Fernández, Nona, La dimensión desconocida, México, Random House, 2017, 182 pp.
En medio de la danza / no sabemos:
¿Cómo los hombres buenos / se vuelven malos?
¿Cómo los hombres malos / podrían volver / a ser buenos?
¿Después de muertos?
Dolores Castro
Uno de los análisis fenomenológicos más emblemáticos y penetrantes que jamás se hayan dedicado a la tortura es el de Hanns Chaim Mayer, mejor conocido como Jean Améry. «La tortura», recogido en Más allá de la culpa y la expiación. Tentativas de superación de una víctima de la violencia, es, sin duda, un texto imprescindible para dar cuenta de este horror.
Sabemos por Améry –como por el testimonio de innumerables víctimas a lo largo y ancho del planeta– que «la tortura es el acontecimiento más atroz que un ser humano puede conservar en su interior». Para el filósofo austriaco, de hecho, se trata de una experiencia de muerte, de una vía sensible hacia la muerte: «Al final nos encontraríamos ante la ecuación: cuerpo=dolor=muerte, que en nuestro caso se podría reducir a la hipótesis de que la tortura –bajo la cual otros nos transforman en cuerpo– anula la contradicción de la muerte y nos deja vivir nuestro propio cese». En este sentido, para el filósofo vienés, «la tortura posee el character indelebilis. Quien ha sido torturado, permanece tal, aunque desde un punto de vista clínico no sea reconocible ninguna traza objetiva». En otras palabras, el «sobreviviente» de la tortura no es ya, ni será, nunca el mismo que era antes de ser torturado. «Quien ha experimentado al prójimo como enemigo», dice Améry, «ya no puede sentir el mundo como su hogar».
En síntesis, como afirma Jeremy Wisnewski y R. D. Emerick, en The Ethics of Torture, «Está en la naturaleza misma de la tortura ser peor que la muerte». No por nada filósofos como Voltaire y Hannah Arendt se refieren a ella como a mil muertes. Aniquilación total de la existencia la llama Améry.
No obstante, en este momento, quisiéramos centrarnos en otra de las caras de la tortura: el torturador. ¿Cómo alguien cae en este abismo de inhumanidad? ¿Cómo alguien puede llegar a torturar a otra persona? ¿Se trata de monstruos sádicos? ¿Se trata de personas comunes y corrientes? ¿Se trata de simples leales funcionarios que sólo cumplen con su deber, como pretenden algunos de sus apologistas, entre ellos el General Massu?
Tzvetan Todorov, en La experiencia totalitaria, señala que los grandes criminales –monstruos– de la historia son humanos como nosotros o, lo que es lo mismo, que nosotros podemos ser tan «inhumanos» como ellos. Para Todorov, dicho en breve, la diferencia entre Hitler, Eichmann, Mao, Pol Pot y el resto de los hombres está solamente en las «circunstancias» en las que ha discurrido el destino de unos y otros. Similar parece ser la famosa tesis sobre la banalidad del mal de Hannah Arendt. Para la filósofa de Los orígenes del totalitarismo, lo que llevó a Eichmann –el tipo de hombre formado más cercano al modelo idealizado del torturador moderno– a convertirse en uno de los mayores criminales de su tiempo, aparentemente sin saber si quiera lo que hacía, fue, simple y sencillamente, la irreflexión y el distanciamiento de la realidad.
Sin embargo, dirá Améry: «No existe la banalidad del mal, y Hannah Arendt, que se refirió a ello en su libro sobre Eichmann, conocía al enemigo del hombre sólo de oídas y lo observaba sólo a través de la jaula de cristal». Para Améry, sus torturadores eran, sí, estólidos burócratas de la tortura, pequeños burgueses embrutecidos, funcionarios subalternos distanciados de la realidad, pero eran, también, algo más. ¿Eran sádicos? No, dice Améry, si por sadismo ha de entenderse patología sexual. No obstante, si por sadismo ha de entenderse la visión de un mundo trastornado, invertido, como la intervención de un poder soberano que se funda, se afirma, en la negación radical del otro, heterogéneo, casi divino, como interpreta George Bataille (particularmente en El erotismo) la filosofía del Marqués de Sade, entonces, dice Améry, lo eran. Desde esta perspectiva, para el filósofo austriaco, sus verdugos todos, y en general el nacionalsocialismo, estaban imbuidos de una filosofía sádica. Eran sádicos. Y, por tanto, la tortura no era algo accidental, sino esencial al nazismo. Por lo demás, no es otra la interpretación del sadismo de Maurice Blanchot en Lautréamont y Sade: «Por el contrario, el centro del mundo sádico es la exigencia de la soberanía, que se afirma por una inmensa negación». Dicha inmensa negación, afirma Bataille siguiendo a Blanchot, se da por grados «hacia la negación total: la de los demás primero, y por una especie de lógica monstruosa, la propia».
Hay que añadir, sin embargo, que para Blanchot, «semejante destrucción de sí mismo no se realiza sin extremas dificultades». Semejante transformación de sí implica, en otras palabras, una formación, ser formado. De hecho, de acuerdo con Joan-Carles Mèlich, en La lógica de la crueldad, una de las mayores aportaciones de Sade es haber advertido que la lógica moral tiene que ser formada, «que es necesario aprender a no sentir compasión, que es imprescindible inmunizarse ante el dolor del otro». Es esta la razón por la que, añade Mèlich, las novelas de Sade son siempre novelas de formación.
Ahora bien, antes de abandonar a Bataille, convendría decir algo sobre lo que él llama «el diálogo entre lo posible y lo imposible». En «Sade, 1740-1814», escribe el antropólogo y filósofo francés: «Es fácil decir –y es preciso, también cantar– que en sus mismos principios Don Juan o Sade son horrorosos. Pero se hace silencio cuando a su vez hablan o cantan: porque anuncian lo que habíamos creído imposible de pensar». Imposible de pensar o de hacer. Sade o Don Juan blasfeman contra el cielo, niegan radicalmente al otro. Sin embargo, el problema en esto es que, como afirma Bataille, cuando el hombre llega demasiado lejos ya no basta con decir que se hizo mal, que se debió uno detener a tiempo. El problema es que «en la senda de lo imposible, lo que ante todo resulta imposible es detenerse». De estos hechos da cuenta también Nona Fernández en su espléndida novela La dimensión desconocida:
M pasa la virutilla por el sartén sucio y me responde que eso explica sus acciones, pero no lo absuelve de haber sido un monstruo. En esa lógica todos los monstruos se justificarían con su propia historia.
Imagino el paisaje blanco del Ártico y a esa criatura, mitad bestia y mitad humana, deambulando por el vacío, condenado a la soledad y a ese olor que nunca dejará atrás porque es parte de sí mismo. El monstruo se arrepintió, insisto. Por eso termina escondido en el Ártico. ¿Ese gesto no tiene valor?
Puede tenerlo, dice M. Pero eso sólo lo convierte en un monstruo arrepentido.
Publicada en 2016, por Random House, la novela de Nona Fernández es una de las obras literarias que mejor muestran el drama, el naufragio, de aquel que se está convirtiendo, transformando, en un torturador. Si un trabajo de destrucción de sí – y, por supuesto, del otro– no se realiza sin extremas dificultades, no podemos negar que esta transformación constituye también un drama para aquel que, lo quiera o no, se está transformando, convirtiendo en un torturador, en un monstruo. La novela muestra también por qué, para el torturador, ya no es suficiente con decir que hizo mal, que se debió detener a tiempo. El monstruo «no eligió ser lo que es. Fue parte de un experimentó macabro», señala Nona poco antes de las líneas apenas citadas, pero esto no cambia absolutamente nada en lo que se ha convertido: en «Un hombre acosado por fantasmas, por el olor a muerto. Huyendo del jinete que quiere descabezarlo o del cuervo que lleva instalado en el hombro susurrándole a diario: Nevermore». El monstruo a muerto a la humanidad; no se trata ya ni siquiera de un hombre acosado por fantasmas, sino de un fantasma él mismo, y no podrá ser de otra manera en adelante:
¿Habrá una nueva oportunidad para él?
¿Podrá cambiar las sombras de las cosas que sucederán?
Quiere creer que sí, que tiene derecho a este cambio de piel. Pero mientras piensa, vuelve a ver por la ventana a aquel viejo y conocido cuervo que sobrevolando el bus chilla con más fuerza que nunca. Nevermore, escucha desde su asiento. Nervermore.
Por lo demás, de la paulatina y final trasformación (del torturador) da cuenta el propio protagonista de la novela, no sin dejar de señalar la responsabilidad que tiene él mismo en dicha transformación:
Sin querer queriendo me fui metiendo cada vez más. / De repente dejé de ser el que era. / Podría echarle la culpa a mis jefes. / Podría decir que ellos me transformaron / Pero uno siempre tiene que ver con lo que pasa. / Lo sé porque he visto gente que no se traiciona. / Gente que puede estar con la mierda al cogote y no se quiebra.
[…] Antes éramos unos conscriptos inocentes. Tontos. Sin mundo. / Ahora podíamos comernos un sándwich mientras mirábamos / a un muerto.
Pensé en el Quila. / Pensé en cuánto lloré cuando lo mataron. / […] Lloré despacito […] / Después sentía pena […] Después soportaba el llanto / Después dejé de llorar. / Sin querer queriendo me acostumbré. / Al final ya no sentía nada. / Me había convertido en otro. / En uno que se levanta y se acuesta con olor a muerto.
Estas palabras pertenecen a Andrés Antonio Valenzuela Morales, miembro, hasta antes de salir de Chile para refugiarse en Francia, del Servicio de Inteligencia de la Fuerza Aérea de Chile (FACH) durante la dictadura chilena, misma que cuenta con el testimonio de más de treinta y cinco mil chilenos torturados. La mañana del 27 de agosto de 1984, Andrés Antonio Valenzuela, tarjeta de identificación militar número 66.650 de la FACH, válida hasta el 3 de septiembre de 1986, se presentó ante Mónica González, periodista de la revista Cause, para confesar «Yo torturé».
La dimensión desconocida se basa y se centra en dicha entrevista. En ella, Nona Fernández nos narra el reclutamiento de Valenzuela a los 18 años, su formación, su paulatina transformación y los problemas psiquiátricos a los que ésta llevó. Esta descripción cumple con el itinerario señalado por Edward Peters en su obra ya clásica La tortura: «Después de la preparación, los reclutas son destinados a la custodia de presos, a quienes de ordinario ven tratados violentamente por otros, luego a escuadrones de arresto y, finalmente, son asignados a destacamentos de tortura ellos mismos». Es exactamente el itinerario que podemos constatar tanto en la novela como en la entrevista. Andrés Antonio Valenzuela será reclutado para trabajar directamente con los prisioneros en los subterráneos de la Academia de Guerra, donde será testigo, durante al menos seis meses, de todo tipo de vejaciones y «torturas» a los detenidos. Posteriormente, pasará a formar parte de los grupos de reacción, o sea, acompañantes de los comandos de allanamientos, para, finalmente, convertirse en torturador él mismo.
Veamos, antes de terminar, algunos pasajes de la entrevista:
- ¿Pero usted en ningún momento se pudo oponer a ejecutar su trabajo?
- Tenía 18 años y quería saber. Nunca había estado con prisioneros y quise ir a ver. Le puedo decir que dentro de los servicios hay gente joven que llegó como yo y que se metió tanto en la violencia que creo que ahora no pueden vivir sin violencia.
- ¿Y qué pasaría si se quedan sin trabajo?
- Por eso hay muchos casos de delincuencia. Carabineros que han sido sorprendidos asaltando servicentros. No sé, creo que después de esto cuesta entrar en el mundo de la Ley.
Recordémoslo una vez más: «en la senda de lo imposible, lo que ante todo resulta imposible es detenerse». También en esto se tendría que pensar cuando se piensa en la tortura, en la violencia. El torturador no vive en otro planeta; el torturador, formado para torturar a cualquiera, no reparará en a quién tortura, no se detendrá a hacer distinciones entre sus víctimas; no se detendrá en absoluto.
La entrevista termina con las palabras de Valenzuela Morales, recreadas por Nona Fernández: «Yo diría que al principio, cuando uno empieza, primero llora […] Y después, sin querer queriendo, ya se empieza a acostumbrar. Definitivamente ya no siente nada de lo que se está haciendo». Pero antes de estas palabras, la anécdota, el acontecimiento que lo lleva ante Mónica González:
Un día venía con un colega, en auto, habían atropellado una persona, estaba debajo de la micro hecha pedazos. Nosotros veníamos comiendo un sándwich y él pasó en el auto muy despacio. Noté que gozó con el espectáculo. Yo miré y volví la cara. Había visto muchos muertos, pero me impactó esa escena, no tanto el muerto, sino mi colega. Él siguió comiendo y era muy sano. Y eso es lo que creo que me ha llevado a hacer lo que estoy haciendo con Ud. Me he dado cuenta del cambio que hemos tenido desde que éramos conscriptos, inocentes algunos, otros tontos, sin mundo….
Como no recordar al personaje del Capitán en la obra Pedro y el Capitán de Benedetti: «Las primeras torturas son horribles, casi siempre vomitaba. Pero la madrugada en que uno deja de vomitar, ahí está perdido. Porque cuatro o cinco madrugadas después, empieza a disfrutar». Vale la pena señalar que aquí no hablamos ya de sadismo como interpreta Bataille la filosofía del Marqués de Sade, sino también en sentido psiquiátrico (como un sentimiento de voluptuosidad causado en el individuo por el sufrimiento por él provocado o del cual es testigo), lo que de hecho demuestran los métodos de tortura sexual propios de la tortura moderna. Por lo demás, Valenzuela Morales, como juzga Bataille la actitud de Sade, da voz a la violencia, se opone al hombre silencioso que es el verdugo, y, en este sentido, es un caso extraordinario. Más extraordinario aún en cuanto que se arrepintió, pero acaso esto no lo convierta más que en un «monstruo arrepentido». Importa subrayar que, aunque es una clara analogía, Nona Fernández, al hablar del «monstruo arrepentido», está hablando de Frankenstein. En cualquier caso, el juicio al respecto es del propio Andrés Antonio Valenzuela Morales. Lo que definitivamente es un hecho es que estamos ante un «hombre» totalmente destruido, ante un fantasma, dirá Nona Fernández: «Y vendrá el futuro / y tendrá los ojos rojos de un demonio que sueña. / Usted tiene razón. / Nada es bastante real para un fantasma». «La degradación del otro», apunta Donatella Di Cesare en Tortura, no puede no repercutir en quien la lleva a cabo […] La primera víctima del torturador es él mismo».
¿Son los torturadores, entonces, monstruos sádicos? En Los condenados de la tierra, Frantz Fanon, en su calidad de médico-psiquiatra, es tajante:
Esta observación nos sitúa frente a un sistema coherente que no deja nada intacto. El verdugo que ama a los pájaros o goza en calma de una sinfonía o de una sonata no es sino una etapa. Posteriormente, no hay más que una existencia que se inscribe en el plano de un sadismo radical y absoluto.
Terminemos. La dimensión desconocida da cuenta, entre otras muchas cosas, de lo que a menudo los expertos han señalado: salvo un número previsible de sádicos constitucionales, los torturados, en general, han sido formados, transformados, y, en esta formación-transformación, han sido despojados de su humanidad. En este sentido, estamos de acuerdo con Todorov en que los monstruos no están hechos de «otra pasta». Sin embargo, como podemos ver en el testimonio de Valenzuela Morales, es muy difícil sostener que todo dependa de las circunstancias: «En esa lógica todos los monstruos se justificarían con su propia historia».