a la mujer y la muerte, a la muerte por cáncer de mama, desde La enfermedad y sus metáforas, de Susan Sontag, hasta Los diarios del cáncer de Audre Lorde, una escritora negra que añade un matiz en la crítica, pero al final muestra una llaga supurante en los sistemas de salud que han institucionalizado el racismo en las salas oncológicas. No por nada el índice de muertes por cáncer de mama en mujeres negras es mayor al de mujeres blancas.

Podríamos decir que no existe una relación especial entre las mujeres y el cáncer de mama. Incluso Boyer concede que cualquier persona con glándulas mamarias puede padecer este tipo de cáncer, pero hace hincapié en que afecta en su mayoría a las mujeres. Plantea con ello una pregunta angular, ¿qué relación hay entre el ser mujer y el cáncer de mama? Parece que en cuanto a este cáncer en particular existe una relación específica entre la paciente y el cáncer. En las gélidas salas oncológicas abundan los diagnósticos que encuentran en tener mamas la causa del cáncer de mama. Parece que un diagnóstico de este talante da por hecho que está en el cuerpo femenino tener cáncer de mama. A un hombre no se le dice que tiene cáncer de próstata por tener próstata, y si se lo dijeron fue un error. Como también sería un error decir que porque tienes estómago te dio cáncer de estómago. Se tiene cáncer porque las causas de la enfermedad residen en factores internos y/o externos. Pueden residir tanto en un código genético que porta el gen causante del cáncer en cuestión, como en condiciones exteriores: la calidad del aire y los productos radiactivos a las que estamos expuestas, entre muchos otros. Con esto en mente, Boyer declara que las políticas de género, de raza y clase condicionan los diagnósticos tenidos por intrínsecamente objetivos al ser parte de un sistema de salud cuya base metodológica es la ciencia. 

Más adelante, Boyer hablará de las industrias farmacéutica y hospitalaria. Ante el diagnóstico de cáncer de mama triple negativo, tuvo que aprender a ser parte de un sistema que recopila datos en un monitor. En efecto, cuando hablamos de cuidado a nadie se le viene a la mente una computadora. El cuidado va más allá de un sistema hospitalario basado en diagnósticos que recopilan datos, o eso nos hicieron creer. Por eso, tener cáncer no sólo implicó para ella darse cuenta de que estaba enferma, sino también de que en un sistema de salud como el de hoy toma un conjunto de síntomas, síntomas tuyos y particulares, para ser procesados como meros datos hasta acabar en la fría y numérica estadística. 

La relación con su cáncer de mamá estuvo siempre mediada por el monitor que le mostraba la mancha blanca en la oscuridad de la pantalla. Así, una se vuelve paciente en función de una información que es evaluada en un lenguaje científico, que paradójicamente deshumaniza a la persona que estudia: «nuestra enfermedad cae en las duras manos de la ciencia […] se rompe bajo el peso de la terminología oncológica que le es ajena y luego cae en la grieta de ese lenguaje» (p. 24). Esta grieta del lenguaje científico abarca más que el que sea excesivamente técnico: si tus síntomas, que son particularísimos, y que a la vez dependen de factores externos e internos específicos, no se ciñen a un término médico es casi seguro que tu diagnóstico no sea el mejor o que sea imposible de llevarse a cabo. La sensación escapa a la cuantificación porque la desensibiliza, la despoja de su esencia. La dura mano de la ciencia intenta amansar al cuerpo rebelde que se rehúsa a ser domado por una máquina o un mero vocablo. ¿Cómo reunir tantos síntomas padecidos en un sólo término médico? Es casi seguro que en el proceso del diagnóstico se pierdan «datos» esenciales, pero menos importantes para un sistema que preestablece desde inicio lo relevante y lo desechable, como si se tratara de un experimento con moscas de la fruta. 

Pero la crisis del lenguaje científico llega todavía más lejos. Boyer cuenta que toda la información sobre su enfermedad parecía estar diseñada para confundirla. Aunque esperado para una paciente a la que recién le han diagnosticado cáncer, resulta un tema serio a considerar. La ciencia a pesar de tratar a la persona supone un abismo entre su tratamiento y su humanidad, entre su ser persona y su enfermedad. La autora narra que ya no se sentía persona, y más bien se concebía simplemente como enfermedad: su yo anterior, la Anne que todos conocían, había quedado en el pasado. Existía una escisión, no entre el ser sana y el ser enferma, sino entre el ser y la enfermedad. 

Con este penoso panorama que invade a la ciencia desde adentro, vemos cómo se va colando entre los pasillos de los hospitales una susurrante e invisible materialización del paciente. Si un enfermo se niega a aceptar los consejos médicos de cualquiera que porte una bata blanca no sería tenido por persona cuya voluntad y autonomía yacen en el libre albedrío, sino por un ser que es pasivamente atraído a las garras del terreno opuesto a la ciencia y a la razón: la superstición. Boyer relata la historia de mujeres que se negaron al tratamiento agresivo de la quimioterapia y cómo al final de sus días les reclamaban ser las causantes de su muerte. Ellas se habían condenado, porque de haber aceptado el tratamiento habrían podido tener mayores posibilidades de supervivencia. Del paciente se espera obediencia y el cumplimiento perfecto de las normas médicas que exige su enfermedad y tratamiento. ¿Pero qué pasa cuando no puedes pagar la quimioterapia y tu seguro no la cubre? ¿Qué ocurre cuando los permisos dados para faltar al trabajo se han acabado y debes mantener a tu hija y eres madre soltera, como le ocurrió a Boyer? ¿Qué sucede si simplemente no quieres acceder a una cura que te hará perder la visión, el lenguaje y la memoria? El cáncer es lo que mata, no la persona que se rehúsa a un tratamiento. 

Hay incluso casos en los que las quimioterapias no son necesarias, pero ya sea por el abuso del médico tratante que busca alguna remuneración económica adicional para sus vacaciones, o por el hechizo cultural que se tiene sobre la quimioterapia como la cura, les hacen creer a las pacientes que padecen cáncer de mama y que es necesaria una quimioterapia inmediata o las presionan a tomar ese tratamiento como respuesta inmediata a un diagnóstico todavía prematuro. Cuando leyó los testimonios de mujeres cuyos diagnósticos habían sido exagerados, Boyer estaba asustada de que su diagnóstico de cáncer triple negativo fuera una mentira y que todas las consecuencias de aquel tratamiento tan invasivo fueran evitables y las padeciera en vano. ¿Cómo creer en una ciencia que se somete a las prácticas lucrativas de quienes prometen salvarte la vida y a los procesos burocráticos de los hospitales apostándole al lucro? Al final, los médicos pueden equivocarse, creen saber mejor que tú lo que te conviene, pueden ser incorregibles y prejuiciosos, y sobre ellos no cae ningún juicio o expectativa de obediencia, como tampoco hay una auditoría ética sobre sus procedimientos: están haciendo su trabajo, te están salvando la vida, deberías ser agradecida. 

Por último, Boyer alude a lo que llama falacia del progreso a propósito de la doble mastectomía a la que se sometió cuando acabaron sus quimioterapias. Tuvo que salir del quirófano el mismo día de la operación porque quitarte los pechos se considera un proceso ambulatorio. Por ello, no resulta extraño que la tasa de mortalidad es mayor en mujeres solteras y pobres, que en mujeres casadas de un alto nivel socioeconómico. En el caso de Boyer, debía mantener a su hija, era madre soltera y los permisos por enfermedad en el trabajo habían excedido el límite permitido. Cuando salió del quirófano nadie le preguntó si alguien estaría esperándola en casa, parecía que tampoco era relevante: había miles de pacientes más esperando a que sus pechos les fueran extirpados. Boyer tenía mucho dolor con dos bolsas de fluidos cosidas a los costados y así fue a trabajar. 

La falacia del progreso nos hace creer que hay mejoras innegables en las políticas hospitalarias, cuando se ve en realidad que el así llamado progreso es tan sólo el influjo de un sistema lucrativo en la industria sanitaria, que termina por dictaminar la relevancia, la calidad y la duración de los diagnósticos médicos y procedimientos hospitalarios en función de la ganancia, del negocio, y no de la salud. Los procesos burocráticos que invaden la vida cotidiana de una persona con cáncer de mama terminan por dictaminar cosas como la Ley de permiso médico y familiar en el trabajo o que la mastectomía sea establecida como una operación ambulatoria. Al investigar los casos históricos de las mujeres escritoras que cita al inicio, Boyer se encuentra con un panorama en el que el lucro no lo controlaba todo: cuando en 1978 le diagnosticaron cáncer a Audre Lorde tuvo una habitación propia, se le permitía recibir visitas, permanecer en el hospital incluso después de su mastectomía, pudo pensar en la pérdida de su pecho y caminar en los pasillos del hospital antes de salir por su propio pie.  

Boyer cierra la reflexión con la siguiente idea: un tratamiento es comprar vida y aceptarlo es creerte digna de sobrevivir. Contrario a lo que comúnmente se piensa, los tratamientos de cáncer no son siempre la mejor opción para curarlo, no sólo porque termina matando, por ejemplo, otras partes del cuerpo de la paciente (en el caso de Boyer, la quimioterapia acabó con los nervios que controlaban las funciones cardíacas de su cuerpo, lo que devino en efectos secundarios y graves para la salud de su corazón), sino también porque atentan contra el medio ambiente y su costo es la suma del producto interno bruto de más de tres países. No sólo debes tener ganas de vivir, sino también debes creer que mereces seguir viviendo, a pesar de que los efectos colaterales del tratamiento, de la cura, impliquen de suyo la muerte de tu cuerpo y la del medio ambiente. Boyer se pregunta «¿por qué merecería la extravagancia de esta existencia y con ello dejé que el mercado lucrara con mis problemas?» (p. 81). Que una paciente piense en esto y concluya que la vida es una extravagancia resume en pocas palabras todo lo que está mal en el sistema hospitalario. 

Boyer sigue con otra idea, la del cáncer como ritual social. Aquellas campañas que se suman a la muy conocida «lucha contra el cáncer» y simbolizada con el lazo rosa, muchas veces no dejan ver el sufrimiento, el dolor y agotamiento causado por el cáncer de mama, por mucho que se insista en que ese es precisamente la base de la que parten. Lo que es peor, terminan promoviendo el silencio del dolor con slogans como el de «la actitud lo es todo cuando se tiene cáncer», como si la actitud fuera lo que al final te matará o salvará. Pensemos en las campañas cosméticas que venden productos para embellecer a las mujeres con cáncer con productos cuyos elementos producen el cáncer mismo, todo en aras de una supuesta lucha, cuando se trata más bien de un rechazo a la enfermedad y la muerte. 

Parece que los objetivos propios de una «lucha contra el cáncer» se desdibujan y terminan por ser reinterpretados por campañas cuyos fines distan mucho de la concientización del cáncer. Con estrategias de marketing engañosas te venden un producto con un mensaje incisivo: luce bella y no enferma. Como si estar enferma fuera el sinónimo de fealdad y el lucir bella fuera lo que finalmente te curará. De pronto, Boyer se enfrentó a la difícil tarea de adentrarse a un mundo que se suma a una lucha muy lucrativa. ¿Cómo apropiarte de una enfermedad que produce tu cuerpo, pero que la mercadotecnia te incita a rechazar? 

Cuando pensamos en cáncer de mama, como dije al inicio, pensamos en el lazo rosa con el que se concientiza la lucha contra el cáncer. La génesis verdadera de este lazo es omitida de los relatos de la industria farmacéutica. Al inicio fue un lazo rosa melocotón. Su origen se le atribuye a la activista Charlotte Haley, quien creó el primer lazo de verdad por el cáncer de mama. Adjuntaba a los lazos una tarjeta que decía «El presupuesto anual del Instituto Nacional del Cáncer es de 1,8 billones de dólares. Sólo el 5% está destinado a la prevención del cáncer. Ayúdanos a abrirle los ojos a los legisladores y a los Estados Unidos llevando puesto este lazo». Repartía estas tarjetas sin pedir donaciones ni remuneración alguna, a pesar de que su abuela, su madre y su hija habían tenido cáncer de mama. Los lazos rosas, lejos de ser auténticos ejemplos de una lucha consciente contra el cáncer, que destina las ganancias a buscar una cura, son el símbolo de un ritual social que considera al cáncer como un sufrimiento valioso en términos monetarios y se confunde muchas veces con un supuesto avance que las mujeres que «pierden la lucha contra el cáncer» defraudan. En realidad, estos lazos «adornan procesos que matan gente. No hay cura, y nunca la ha habido» (p. 153).

Si esto pasa en un país «primermundista», ¿qué pasa en países como en México en donde las prioridades políticas están concentradas en otros proyectos? ¿Qué pasa con los sistemas de salud que presentan un desmedido desabasto de medicina contra el cáncer y el tema se torna político cuando las familias que protestan por la salud de sus hijos se consideran neoliberales, opositores y hasta golpistas?

Sobre la relación entre política y enfermedad Boyer nos dice que «La enfermedad nunca es neutra. El tratamiento nunca está libre de ideología. La mortalidad nunca está exenta de política». (p. 111). Así, la autora deja ver otra reflexión en torno al cáncer. La enfermedad además de carecer de un sistema médico digno, y de tener una desmedida atención lucrativa, es también sujeta del poder político que promueve este tipo de conciencias. Por ello, el cáncer no es sólo particular a la persona que lo padece, sino también es particular al tiempo histórico específico en el que se padece. De ahí que le pareciera chocante descubrir en la historia del cáncer cómo el lucro no lo había invadido todo, y a Lorde se le permitió vivir el duelo de la pérdida de su pecho, además de la pérdida de la memoria, de la sensibilidad en los dedos, etc. Es por esta razón que el libro de Anne Boyer tiene una culposa actualidad, pues presenta no sólo una crisis que invade todo ámbito de la vida humana, sino también un problema para países cuyos sistemas de salud se encuentran en peores condiciones que las de pacientes estadounidenses. Al final, tener cáncer y vivir después de él no es sobrevivir, sino un desmorir.