Risa y humor: de la condena al elogio

Luis Xavier López-Farjeat

Dossier
A partir de un intento por descifrar la ambigüedad de la risa, el filósofo Luis Xavier López-Farjeat hace un recorrido histórico-bibliográfico de diversas fuentes religiosas, literarias y filosóficas que desvelan las complejidades morales, psicológicas y políticas que existen alrededor del humor y la risa. Si algo tienen en común Aristófanes, Rabelais o Laurence Sterne, es su ambivalencia: de la condena al elogio, del elogio a la condena. ¿No es esa la historia de la risa?  

El mejor traductor de poesía suele ser un poeta. Traducir un poema es reescribirlo. Trasladar el ritmo y la métrica, ajustarla a otra gramática, a otras palabras, no es trabajo fácil. La traducción literal de un poema siempre será deficiente. No es sólo que existan diferencias entre la lengua de origen y la lengua de llegada: la traducción literaria en general implica la recreación de un estilo y la asimilación de una forma de sentir, percibir y entender la vida. El buen traductor se adentra en un cúmulo de palabras; éstas proyectan la forma especial en la que el poeta se relaciona con el mundo, consigo mismo, con otros seres humanos. Algo parecido se espera de un traductor de comedias o sátiras. Traducir bromas, chistes, dobles sentidos, alusiones sarcásticas o irónicas, supone reconstruir un contexto, captar con agudeza algunas palabras y expresiones o a veces un simple gesto que difícilmente se reconoce si no existe cierta complicidad con el humorista.

Para traducir una broma hace falta entenderla. Pero las bromas, como el sarcasmo y la ironía, pueden ser imperceptibles. José Molina, filólogo de primer orden y con un finísimo sentido del humor, decía que, al traducir a Aristófanes, muy probablemente se pasaban por alto algunas bromas; otras, eran intraducibles, y, por lo tanto, hacía falta recrearlas a riesgo de trastocar tal vez la atmósfera propia del chiste. Decía, también, que sin duda había en la mismísima Biblia expresiones humorísticas que no habíamos sabido reconocer. No es fácil asimilar que, en un libro que inspira respeto reverencial, pueda leerse algo gracioso. Sin embargo, la broma y el chiste fungen muchas veces como recursos retóricos que disimulan situaciones más graves y serias. Algunas frases y relatos bíblicos son ejemplares a este respecto. En Eclesiástico 38:15 se dice que “El que peca delante de su Hacedor, caerá en manos de un médico”. En 1 Reyes 18:27 Elías se burla de los adoradores de Baal y les dice: “Gritad bien fuerte; dios es, pero quizá está entretenido conversando, o tiene algún negocio, o está de viaje. Acaso esté dormido, y así lo despertaréis”. El libro de Job, por su parte, podría leerse como una parodia o relato sarcástico. El diálogo entre Dios y Satán parece una broma. El drama de Job es tan extremo que se vuelve irrisorio.

No soy el único al que han llamado la atención aquellas líneas de Génesis 18:1-15, por demás discutidas en la exégesis judía, en donde se relata la risa de Sara, la mujer de Abraham. En dicho pasaje se lee que tres visitantes llegan a la tienda de Abraham, preguntan por Sara —que escucha la conversación detrás de la puerta—, y anuncian que la nonagenaria tendrá un hijo. Al escuchar la noticia, Sara, a quien obviamente “le había cesado ya la costumbre de las mujeres”, se ríe para sí misma diciendo: “¿Después de que he envejecido tendré deleite, siendo también mi señor ya viejo?”. Dios reprocha a Abraham la risa de Sara. Al parecer ve en ella un gesto de incredulidad. Uno de los visitantes insiste: Sara tendrá un hijo al año siguiente. Ella interviene: “No me reí; porque tuve miedo”. Y el Señor dijo: “No es así, sino que te has reído”. Si se eliminase la solemnidad del pasaje, podríamos percatarnos de lo cómico de la situación: unos representantes de Dios anuncian a dos ancianos que serán padres. Si a mi abuela, fallecida hace meses con unos pocos años más que Sara —cien para ser exactos—, Dios le hubiera venido con el cuento de que a esa edad iba a criar a un niño, también se hubiese reído o, peor aún, le habría parecido un chiste cruel. Quizás habría reaccionado como la Sara de Corán 11:72: “¡Ay de mí! ¿Cómo voy a parir si soy vieja y éste mi marido es un anciano? ¡Realmente esto es algo asombroso!”.

La escena en cuestión, en su versión judeocristiana, se ha interpretado de distintas maneras. La risa de Sara pudo haber sido nerviosa, una manifestación de alegría, una combinación de timidez, ansiedad e ilusión. Las emociones humanas son complejas, a veces indescriptibles. No faltan exégetas que ven en esa risa la burla escéptica ante el anuncio de un acontecimiento por demás absurdo, imposible si nos atenemos a la biología más elemental. Sin embargo, en el texto bíblico importan las palabras: el término hebreo, tseḥoq, podría significar una risa alegre o una risa burlona. El pasaje es desconcertante. ¿Por qué ríe Sara? ¿Es un signo de alegría? ¿Se está burlando de la decisión divina? ¿Es relevante la risa de Sara? ¿Por qué molesta a Dios?

Tras el nacimiento de Isaac, Sara dice en Génesis 21:6: “Dios me ha hecho reír, y cualquiera que lo oiga, se reirá conmigo”. Pero esta afirmación no es fácil de traducir: también puede ser “Dios ha hecho risa [¿o alegría?] para mí” o “Dios se ha reído de mí o por mí”. Y la segunda oración, “y cualquier que lo oiga, se reirá [o se alegrará] conmigo [o de mí]” también puede traducirse como “cualquiera que lo oiga, se reirá de mí”. Sara sería objeto de burla al dar a luz a una edad tan avanzada. Si nos decantamos por esa traducción, el relato se transforma en algo cruel. Hasta donde conozco, en la mayor parte de las traducciones al español se lee “Dios me ha hecho reír”. Predomina la interpretación optimista: tener un hijo es motivo de alegría, y más en una mujer que era infértil. No obstante, en Sobre la mutación de los nombres, Filón de Alejandría sugiere que la afirmación también puede significar que Isaac no es propiamente hijo de Sara y Abraham, sino de Dios. En Acerca de Abraham explica que el nombre “Isaac”, significa risa o, propiamente, “el que reirá”. Según Filón, la risa de Sara es la prefiguración de la alegría que produce el nacimiento de Isaac, es decir, el nacimiento de la risa, el nacimiento de la alegría.

Pero de nuevo: las palabras importan, sobre todo en cuestiones escriturarias. En la tradición rabínica pronto se señaló que tseḥoq no necesariamente equivale al griego gelōs o al latín risus. El uso del término en las Escrituras es bastante ambiguo, puesto que tseḥoq, como bien ha visto Catherine Conybeare en The Laughter of Sarah (2013), admite varias connotaciones: puede referirse al juego erótico entre los cónyuges, pero también puede implicar mofa, sorna, flirteo, incluso broma de carácter sexual. Quizás en algunos pasajes bíblicos hay más jocosidad de la que sospechamos. Hay algo delicado en este asunto: la risa podría ser manifestación de alegría, gozo, júbilo o placer; a la vez, puede ser dañosa, perjudicial, incluso perversa y majadera. La risa no es tan inocente. Se le ha asociado muchas veces a una conducta obscena, subversiva, irreverente y destructiva. En República 388e, Platón se refiere a lo inconveniente que resulta despertar en los jóvenes la propensión a la risa. No vacila entonces en censurar la comedia: “[…] cuando alguien se abandona a una risa violenta, ello provoca generalmente una violenta alteración del ánimo. […] Es pues inadmisible presentar a hombres de valía dominados por la risa, y mucho menos si se trata de los dioses”.

En el cristianismo persiste la idea de un Dios que no ríe. Ya que en los Evangelios —cuando menos en los canónicos— no se dice nada al respecto, los primeros cristianos se preguntaban si Cristo había reído en la vida terrenal. Ante el silencio de las Escrituras, las primeras comunidades monásticas optaron por una posición crítica ante la risa. Todo mundo sabe que en Partes de los animales (3, 10, 373a8) Aristóteles se refiere al ser humano como el único animal que ríe. Ello no quiere decir, según Clemente de Alejandría en El Pedagogo, que debamos reírnos de todo: no porque sea algo propio del caballo relinchar, éste relincha todo el tiempo. La risa es admisible, pero con moderación. Sin embargo, la mesura es tan extrema que Clemente termina por abolir la risotada a favor de una sonrisa fingida y apretada. San Efrén de Siria redactó un sermón contra la risa; en su Discurso sobre la Epístola de los Efesios, Juan Crisóstomo arremete, como san Pablo, contra las indecencias, las tonterías y las vulgaridades; Gregorio de Nisa y Basilio también reprueban la risa, el primero en su Comentario al Eclesiastés, el segundo en las Grandes Reglas. En su Sermón 175, dice san Agustín que mientras los sanos lloran, los locos ríen: “¿Qué es mejor —se pregunta san Agustín—, que ría un loco o que llore un sano?, todo hombre elige para sí llorar estando sano antes que la risa, fruto de la locura. Es de tan gran valor la salud mental, que se la elige aun cuando va acompañada del llanto”.

En el cuarto capítulo de la Regla de san Benito se recomienda al buen monje “abstenerse de palabras malas y deshonestas, no ser amigo de hablar mucho, no decir necedades o cosas que exciten la risa, no gustar de reír mucho o estrepitosamente”. Y, en el sexto capítulo, “se condenan en todo lugar y a reclusión perpetua las chocarrerías, las palabras ociosas y las que provocan risa”. La condenación de la risa se extiende al medievo e incluso hasta nuestros tiempos, sobre todo entre algunos tradicionalistas. Muchos cristianos son rígidos y severos, escrupulosos y amargados. El nombre de la rosa, la novela de Umberto Eco, es prácticamente un lugar común para ilustrar el rigorismo moral cristiano ante la risa: en el año 1327, Guillermo de Baskerville llega a una abadía benedictina en Italia para participar en un debate teológico, pero termina investigando una serie de envenenamientos; las víctimas son los lectores del supuesto segundo libro de la Poética de Aristóteles, dedicado a la comedia. En el relato de Eco, el fanático bibliotecario Jorge de Burgos sostiene que “la risa sacude el cuerpo, deforma los rasgos de la cara, hace que el hombre parezca un mono”.  

Pero no todo es rigorismo en el mundo cristiano. La que es quizás la primera sátira cristiana, La cena de Cipriano, se remonta aproximadamente al año 400. Hay quien la ubica un poco más tarde, aunque en realidad no hay un consenso al respecto. Todo indica que circuló en la antigüedad tardía y, por cierto, se le menciona varias veces en El nombre de la rosa. Y es que en el medioevo se conocieron varias adaptaciones, entre éstas, la versión del siglo noveno de Rabano Mauro, conocida como Cena Nuptialis. Joel, rey de Oriente, invita a los personajes más relevantes de la Biblia a la boda de su hijo. Los invitados —Adán y Eva, Caín y Abel, Noé, Moisés y Abraham, Pedro y Judas, Jesús, etc.— discuten de la manera más absurda e irreverente en la mesa, se agreden, se ríen y se comportan de manera soez. Joel descubre que alguien ha robado algunos de los regalos de boda. El banquete se torna en un circo en donde unos y otros se acusan entre sí hasta que deciden culpar y ejecutar entre todos a un ladrón de nombre Acar o Agar. En algunas versiones es Acar, hijo de Carmi; en otras es una ladrona, Agar, la esclava de Sara, concubina de Abraham y madre de Ismael.

La cena de Cirpiano es como una comedia negra; es un relato vulgar, violento y gracioso. A la resistencia ante el rigorismo moral de las comunidades monásticas se suma la poesía satírica y obscena de los goliardos. Aunque el auge de la poesía goliárdica se ubica entre los siglos XII y XIII es posible que los antecedentes de aquellos poemas se remonten a la antigüedad tardía. En otro clásico sobre el humor cristiano, el famoso libro de Mijail Bajtin sobre el contexto de Rabelais, La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento, se habla de los ritos cómicos que se llevaban a cabo en los festejos del carnaval. Entre esa clase de celebraciones se encontraban la fiesta de los bobos o festum stultorum, la fiesta del asno y, por supuesto la risus paschalis (risa pascual). Se trataba en todos estos casos de misas burlescas, sacrílegas e irreverentes. Se discute todavía el origen de esta clase de festividades, pero en varias fuentes latinas e incluso siriacas hay alusiones a grupos de clérigos y sacerdotes que, con ocasión de las Pascuas, la Navidad y otras fechas relevantes, se excedían en los festejos. En 1990, Maria Caterina Jacobelli publicó el libro Risus Paschalis. El fundamento teológico del placer sexual, un estudio peculiar, polémico y al mismo tiempo curioso. Jacobelli registra una serie de discusiones que se seguían llevando a cabo alrededor de 1518 sobre el festejo de la risus paschalis. En uno de esos registros —la polémica entre Wolfgang Capito y Ecolampadio— se cuenta que, durante la misa de Resurrección, el sacerdote hacía reír a los fieles, de ahí el nombre de risus paschalis, a través de gestos y palabras en un tono eminentemente obsceno.

Wolfgang Capito era un gran promotor de la risus paschalis y reprobaba que Ecolampadio no se prestara a hacer bromas y contar chascarrillos, que no se dirigiera a los fieles con palabras obscenas y repugnantes haciéndose pasar por un bufón. Para preservar los templos a tope venía al caso, según Capito, festejar desenfrenadamente la Resurrección de Cristo. Jacobelli resume algunas de las características de la risus paschalis extraídas de una carta de Ecolampadio. Ahí, se dice que era una práctica arraigada en las costumbres eclesiásticas y que incluso algunos obispos la permitían; que agradaba a la mayoría de los fieles, con excepción probablemente de los más cultos; que, sin saber su origen, se convirtió en una práctica común cuyos objetivos eran motivar a los fieles a asistir a la misa pascual, transmitirles la alegría de la resurrección y mantenerles despiertos durante el sermón. Ecolampadio reporta que los sacerdotes y clérigos se permitían bromas de carácter sexual, chistes indecentes, narraciones irreverentes, gesticulaciones obscenas (se imitaba el acto sexual y la masturbación), palabras lascivas, ofensas al pudor, se imitaban gritos de animales y personajes grotescos. La misa se transformaba en un espectáculo vulgar. Ecolampadio escribe: “[…] fui a preguntar a un hombre dónde nacía esta práctica, si era o no digna del alborozo pascual, si se remontaba a la época de los apóstoles. ¿Qué puedo decir? […] Me reprochó mi estupidez porque ignoraba las virtudes de la eutrapelia, sumamente necesaria para los predicadores: el día de Pascua, de hecho, no era oportuno que el predicador se mostrara muy serio”.

La alusión a la eutrapelia es particularmente llamativa. Aristóteles usa ese término (εὐτραπελία) en Ética a Nicómaco 4.8. De nuevo, estamos ante un término difícil de traducir. A veces se traduce como “agudeza”, a veces como “ingenio”. Pero se refiere a algo más amplio: al sentido del humor, incluso a la gracia, a la simpatía, al buen trato hacia otras personas. La eutrapelia, según Aristóteles, es una virtud, es el justo medio entre la bufonería y la tosquedad. Sostiene Aristóteles que “[…] los que se exceden en provocar la risa son considerados bufones o vulgares, pues procuran por todos los medios hacer reír y tienden más a provocar la risa que a decir cosas agradables o a no molestar al que es objeto de sus burlas. Por el contrario, los que no dicen nada que pueda provocar la risa y se molestan contra los que lo consiguen, parecen rudos y ásperos”. Parece que los modales de clérigos y sacerdotes en las celebraciones de la risus paschalis estaban lejos de la comprensión aristotélica de la eutrapelia. El pasaje aristotélico es uno de los muchos ejemplos que muestran que la risa fue un tema sobre el que reflexionaron, antes que los cristianos, los filósofos griegos. Y no sólo eso: en varios casos, el humor es un recurso filosófico. Basta pensar en Sócrates o en Diógenes el Cínico. En mi opinión, Aristófanes también puede leerse filosóficamente.

Sobre el humor y la risa en la Grecia antigua se ha escrito abundantemente. En la Historia cultural del humor (1997), editada por Jan Bremmer y Herman Roodemburg, el propio Bremmer aporta un ensayo, “Chistes, humoristas y libros de chistes en la antigua Grecia” en donde habla de bufones (sobre todo Filipo, el comensal gorrón en el Banquete de Jenofonte); alude obviamente a Aristófanes, pero también a Demócrito y su fragmento 230 (“una vida sin fiestas es como una carretera sin posadas”); y recurre también a Plauto, el romano, como una fuente necesaria para conocer algunos chistes de Filipo. A mi juicio, entre lo más notable que se ha escrito sobre el humor en la antigüedad, se encuentra el libro de Stephen Halliwell, Greek Laughter. A Study of Cultural Psychology from Homer to Early Christianity (2008); un año después, apareció el libro de Alan H. Sommerstein, Talking about Laughter, and other Studies in Greek Comedy; le siguió el volumen compilado por Pierre Destrée y Franco V. Trivigno, Laughter, Humor, and Comedy in Ancient Philosophy (2019). En este último se incluyen trabajos sobre el humor y la risa en el contexto grecorromano: Sócrates, Platón, Aristóteles, la medicina griega, Plotino, Cicerón, Dion Crisóstomo y Plutarco, los escépticos, los epicúreos, los cínicos, Séneca, y Luciano de Samosata. En lo que respecta al mundo romano, es indispensable el libro de Mary Beard, Laughter in Ancient Rome: On Joking, Tickling and Cracking Up (2014), traducido recientemente al español bajo el título La risa en la antigua Roma. Sobre contar chistes, hacer cosquillas y reírse a carcajadas (2022). Y es que la producción de comedias y sátiras en el mundo romano no es menor. Ahí está Terencio con comedias como Hecyra o La suegra y, por supuesto, El eunuco. Por otra parte, Quintiliano sostuvo que la sátira era un invento romano y, en efecto, tenemos a Juvenal, a Persio y, por supuesto, el Satiricón de Petronio.    

En todos estos títulos se enfatiza la importancia de la risa y el buen humor desde varias perspectivas —ética y psicológica, política y social, etc.— y al mismo tiempo se alude a posturas condenatorias en el entorno grecorromano. Si bien podría pensarse que la reprobación de la risa y el buen humor responden a la visión moral judeocristiana, en realidad la tensión entre el buen humor y la frivolidad, entre la risa alegre y la risa vulgar, entre la broma inocente y el chiste ofensivo, estaba presente tiempo atrás. A la vez, la comicidad era, como lo es hasta nuestros días, una manera de entender e interpretar la vida. El encuentro entre dos formas de percibir la realidad, una seria y formal, la otra cómica e irreverente, la plasma de manera ejemplar Luciano Canfora en La crisis de la utopía: Aristófanes contra Platón (2014; 2019). Canfora opone dos formas de retratar la utopía política de la Grecia antigua: por una parte, la República de Platón; por otra parte, Las asambleístas de Aristófanes.

El mayor cómico del mundo griego es, sin lugar a duda, Aristófanes. Sus comedias son bastante obscenas y se burla en ellas de las cuestiones más serias de la vida: la política, la sexualidad y la filosofía. Sus bromas no son fáciles de traducir: uno podría pasar por alto los dobles sentidos o, como ha notado Sommerstein, los usos eufemísticos. Por mencionar unos cuantos ejemplos de eufemismos recolectados por el propio Sommerstein: agathon pathein ti (pasarla bien) equivale a “tener sexo agradable”; hetaira (cortesana o compañera femenina) para no decir pórne (prostituta); hetairein (que podría significar simplemente “amante”) es el masculino de hetaria y toma la connotación de un prostituto; kylix (copa) se refiere a la vagina; kōlé (el hueso del muslo con la carne, en especial el jamón de cerdo) se refiere al pene. Una exploración filológica de las comedias de Aristófanes revela una riqueza lingüística enorme, obviamente, destinada a hacer de las palabras algo lúdico y jocoso.

Las bromas sexuales existen desde siempre. Si algo encontramos en la comedia griega y en la sátira romana son alusiones al acto sexual, a las partes pudendas y al adulterio. Son también frecuentes las alusiones escatológicas. No es raro, por lo tanto, que el cristianismo antiguo, atento ya desde las epístolas de Pablo al pudor y a la castidad, haya visto en la comedia y la sátira incitaciones impúdicas e indecorosas. De nuevo, en El Pedagogo, Clemente de Alejandría condena una serie de comportamientos inmorales representados en las comedias. En “The Excess of Moderation: Clement of Alexandria against Laughter”, María Elena García-Peláez y yo hemos hecho un recuento de las comedias antiguas citadas por el mismísimo Clemente. Irónicamente las conocía a la perfección y se vale de cantidad de escenas y personajes para educar al buen cristiano transformando lo cómico en lo vergonzoso. Insiste, además, en asociar la risa a la indecencia, la frivolidad y la lujuria.

El recato de los monjes encontró sus detractores no sólo en La cena de Cipriano o en los goliardos, sino también entre humanistas y laicos. Entre 1351 y 1353 Giovanni Boccaccio escribió el Decamerón, una obra que no tardó en incluirse en el índice de libros prohibidos de la Inquisición. Y es que en el “Proemio” se lee: “En estos cuentos se verán agradables y ásperos casos de amor y otros fortuitos acontecimientos sucedidos tanto en los tiempos modernos como en los antiguos; de los que las mencionadas señoras que los lean podrán tener tanto deleite de las cosas placenteras mostradas en ellos como útil consejo para poder distinguir lo que hay que rehuir y lo que igualmente hay que seguir, lo cual no creo que pueda ocurrir sin que cese su dolor”. Páginas más adelante se narran historias como la de Peronella, quien escondió a su amante en un tonel que estaba a la venta y, al descubrirlo el marido, la mujer le dice que se trata de un cliente que prueba desde dentro cuán resistente es la cuba. El Decamerón cuenta de la manera más chusca los amoríos más ridículos y adúlteros. Pocos años después, entre 1387 y 1440, Geoffrey Chaucer, católico, escribió en una tónica y con una estructura muy similar al Decamerón, una de las obras más importantes de la literatura inglesa, Los cuentos de Canterbury. En “El cuento del Capellán de monjas”, por ejemplo, Chaucer cuenta la historia de un gallo fornicador; la historia, narrada por un monje, tiene en realidad un tono moralizante y termina con una moraleja. El mesonero que ha escuchado atento a la narración bromea sobre la admirable capacidad narrativa del monje diciendo: “¡Por mi vida que si fueses laico serías un perfecto jodedor de gallinas!”.

El humor de Chaucer es ligero, comparado con el de otro católico, un francés del siglo XVI, el monje apóstata François Rabelais. Gargantúa y Pantagruel es una joya del humor cristiano. Rabelais fue motivo de escándalo. Lo sigue siendo para el cristiano recatado y el puritano. Su obra, dedicada a los “ilustrísimos bebedores” y los “apreciadísimos sifilíticos” comienza con un extraordinario prólogo en donde compara sus escritos con los silenos y Sócrates. “Los silenos eran, antiguamente, pequeñas cajas como las que se ven hoy en las tiendas de los boticarios; por encima, estaban pintadas con divertidas y frívolas figuras: arpías, sátiros, gansos embridados, liebres cornudas, patos con albardas, machos cabríos voladores, ciervos tirando de carros y otras tales figuras contrahechas a voluntad para provocar la risa, siguiendo el ejemplo de Sileno, maestro del buen Baco. Pero adentro se guardaban las drogas finas, tales como bálsamo, ámbar gris, cardamomo, almizcle, algalia, piedras preciosas y otras cosas de gran valor”. Los silenos, al igual que Sócrates, tenían una apariencia horrenda y ridícula, pero en su interior guardaban un gran tesoro, la divina sabiduría o la maravillosa virtud. Y así es la obra de Rabelais: grotesca, excesiva, obscena, majadera, “pantagruélica”; al mismo tiempo, alegórica, sutil, lúdica; es un desafío al puritanismo medieval, tan fariseo, centrado en el pecado y la moralina. Rabelais se mueve, sin temor ni reverencia, en ese borde casi imperceptible sobre el que se tocan lo sagrado y lo profano.

El libro de Bajtin sobre Rabelais, publicado en 1941, se centra en una especie de lucha entre la cultura popular (la de la risa y la carne) y la cultura oficial (la de la sabiduría escolástica y el dogma). Para mí, Rabelais es un cristiano. En 1942 Lucien Febvre publicó Le Problème de l’incroyance au XVI siècle: la religion de Rabelais (El problema de la incredulidad en el siglo XVI. La religión de Rabelais). Conocí este libro gracias a un enorme y admirado escritor, con exquisito sentido del humor, Hugo Hiriart. El de Febvre es un estudio asombrosamente erudito en donde se discute, entre otras cosas, el carácter polémico, reformista, irreligioso y religioso, de Rabelais. Es un libro que merece varias relecturas. Coincido con Febvre en que no hay nada sacrílego en las bromas (a veces de mal gusto) de Rabelais. Aunque dé motivos para el escándalo, no hace falta exagerar. A mi juicio, el agobio del puritano se debe a que Rabelais coloca en un lugar distinto —quizás en un plano verdaderamente humano— los placeres de la carne: mientras el puritano intenta abolir los deseos carnales, Rabelais asume sin tapujos la carnalidad; sabe que la supresión de la carne intensifica el deseo. Creo, por ello, que en Gargantúa y Pantagruel hay aspectos teológicos y filosóficos que invitan a repensar la concepción cristiana de la carne. Y por supuesto, de la risa y la risotada, que también tienen una dimensión carnal. Así nos lo recuerda Baudelaire en su magnífico ensayo Lo cómico y la caricatura: “Es indudable, si queremos situarnos en el punto de vista ortodoxo, que la risa humana está íntimamente ligada al accidente de una antigua caída, de una degradación física y moral. La risa y el dolor se expresan con los órganos en los que residen el mando y la ciencia del bien o del mal: los ojos o la boca”. Se entiende entonces que los puritanos vean en la risa una debilidad, un pecado o, como dice Baudelaire “algo satánico”.

Hace varios años, en 1992, apareció en la revista Vuelta un ensayo de Milan Kundera —un novelista que mucho exploró la risa, la broma y el humor— titulado El día que Panurgo ya no haga reír. En 1988 se había publicado Los versos satánicos de Salman Rushdie, otra obra humorística, condenada por el régimen iraní. (Apenas en agosto de 2022 Rushdie fue atacado por un individuo que intentaba cumplir con la fatwa del ayatolá Jomeini). Kundera, como es costumbre, habla sobre el humor y compara dos escenas igualmente humorísticas: por una parte, el nacimiento de Pantagruel (tras deglutir la madre demasiadas tripas, un purgativo hace que las paredes de la placenta se desgarren y el feto suba hacia una vena para nacer por la oreja) y, por otra, la primera escena de Los versos satánicos (un avión explota en el aire y los dos personajes centrales de la novela caen en el aire nadando al estilo mariposa, cantando y conversando de modo cómico en medio de un hecho trágico). Kundera descubre en esta clase de escenas el matrimonio entre lo irrisorio y lo terrible. La tesis de su ensayo es que la novela genera un territorio en donde debe suspenderse el juicio moral. La censura, la abominable cultura de la cancelación o esa absurda tendencia a reescribir las obras del pasado con creencias morales emergentes, revela una enorme incapacidad para leer y entender un texto. Por supuesto, con respecto al caso en el que me interesa ahondar aquí, la cancelación pone de manifiesto la falta de humor. En efecto, los tiempos cambian, el humor cambia, las épocas chocan. ¿Qué hacemos entonces con el humor? Primero ha de entenderse la función y el sentido de las bromas; a la vez, se puede debatir si hace falta en algunos casos plantearse límites. Si logramos asimilar, como Aristóteles, que el humor, la eutrapelia, es una virtud, tal vez podría trazarse ese territorio en donde huimos de la amargura y la tosquedad colocándonos en el borde de la irreverencia sin traspasar el límite de lo tolerable. Nada de esto es fácil y es un reto para el humorista y el comediante.    

Me gusta la conclusión de Kundera: un error enorme sería extirpar el humor de la sociedad porque se trata de ese “relámpago divino que descubre al mundo en su ambigüedad moral y al hombre en su profunda incapacidad para juzgar a los demás. El humor: la embriagadora relatividad de las cosas humanas, el extraño placer nacido de la certeza de que no hay certeza de nada. Con el corazón sobrecogido pienso en el día que Panurgo ya no haga reír”. ¿Será que ese día se avecina o es que ya estamos ahí? El humor desarma al puritano, irrita al tirano, desconcierta al resentido, ofende al sensible, precisamente por su profunda ambigüedad. En sus tiempos, Rabelais fue incómodo. Entre sus críticos hay uno bastante curioso. Febvre, cuenta que, en 1543, Guillaume Postel publicó una obra titulada Alcorani et Evangelistarum Concordia en donde condenaba veintiocho proposiciones comunes entre los musulmanes y los evangelistas o cenevangelistas (así se refiere a los reformistas). Postel explica dogmas intrincados como la Trinidad, la creación ex nihilo, la resurrección de Cristo o la inmortalidad del alma; después, crítica las blasfemias y herejías de musulmanes y reformistas. En su crítica hacia estos últimos incluye nada más y nada menos que ¡a Rabelais!

Postel interpretaba que Mahoma negaba el libre albedrío y hacía de Dios el autor del pecado; por lo tanto, si en algo coincidían los musulmanes y los reformistas era en el determinismo. Rabelais, el impío, escribía tanta abominación y desanimaba a actuar conforme a la virtud porque, como buen émulo de Mahoma, atribuía a Dios el mal moral. Postel se habría sorprendido si hubiese conocido las consideraciones morales de algunos teólogos musulmanes sobre la risa y el humor. Algazel, el pensador musulmán del siglo XI, por ejemplo, también condenó, en una tónica similar a la de los monjes cristianos, los excesos de la risa y censuró la sátira de los árabes; entre los “males de la lengua” incluyó cierta clase de chistes, bromas y burlas, en especial, aquellos destinados a ofender al prójimo señalando sus errores y defectos físicos y morales, o sus profesiones. Se habría sorprendido doblemente Postel si se hubiese enterado de la cantidad de escritos humorísticos entre los musulmanes. Lo más conocido entre nosotros son las sátiras de al-Yāhiz, un humorista del siglo IX, casi tan obsceno e irreverente como Rabelais. También en el mundo islámico existe esa tensión entre la condenación de la risa y la resistencia ante el rigorismo de los puritanos. En este caso hay igualmente literatura valiosa, desde el libro de Franz Rosenthal, Humor in Early Islam (1956) o el artículo de Charles Pellat titulado “Seriousness and Humour in Early Islam” (1963) hasta el volumen editado por Geroges Tamer, Humor in der arabischen Kultur / Humor in Arabic Culture (2009). En 2022 Bernard Schweizer y Molokotos-Liederman editaron una espléndida colección de ensayos sobre la comedia, la broma y la risa en contextos islámicos contemporáneos: Muslims and Humour. Y en breve, aparecerá en un compendio sobre filosofía del humor, un ensayo de mi autoría, “Humor and Laughter in Classical Islamic Philosophy”, hasta donde sé, el primer escrito centrado en la discusión filosófica en tierras islámicas.

Pero no nos desviemos: Kundera, Rabelais, y la ambigüedad del humor. Es provocativa en el ensayo de Kundera una cita de Octavio Paz: “Ni Homero ni Virgilio conocieron el humor; Ariosto parece presentirlo, pero el humor sólo cobra cuerpo hasta Cervantes… El humor es la gran invención del espíritu moderno”. Kundera añade que, en efecto, la risa no es una práctica inmemorial del hombre; es una práctica ligada al nacimiento de la novela. Por lo tanto, el humor no es la risa, la burla, la sátira sino una especie particular de lo cómico que, como dice Paz, “vuelve ambiguo todo lo que toca”. Creo que la ambigüedad característica del humor sí es inmemorial. El problema, como dije antes, es que en ocasiones no sabemos traducir ni interpretar algunas bromas y alusiones humorísticas de textos antiguos. Merece la pena, sin embargo, pensar a fondo en la intuición de Octavio Paz. ¿Será verdad que el humor cobra cuerpo hasta Cervantes? No hay que olvidar, sin embargo, su fascinación por Francisco de Quevedo, autor también de varias obras satíricas y picarescas. Y en la modernidad están también Shakespeare y poco más tarde Molière. Se entiende que Paz piense en el humor como algo propio del espíritu moderno. Como he ido mostrándolo aquí, la historia del humor es la historia de su condena. Por supuesto, es también la historia de quienes burlaron la censura.  

Quizás el humor se consolida, en efecto, en la modernidad. Pienso, por ejemplo, en la novela Tristram Shandy de Laurence Sterne, publicada en entregas durante siete años (1760-1767). Sterne, por cierto, era un gran admirador de Rabelais y Cervantes, así como de otros dos espléndidos satiristas, Robert Burton y Jonathan Swift. Pronto, Samuel Johnson desaprobó la extravagancia de Sterne; Schopenhauer, en cambio, la elogió y, para el siglo XX, Tristram Shandy ya era un referente entre escritores como James Joyce, Virginia Woolf y Samuel Beckett. No fue sino hasta 1975 que Tristram Shandy se tradujo al español. Sin embargo, el traductor, José Antonio López de Letona, hizo también de censor recortando, eliminando o modificando varias partes y párrafos de la novela. Afortunadamente, en 1976 Ana María Aznar trabajó en otra traducción y, dos años después, en 1978, apareció la de Javier Marías. Ésta última incluye un buen aparato crítico en donde sale de nuevo a relucir cuán compleja es la traducibilidad del humor. Como se ve, Tristram Shandy tuvo que librar, como ha sucedido en otros casos, los embates de la censura.

La historia se repite. En 1940, André Breton publicó la Antología del humor negro. El régimen de Vichy lo prohibió y, en consecuencia, no circuló sino hasta 1947. Fue Breton quien acuñó el término “humor negro”, de uso común en la actualidad. Como se sabe, le debemos también, aunque lo tomó de Las tetas de Tiresias, una pieza teatral de Guillaume Apollinaire, el uso del término “surrealista”, una palabra que, de manera un tanto equívoca, suele identificarse con lo absurdo o lo inverosímil. La antología de Breton incluye escritores y artistas plásticos. En el prólogo menciona el humor negro de José Guadalupe Posada y ya en la lista aparecen Picasso, Marcel Duchamp, Leonora Carrington, Salvador Dalí, entre otros; también en el prólogo se refiere a Luis Buñuel —sin duda alguna, un maestro del humor negro—, y a Chaplin.

En 1927, Freud había publicado su ensayo sobre el humor y, como era de esperarse, es un referente obligado para Breton. Él mismo confiesa que, en efecto, le ha parecido interesante confrontar la tesis freudiana —el humor como algo sublime y elevado— con actitudes particulares que él mismo ha seleccionado “con cierta dosis de parcialidad”. Sorprendentemente, ¡no incluye a Voltaire! Entre los cuarenta y cinco personajes de la antología destacan, además de los ya mencionados, Jonathan Swift, Sade, Lichtenberg, Charles Fourier, Thomas de Quincey, Edgar Allan Poe, Baudelaire, Lewis Carroll, Nietzsche, el Conde de Lautréamont, Rimbaud, Gide, Raymound Roussel, Apollinaire, Kafka, Péret, por mencionar a quienes son, en mi opinión, indispensables si se escribiese una historia moderna del humor.

En su ensayo La risa en la Edad Media, incluido en el volumen de Bremmer y Roodenburg, Jacques Le Goff entiende la risa como una práctica social. En este sentido, la risa tiene unos códigos y unos rituales propios, incluso una teatralidad propia. Por supuesto, hasta ahí, está siguiendo el famosísimo escrito de Henri Bergson, La risa, publicado en 1940. Aunque la aproximación filosófica de Bergson es de lo más celebrado, Le Goff lo encuentra más bien decepcionante; le parece que lo único interesante es justamente el énfasis en la dimensión social del humor. Ante aquella fenomenología de la risa, Le Goff prefiere una aproximación histórica centrada, en este caso, en la risa de los monjes. Lo atractivo en su visión es que —historiador al fin— llama la atención sobre el contexto lingüístico —que, como he dejado ver, me parece esencial— pero, además, apunta la complejidad de los vínculos entre cuatro ámbitos: los valores, las mentalidades, las manifestaciones y la estética de la risa. En cierto modo, Le Goff es un contextualista. Y concuerdo con él: en el chiste, la broma, la burla, se proyectan esos cuatro ámbitos y, si no los podemos entender, el humor y la risa desaparecen. Entender no sólo el humor de Aristófanes o Rabelais, sino también el de Sterne, el de Swift o cualquier otro, exige la inmersión en un contexto distinto del propio. Tristram Shandy, por ejemplo, es incomprensible si se desconoce el ambiente filosófico de los siglos XVII y XVIII, si se ignora el Ensayo sobre el entendimiento humano de John Locke o la literatura de Jonathan Swift; a su vez, la famosa obra de Swift, Los viajes de Gulliver, publicada en 1726, no se entiende sin el contexto de los conflictos religiosos en Europa o sin conocer la disputa de los antiguos contra los modernos.  

Sin el contexto, el humor y la risa podrían perder sentido o malinterpretarse. Nada más arrogante que erigirse en juez de los valores y mentalidades del pasado para imponer de manera anacrónica nuestra propia perspectiva sin entender los contextos. Swift escribió, entre otras genialidades, un ensayo satírico titulado Una modesta proposición. Su humor negro resultó ofensivo para algunos. Proponía ahí, de modo evidentemente sarcástico, que, para terminar de una vez con el hambre, la gente pobre vendiera a sus hijos a los ricos para que éstos se los comieran. El problema es que algunos no entendieron que, en realidad, era una crítica a la sociedad de su época. No me sorprendería que alguien pensara que el ensayo es clasista. Supongo que algún exótico ha pensado ya en reescribirlo en términos políticamente correctos, añadir un apéndice explicativo o de plano cancelar a Jonathan Swift, por cierto, un clérigo anglicano. Prácticamente todos los personajes incluidos en la antología de Breton son vulnerables al despotismo y la tiranía de las buenas costumbres, el puritanismo y la sensibilidad exacerbada. Imposible negar que el humor y las bromas pueden ser algunas veces ofensivas. Ya lo decía, la eutrapelia es difícil. Lo más audaz y emocionante en el humor, en la comicidad, es su peligrosidad: está en el filo de la gracia (aquello que Friedrich Schlegel llamó Witz) y la ofensa; si se perdiese su carácter subversivo se volvería soso, monótono y aburrido. Dos publicaciones consiguen situar de manera precisa los diversos matices que existen alrededor de la risa y el humor. Una es la de John Morreall, The Philosophy of Laughter and Humor (1987) (junto con otros trabajos posteriores como Comic Relief: A Comprehensive Philosophy of Humor, de 2009); la otra es el ensayo de Terry Eagleton, Humor (2019), traducido al español un par de años después de su aparición.

Se antoja una nueva antología del humor. En ella habría que pensar seriamente en la importancia del humor y la risa en un momento en donde emergen nuevas sensibilidades que, si bien habrían de ser respetadas, algunas amenazan de manera tiránica con destruir una de las manifestaciones más agudas de nuestra inteligencia. Esa antología habría de incluir, en definitiva, obras en español: la sátira y el humor de sor Juana, la ironía en Fernández de Lizardi, el humorismo de Augusto Monterroso y el de Juan José Arreola, el humor negro y la acidez de Salvador Elizondo; la ironía grotesca de Jorge Ibargüengoitia, el humor satírico de Rosario Castellanos; y más recientemente, el humor tétrico de Juan Pablo Villalobos y el humor transgresor de Antonio Ortuño. Vendría al caso, también, una clasificación satírica de los diversos tipos de humor para ensayar redefiniciones falibles e inexactas de lo que es el humorismo. Tal vez valga la pena emular ese ensayo de Luigi Pirandello, El humorismo. No bromeo al decir que la reflexión sobre el humorismo y la risa es por demás seria e indispensable. En tiempos torvos y aciagos, cuando se dice que la inteligencia artificial desplazará a los humanos, vale la pena repensar en un gesto fundamentalmente humano: la risa.

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