El fuego del ámbar vibra
cuando en tus ojos de té
el miedo calma su sed
y sin quemar ilumina.
No tengo de ti más vida
que la del peso sutil,
negro, de tinta marfil,
con que invoco tu deseo:
tu tacto que enciende al ciego
y hace del vino la vid.
El calor que nos consume
desde el fondo de la tierra
es la semilla de piedra
que al encontrarnos se funde.
Todo en potencia lo tuve,
preso en tus ojos extraños,
donde el dragón de tus manos
huye de su propio cuerpo
y huye del deleite lento
hasta dejarnos en blanco.
Sigo escuchando tus ojos
que cuando duermo despiertan;
sigue en el agua esa puerta
de humo tenso entre nosotros
que es certeza al estar solos
en el palacio amatista
donde el otro nos habita
pleno en su cautividad.
Sigue este incendio fractal;
yo te esperaré en su cima.
Entra en la lluvia conmigo
hasta que el eco nos pierda
y la voz de la tormenta
sea luz por tu delirio.
Busca en mi piel y en sigilo
la densidad del incienso,
como flor que en tu cabello
arde perpetua en su insignia,
porque la muerte es mentira
cuando mi cuerpo es tu cuerpo.
Nuestros ojos se encontraron
al buscar el infinito
inconscientes del cariño
que el instante miró en ambos;
la sensación que a tu paso
yo tuve –nube insaciable–
ya no afirma su plumaje
junto a mí; mas no estoy solo:
me escolta a la pira el lobo
de tu pecho irrevocable.
Cuando revisas tu cabello al verme
o te ocultas en él, cuando tus pasos
crecen con majestad de dama hirviente
a lo largo de todos los espacios
y en cada gesto tuyo cruzo un puente
donde la lluvia está perdida, cuando
lo oscuro en nuestro pulso retrocede
y en el misterio oscilan nuestras manos,
es cuando entiendo al fénix de eco insólito,
que en el sueño me sigue a donde estés
sin rendir al pavor su fuego hipnótico
de caricia impasible, inhabitable,
que presiente tu piel en todas partes
y a la cual entregué mi lucidez.