La sensibilidad conservadora

Raudel Ávila
Reseña

Will, George F., The Conservative Sensibility, New York, Hachette Books, 2019, 640 pp.

Lamentablemente, las novelas de Willa Cather nunca tuvieron éxito comercial en México. Es una de las novelistas más notables de la experiencia de los pioneros en las grandes llanuras estadounidenses. Sus personajes son inmigrantes centroeuropeos y escandinavos, en particular mujeres, que le arrancan sus frutos a la tierra mediante extenuantes jornadas laborales de impresionante trabajo físico. Las novelas suelen iniciar con las protagonistas sufriendo toda clase de privaciones en los campos estadounidenses y la densa nostalgia por «el viejo país» europeo del que eran originarias. Conforme avanza el relato, las mujeres echan raíces en sus comunidades, construyen una nueva vida para sus familias y consiguen una modesta pero imparable y creciente prosperidad económica. Después, la segunda generación de inmigrantes consigue incluso ir a la universidad o dedicarse a una labor diferente del cultivo de la tierra. No obstante, el distintivo más asombroso de los personajes de Cather es que todos encuentran tiempo para leer con voracidad la Biblia y, muchos de ellos, los clásicos grecolatinos. Ahí, en medio de la nada, en inmensos terrenos casi despoblados, es posible encontrar lectores que discuten apasionadamente Homero, Virgilio y las vicisitudes de la república romana o de los doce césares. Para el lector mexicano, acostumbrado a las enormes restricciones educativas del México rural y a la inexistencia de una red de bibliotecas decorosas, los personajes que describe Cather resultan inverosímiles, cuando no inconcebibles. Tenemos el antecedente de Vasconcelos, quien como residente infantil en poblaciones estadounidenses fronterizas conoció la red de bibliotecas públicas. Eso lo inspiró para, muchos años después como secretario de educación pública, echar a andar su campaña de distribución de clásicos grecolatinos en los rincones más apartados del país. Es probable que los libros hayan llegado a su destino, pero no fueron leídos, y como dice Julio Hubard «su apuesta de llevar a Plotino a la última ranchería quedó como mera extravagancia».

A pesar de lo anterior, ese tipo de personajes no son invenciones enteramente ficticias salidas de la imaginación de Cather, sino que en realidad hubo mucha gente con esos atributos a lo largo de la historia de Estados Unidos. Tanto es así, que los famosos padres fundadores de aquel país tenían ese perfil. Agricultores esforzados, pero con una cultura libresca dominada por el mundo clásico y los filósofos del siglo de las luces. El libro de George F. Will, La sensibilidad conservadora, es un homenaje y a la vez una emocionante tentativa de reivindicación de la personalidad y pensamiento de aquellos padres fundadores. Suena extraño usar el adjetivo emocionante para describir el texto de un pensador político tan sereno y templado como Will. Aún así, lo cierto es que el lector atento no puede menos que contagiarse del entusiasmo con que defiende la vigencia contemporánea de los padres fundadores. 

Entre todos los padres fundadores, subraya el papel de James Madison, un egresado de Princeton como el propio autor. De acuerdo con Will, toda la historia política norteamericana es una representación práctica de la disputa teórica entre Madison, promotor del gobierno limitado y Woodrow Wilson (¡otro egresado y distinguido profesor de Princeton!), defensor de un gobierno con poderes amplios y facultades que alcanzan los más íntimos aspectos de la vida cotidiana. Fiel a su trayectoria como comentarista conservador, con más de 50 años de artículos a sus espaldas en el Washington Post, Will se pronuncia con decisión en favor de las ideas de Madison. Es decir, de acotar sensiblemente las facultades del gobierno central, en particular de la Presidencia de la República. Una y otra vez, Will cita diferentes pensadores y situaciones de la historia estadounidense y europea que refuerzan su argumento central, a saber, «el gobierno que puede proveer mucho, puede también despojarnos de mucho». Una advertencia sobrecogedora por su actualidad.

Will enfatiza la sabiduría de unos padres fundadores que, como los personajes de las novelas de Cather, heredaron la desconfianza respecto al estado de las generaciones de inmigrantes que los precedieron. Inmigrantes que llegaron al nuevo continente huyendo de la persecución religiosa o ideológica del gobierno de su país de origen y, en consecuencia, recelaron siempre de un gobierno poderoso en su nueva patria. Inmigrantes que sólo querían vivir sin el menor contacto con instituciones gubernamentales, en la tranquilidad y lejanía, pero también la certeza jurídica que les proporcionaba la propiedad de su tierra, donde podían practicar la religión que mejor les pareciera, o ninguna. La experiencia personal e histórica aconsejaban cautela ante el peligro de una autoridad central con capacidad para despojar de su vida, propiedad o libertad a los ciudadanos. A decir de Will, además de la experiencia empírica, el pensamiento de John Locke fue la otra influencia determinante en las ideas políticas de los padres fundadores. 

Aquí reside una de las claves que, en la interpretación de Will, distinguen el conservadurismo americano del europeo. En la tradición conservadora europea, el estado es el custodio y protector de las costumbres más valiosas de una comunidad, así como, a veces, el proveedor de algunos bienes públicos. En la tradición conservadora estadounidense, el estado es el origen y fuente de toda persecución, atropello y violación de lo que hoy llamamos derechos humanos. En otras palabras, el conservadurismo americano se asemeja más a lo que los europeos entienden por liberalismo. Y es que, si el conservadurismo británico moderno se funda, por ejemplo, en la brillante crítica de Edmund Burke a la revolución francesa, Will reclama como punto de partida del conservadurismo estadounidense la revolución de independencia de las 13 colonias en 1776. Esto, que parece extraño en un inicio, cobra todo el sentido del mundo a lo largo de las páginas del ensayo. En opinión de Will, el gobierno no se instituye para proveer o reconocer derechos, sino para garantizar la protección de las libertades que existen previamente a la constitución de un estado. De ahí el énfasis en el federalismo, la separación de poderes y la condena del socialismo o cualquier modalidad de planeación estatal. 

El libro de Will es también un recorrido histórico muy crítico de la ampliación sucesiva de facultades del poder ejecutivo estadounidense. Con la excepción de Abraham Lincoln, a quien Will distingue como el único heredero digno de los padres fundadores, todos los presidentes de Estados Unidos buscaron incrementar las atribuciones del presidente para gobernar con mayor facilidad la vida de sus conciudadanos. Ése es el punto, la visión de los padres fundadores propuso un entorno constitucional que no facilitara el gobierno, por eso se establecieron contrapesos al poder. Buscar mayores atribuciones para el poder presidencial constituye una traición del modelo constitucional original de Estados Unidos. Con sentido del humor, a veces involuntario, Will protesta furioso por el hecho de que Franklin Delano Roosevelt se tomara la confianza de llamar a sus compatriotas «queridos amigos» en sus intervenciones radiofónicas. No se puede ser amigo de quien no se conoce en lo personal, argumenta Will. A su entender, llamar amigo a un desconocido es no sólo un ejercicio de demagogia, sino una fórmula para embaucar a la población. También le disgusta profundamente la incursión de Barack Obama en Twitter o cualquier tipo de sobreexposición mediática de los presidentes que pudiera influir sobre el estilo de vida americano. Desde luego, lo que más le molesta es la extensión de facultades políticas y jurídicas de la institución presidencial pues, en opinión del autor, eso le permite regir un número cada vez mayor de aspectos de la vida cotidiana. A diferencia de otros políticos y comentaristas conservadores, Will desconfía en gran medida de las guerras e intervenciones americanas en el extranjero, en particular de Irak. Ve con malos ojos la justificación que dichas guerras prestan a la adquisición de poderes extraordinarios supuestamente temporales (una vez obtenidos nunca los devuelve) para los presidentes. Un estado sano es aquel donde los presidentes importan poco, más aún, donde los ciudadanos ni siquiera saben quién ocupa el cargo. George Washington pronunciaba tres discursos al año, Thomas Jefferson cinco, y con eso basta, dice Will.

Por todo lo anterior, Will es un convencido de la trascendencia del poder judicial, para moderar los impulsos mayoritarios de la democracia. No es lo mismo una república que una democracia, advierte Will, y los padres fundadores creían en la república. De hecho, la palabra democracia no figura ni en la declaración de independencia ni en la constitución original de Estados Unidos. El poder judicial y en particular la Suprema Corte debe defender el espíritu original de la constitución en la medida que estableció un gobierno limitado, da lo mismo si se trata de temas políticos, económicos, morales o sexuales. Así aparece otro distintivo personal de Will, que lo distingue del conservadurismo europeo: su ateísmo explícito. Él cree en el estado laico y promueve su distanciamiento de la vida religiosa, en tanto cualquier otra postura puede favorecer una práctica religiosa en detrimento de la libertad para ejercer otra. 

En términos económicos, Will aboga por el estado mínimo, a la manera del liberalismo de Hayek. Es un crítico feroz de los déficits públicos, «hipotecan injustamente el futuro de las próximas generaciones» señala. Por ello se rehúsa a defender a Reagan, en tanto que éste incurrió en un gigantesco déficit, lo cual autoriza al estado a gastar más y más. Como ya se mencionó, Will culpa al presidente Woodrow Wilson del gran impulso ideológico que ganó la ampliación del estado norteamericano en el siglo XX. Dice que todos los presidentes posteriores, demócratas o republicanos imitaron de manera consciente o inconsciente el impulso ampliador de facultades de la presidencia que le imprimió Wilson. Esto amenaza la propiedad de los ciudadanos. En la perspectiva de Will, la propiedad y la iniciativa privada no suponen un simple régimen jurídico, sino una forma de vida. Es una de las garantías para el desarrollo de la personalidad, pero también para la defensa del patrimonio, y lo más importante, de la libertad humana. Un gobierno arbitrario no puede disponer de la vida de sus gobernados con la misma facilidad si éstos tienen posesiones materiales, dinero y bienes, para defenderse. Ello no obsta para que Will reconozca las contradicciones del capitalismo, modelo económico que defiende. Le preocupa que el consumismo y la prosperidad disminuyan el interés por la práctica de las virtudes cívicas en la comunidad. Tanto es así que, dice, hoy se habla de valores, un atributo intercambiable y personal en lugar de virtudes, vale decir cualidades de prestigio social. 

Los críticos del libro, otros conservadores estadounidenses muy inteligentes, han señalado insuficiencias y ausencias importantes de La sensibilidad conservadora. Andrew Sullivan, ensayista y editor, discípulo de Michael Oakeshott, escribió en el New York Times que el libro de Will ni siquiera se toma la molestia de explicar por qué el conservadurismo estadounidense ha colapsado como una fuerza política real en el siglo XXI. No explica por qué el partido republicano, supuesto representante electoral del conservadurismo americano, sustituyó todos sus principios de desconfianza frente al estado por la adoración del hombre fuerte en el gobierno personificado por Donald Trump. Patrick J. Deneen, profesor de la Universidad de Notre Dame y autor de amplios estudios sobre el conservadurismo, cuestiona en su reseña del Washington Post la falta de un posicionamiento claro (y explícitamente conservador) de Will en torno a la irrupción de la inteligencia artificial y sus implicaciones para las relaciones humanas, los nuevos gigantes o monopolios digitales (Amazon, Apple, Facebook, Netflix) la agenda woke, el aborto, los derechos LGBT y otros temas polémicos de actualidad.  

En mi lectura, dos cosas resultan muy llamativas del libro. Primero, su tratamiento de la política educativa. Como era de esperarse, Will promueve la educación clasicista en las instituciones universitarias. Si los padres fundadores eran apasionados de las letras clásicas, ¿por qué no formar en su conocimiento a los universitarios americanos? Los alegatos políticamente correctos contra la literatura clásica, grecolatina o inglesa, son desechados por Will con el empleo de un vocablo inventado por él «presentismo». A decir de Will, el presentismo consiste en «la práctica de juzgar el pasado con los estándares del presente». Más interesante e innovador que eso, son las ideas de Will en torno a la educación básica. Cree en una educación pública de calidad, pero es pesimista respecto a sus posibilidades y alcances institucionales en tanto sólo participe el gobierno. Su argumento es que el factor crucial para predecir el desempeño escolar del alumno es la calidad de la familia de la que procede. Calidad entendida como interés de su familia por apoyar al niño en casa con su formación académica, número de libros en su hogar y otros recursos didácticos a su alcance fuera del aula. La educación, afirma Will, es la única transferencia de riqueza legítima y provechosa que puede hacer el estado. No obstante, en tanto no haya familias dispuestas involucrarse de manera intensiva en la educación de sus hijos, no habrá recursos que alcancen para dotar la educación pública de excelencia académica. 

En segundo lugar, la ausencia más llamativa del libro para mí es la de otro egresado de Princeton que marcó no nada más la historia estadounidense del siglo XX, sino el curso del destino de la humanidad. No es una afirmación hiperbólica. George F. Kennan fue el pensador de política exterior estadounidense más trascendente de la historia, pues diseñó la estrategia que le permitió a Estados Unidos ganar la guerra fría. La más débil propuesta teórica del libro de George F. Will y mi crítica más severa a su argumento es la de política exterior, pues el autor aboga por una suerte de aislacionismo norteamericano, al estilo del expresidente John Quincy Adams. Un Estados Unidos que no se mete con nadie y con el que nadie se mete. Volvemos a los inmigrantes de un mundo bucólico idealizado que fundaron la república o los que habitan las novelas de Willa Cather. Seres humanos que quieren que los dejen solos para vivir su vida privada desentendidos del mundo exterior sin preocupaciones de Estado y respecto al Estado. Una postura congruente con el liberalismo, o en este caso con el conservadurismo estadounidense de George F. Will, pero en los hechos imposible, irresponsable y peligrosa.  

El orden mundial contemporáneo no sólo fue diseñado por Estados Unidos, sino que depende de él. Para que pueda subsistir la república americana como la entendieron los fundadores precisa un entorno internacional favorable. Si el populismo y las tiranías siguen avanzando en el mundo, la república estadounidense sucumbirá asfixiada por un conjunto de países adversos a sus principios. Históricamente, Estados Unidos no ha promovido la exportación de la democracia y el liberalismo como un ejercicio exclusivamente imperialista, sino como una necesidad impostergable para defender su estilo de vida en casa. No hay ni habrá en el siglo XXI otro país con la fortaleza económica, política y militar para hacerle frente a ese desafío. Estados Unidos no tiene a quién pasarle la batuta, como hizo Inglaterra con los estadounidenses en el siglo XX. La defensa de la libertad en el mundo precisa del involucramiento integral de Estados Unidos para que no peligre la libertad de los estadounidenses. Si otro modelo domina el planeta, Estados Unidos no podrá mantener el paradigma constitucional de los padres fundadores, pues a nada le temen tanto los tiranos como al ejemplo inspirador de una república libre. De modo que todos los dictadores del mundo sueñan con la erosión y destrucción de la república estadounidense. El tratamiento y discusión de este tema supone el punto ciego más delicado del libro de Will. Casi imperdonable si se considera que fue la gran inquietud intelectual rectora de su colega de Princeton, el gran George F. Kennan. Así de imperdonable como resulta esa ausencia, el libro de Will es o debería ser una referencia ineludible para el pensamiento político de nuestro tiempo. Es una lástima y un hecho muy revelador que no haya sido traducido al español.