“Los tiranos tendrían motivos para temblar”: la prohibición del humor femenino

David González Ginocchio y Fernanda Crespo

Dossier
En este ensayo se exploran las razones por las que el humor femenino se prohibió en varios momentos de la historia. David González Ginocchio y Fernanda Crespo explican que la exclusión de la mujer del terreno del humor se debe a una creencia bastante ofensiva, a saber, la supuesta racionalidad sub-óptima de las mujeres. Pero, ¿qué sucede cuando irrumpe la risa femenina en la esfera pública?

El humor tiene una falsa simplicidad: cuando comenzamos a preguntarnos por su sentido aparecen implicaciones fisiológicas, racionales y culturales imprevistas. Aquí exploraremos una: la idea de que las mujeres carecen de humor o no lo entienden. Si a primera vista esta tesis es ya ofensiva, las expectativas sociales que genera sobre la condición femenina dejan caer otra aún peor, a saber, que las mujeres no participan del humor debido a una supuesta racionalidad deficitaria. Partamos de ese supuesto y enunciémoslo de la siguiente manera: la prohibición del humor femenino implica su racionalidad sub-óptima.

Como es lógico, dicho supuesto no es una tesis racional sino un intento de justificación de prácticas sociales. Se justifica la falta de humor femenino porque la mujer confunde el humor racional con su versión inferior (la distinción entre ambas formas puede verse en un recorrido alígero por la historia de las ideas, de Platón a los ilustrados). La falta de humor racional significa la exclusión del ámbito público que lo emplea, y así la exclusión de las mujeres de la política. Pero mirar un poco más allá tiene su recompensa, porque las autoras de los ss. XVII y XVIII desenmascaran el juego.

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La condición básica para ligar el supuesto recién enunciado y el humor es que la comedia no está aislada de la convención social: la línea entre burla y desobediencia civil es tenue (Cfr. Morreall, 2020). Platón condenó la insolencia (suficiente para despreciar a los dioses homéricos, Cfr. República 388). De hecho, una "explicación" común del humor es la “teoría de la superioridad”: lo inferior a nosotros provoca jolgorio. Y al revés: la risa es signo de inteligencia (ingenio no es simpleza). Aristóteles distingue entre los eutrapeloi es decir, los ingeniosos, y los bufones: estos “se exceden en provocar la risa”, porque buscan más hacer reír “que decir cosas agradables o no molestar al objeto de sus burlas”; pero entre ellos y los ásperos están los “ingeniosos, es decir, los ágiles de mente” (EN 1127b31ss.).

Al separar pasión y razón sólo quedaría el desdén, que rompe con la hilaridad de lo ridículo (geloíos) y el ánimo plácido (euthymia) de Demócrito (el “filósofo que ríe” de la locura humana). Ahora bien: si el desdén tiene una cualidad redentora (los renacentistas sugieren que evita la tendencia a la depresión), Aristóteles advierte en la Retórica que su uso para desmantelar los argumentos del oponente es sofístico (1419b3-19; lo mismo que Gorgias, 437e). Hay que descartarlo porque la filosofía trata de razones (muchos filósofos que aceptan el humor como remedio divino no le encuentran lugar en sus argumentos, Kant es el ejemplo paradigmático: “no usa la comedia en sus escritos, aunque era conocido por su alegría y sentido del humor, como nota Kierkegaard”; Amir 2014, 77). Los romanos mantienen la distinción entre cavillatio y quippe, humor e ironía (Carus, 1898, 253).

Bartolomé de Las Casas emplea la risa como signo de que los indios son racionales en Apologética historia, 34. Los nativos americanos fueron muchas veces descritos como niños y puestos al cuidado del conquistador. Francisco Suárez, que intenta combinar la psicología medieval con la medicina de su época, describe el mecanismo fisiológico de la risa como “una vibración del diafragma torácico junto a movimientos de boca y lengua” (In de anima, disp. 11, q.2, n.8).* Pero mantiene que es un placer intelectual voluntario: involucra una respuesta del apetito y de la razón. (La presencia de razón y voluntad se debe a que la praxis implica una capacidad de autodeterminación, de establecer para sí mismo una forma de vida. Para Aristóteles, mujeres y niños participan de la praxis, pero no plenamente).

Para Suárez, el objeto de risa debe ser jubiloso y la respuesta súbita, inesperada (furtive, repentine). Más aún, parece sentar una tesis que ayudará a “justificar” la deficiencia del humor femenino: según Suárez, la risa es “libre y dependiente de la voluntad” (In de anima, disp. 11, q.2, n.10). No la controlamos totalmente porque la voluntad no puede detener la respuesta sensitivo-afectiva; le queda sólo una forma “política” de dominio mediante la persuasión del intelecto. Así como podemos hasta cierto punto intentar detener un bostezo, una voluntad fuerte y un intelecto firme son condiciones necesarias para el control de la risa. La incapacidad de contener la risa implicaría una voluntad imperfecta, incapaz de controlar los apetitos, o un intelecto imperfecto, incapaz de persuadir o distraerlos. Aunque Suárez no afirma en ningún momento que la mujer sea inferior, no es sorprendente ver a muchos filósofos asumir que la mujer es imperfecta al entenderla sometida a sus pasiones y con una razón menos aguda.

(Hay versiones más extremas, por ejemplo, la Disputatio nova contra mulieres qua probatur eas homines non esse, de 1595, sostiene que las mujeres, al no provenir del humus de la tierra, como Adán, no son propiamente humanas; Cfr. Fleischer, 1981).

En la Instrucción de la mujer cristiana, Luis Vives afirma que la risa sin control pertenece al ignorante, los campesinos, los niños y las mujeres: es “signo de una mente ligera y disoluta”. Vives piensa que en los ideales virtuosos de la razón no cabe la risilla mujeril. Su talante es complejo, “no antifeminista, sino ambivalente” (Kaufman 1978, 896): defiende la educación universal para las mujeres, pero “no le permite a una mujer enseñar o tener autoridad sobre su marido, sino que debe permanecer en silencio”, pues “es una creatura débil y de juicio incierto y es fácilmente engañada (como demostró Eva, madre de la humanidad, a quien el demonio engañó con un pretexto tan simple” (Vives 1978, 72). Afirma que las mujeres son racionalmente tan capaces como los hombres, y sin embargo sostiene que “es mejor que se quede en casa y sea desconocida para los demás. Cuando está en compañía de otros es mejor que se retire y esté en silencio, mirando hacia abajo para quizá ser vista por otros, pero que nadie la escuche”, ya que “es un signo de castidad imperfecta y reputación dudosa ser conocida por un número grande de personas” (Vives 1978, 126).

Se asocian risa mujeril, humor sensible y coquetería, como cuando hay “damas sentadas juntas, y si alguien las ve, se echan a reír, pretendiendo que lo hacen por alguna idea ingeniosa o una acción que no es graciosa en absoluto, ya que cada una de ellas está convencida de ser objeto de admiración por su belleza extraordinaria y maravillosa; al hacer así, dan muestra clara de su superficialidad y simpleza” (Vives 1978, 129). Su risa es “el más seguro índice de una mente ligera y frívola”. Sombríamente nota que “Plutarco reporta que Postumia, la sacerdotisa de Vesta, fue acusada de incesto a causa de su ingobernable risa y sus discusiones abiertas con hombres. Fue absuelta por el pontífice máximo, Spurius Minucius, con la advertencia de que no debería emplearse en conversaciones impropias de una vida sin tacha” (Vives 1978, 131).

La Ilustración no superó aquella imagen negativa de la mujer. En el Émile, Rousseau dice que la mujer depende del juicio del varón y debería acostumbrarse a seguir la voluntad de otros, pues nunca será capaz de ciencia o ingenio (Rousseau 1979, 369, 386-7). Hobbes critica el estallido de risa, aun cuando piensa en la agudeza de ingenio como una virtud. Para Hobbes hay dos clases de ingenio: la agilidad mental y la discreción del discernimiento. A un caballero discreto e ingenioso se le permite la burla, no constreñida a ambientes educados, sino racionales. La carcajada está ‘prohibida’ en reuniones sociales abiertas, pero no en las privadas. En contra, la crítica salvaje y el pitorreo pueden permitirse si se deben a una ironía brillante, aun cuando levante las cejas de las damas presentes. Para Hobbes, la risa es manifestación de pasiones profundas y carácter: por ello algunas de sus peculiaridades están sexuadas (Cfr. Barr, 2013). Su teoría no convenció enteramente: Shaftesbury “recomendó que el deleite en la risa se moderara, alentando a los señores a reír dentro de sus propios grupos y absteniéndose de reírse de otros” (Bilder 1998, 16-17). Addison sigue el rastro del (falso) humor femenino: es un impostor que desciende del engaño, madre del sinsentido que produce sandez (Cfr. Bilger 1998, 17). “La culpa del humor falso está [para Addison] en la apropiación que hace la mujer del modo ‘masculino’ de comportamiento. Su ideal de humor es un hombre con sensibilidad, no una mujer” (19).

La risa de la mujer se asocia con lo corporal y a un “descenso” a la naturaleza animal. En contra, el ingenio es “producto y signo del intelecto, distinto a la respuesta corpórea de la risa” (Wiltenburg 2016, 31). El objeto de la risa revela si ésta nace del intelecto o de su deficiencia. Las mujeres pueden ser admiradas por su ingenio, pero en privado y para entretenimiento de sus maridos; si participan de intercambios agudos merecen cierta admiración, como la de alguien entrenado en un talento particular. En exceso, el ridículo sobrepasa la sobreabundancia de ingenio, haciendo que las “infracciones sociales” de las mujeres merezcan castigo. Las mujeres no son realmente divertidas: casarse con una mujer “ingeniosa” puede ser una tragedia. La felicidad doméstica hace necesario que una mujer participe del ingenio del varón, pero sin abusar de él, para no confundirlo con vanidad o sorna hiriente.

Las mujeres, de Judith Drake a Mary Wollstonecraft, respondieron, y “podemos medir la respuesta femenina por la facilidad y variedad de medios con que las mujeres entraron en la polémica y convocaron la hilaridad para combatir la hegemonía masculina” (Bilger 1998, 40). En su Vindicación de los derechos de la mujer, Wollstonecraft da la vuelta a la estrategia para “burlarse de estos prejuicios hasta hacerlos desaparecer” (42). Su dictamen es tan duro como injusta la sátira: “Reírse de ellas, entonces, o satirizar lo ridículo que tiene un ser al que nunca se le permitirá actuar libremente en la luz de su propia razón es tan absurdo como cruel” (200).

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La compostura, el lugar y la disposición anímica marcan una norma social. El comportamiento ridículo y las reacciones hilarantes deben reservarse al ámbito familiar. La razón no es sólo cuestión de modales o comodidad, sino de la grave separación entre quienes están enterados y quienes no. Entre familiares o amigos puedo expresar mi moralidad y capacidad racional, aun si no todos pueden comprenderlas, e.g. la ayuda doméstica, etc. El caso de los extraños y los niños es distinto: no se debe ofender su inocencia. El refinamiento es un estándar fundamental en el s. XVIII: “sólo la vulgaridad ríe sin restricción” (Burke, 1978, 271). La mujer no puede ser divertida en público si todos los estándares le piden modestia en lo privado.

Si el decoro es propio del sujeto razonable, lo contrario también: las personas vulgares no pueden controlarse, ríen salvajemente. Aquí se separan las esferas de hombres y mujeres: “Una vez que la risa constituyó una amenaza concreta al orden social, la risa de la mujer llegó a ser vista como reto para los fundamentos mismos de la sociedad” (Bilger 1998, 16). Prohibirles reír era tanto un modo de educar a las mujeres para asumir su rol social, como para evitar que el sarcasmo demoliera las instituciones. En el caso del varón, el libertinismo obsceno, en cambio, no señala una falta de civismo sino una estrategia: cuando el varón cultiva el humor vulgar no lo hace para desmembrar las mores sociales sino para declarar su artificialidad. De este modo el libertino muestra su racionalidad superando lo social, reduciéndolo a “noble mentira”. La totalidad de lo social puede ser una construcción, pero debe conservarse. Podemos burlarnos de ella sólo tras comprenderla. (El feminismo, nota Bourdieu (2011, 88), ha extendido esta forma de conciencia).

Vulgaridad y refinamiento son elementos del juego: si la vulgaridad delata un carácter rendido a disposiciones animalísticas, su contraparte, la ironía, no se le parece, sino que es una forma de racionalidad elevada. Una marca de orgullo sería la habilidad de burlarse de alguien sin que la persona lo advierta, mientras los oyentes siguen el juego en silencio. Hutcheson compara la risa a un cuchillo: es seguro sólo cuando está “en las manos de un hombre sabio” (cit. en Davidson 2014, 933).

Hacia el s. XVIII, las mujeres comienzan a participar gradualmente de las actividades culturales y a ganar reconocimiento social. Esta época es un buen foco de diagnóstico, porque hay ya una legión de pensadoras y escritoras capaces de observar y descifrar las prácticas sociales en juego, cien años antes que Freud y otros arqueólogos. Pero se ve aún el humor femenino como una expresión subversiva de la sexualidad contrario al ideal de la mujer modesta: “al final del s. XIX, el estribillo común sostenía que las mujeres son incapaces de humor en absoluto. Un escritor del Saturday Review podía comenzar su artículo sobre "Humor femenino" (1871) con esta agudeza: El humor de las mujeres, se dice, se parece a las serpientes en Islandia [sic]. En otras palabras, no existe” (Bilger 1998, 24).

Las mujeres no tienen aún acceso amplio a la educación. Ambos extremos son correlativos: al no ser “suficientemente racionales” tampoco son capaces de advertir la ironía del mundo para reírse de él de verdad. Sólo dos formas de risa les son accesibles: la común risa situacional ante lo obviamente erróneo y ridículo, y la alegría de mujer “ignorante y vulgar”.

La última década del s. XVII “había visto emerger el primer grupo de escritoras profesionales, dramaturgas conscientes de sí mismas como un grupo intelectual con roles precarios en el mundo del teatro de fines del s. XVII e inicios del XVIII” (Finke 1984, 64). Les contestó de inmediato un anónimo: The Female Wits (1697), donde vemos deliberadamente expresada la prohibición del humor femenino. El texto critica a Delariviere Manley, pero con la intención de “sugerir que la creatividad literaria es ajena a la mujer”. Más aún: toda escritora es una rebelde. El autor se ríe de las dramaturgas, sus artificios literarios y su atroz carencia de creatividad. La incapacidad literaria de Manley revela su falta de modales. The Female Wits presenta la autoría femenina como un oxímoron.

La visión idealizada de la mujer en el s. XVIII representa una construcción de lo que las mujeres deberían ser: reprimir su zafiedad y elevarla a la modestia. “Las reglas del decoro pretenden poner límite al humor, en particular de las mujeres, con su aura sospechosamente sexual” (Wiltenburg 2016, 23). Una sonrisa, la reacción a un albur, el innuendo: todos apuntan a la moral femenina, exteriorizan su modestia o lo contrario.

El humor de la mujer queda prohibido de una triple manera. Primero, tiene que ver con la modestia y la costumbre. En segundo lugar, como “dinámica social de género”: el control del humor no es sólo preservar “las costumbres civilizadas; también tiene que ver con el control político” (Wiltenburg 2016, 24), aunque de modo indirecto. En tercer lugar, y detrás de estas razones, está la idea de que las mujeres no son realmente capaces de entender el mundo, de que su comprensión deficiente del humor sólo se explica como irreflexión y por ello como subversión de las prácticas sociales. (Sólo quienes participan enteramente del orden racional del universo pueden juzgarlo adecuadamente y reírse.)

Hemos mencionado a Freud porque él desactiva claramente este entramado. Según Freud, el humor surge de una liberación de energía asociada con impulsos reprimidos (particularmente agresivos y sexuales) de modo que puedan expresarse seguramente (i.e. socialmente aceptados). Pero también explica que las bromas suponen actividad intelectual: el humor posee una grandeza imposible de hallar en otros lugares. Las bromas tienen el propósito secundario de promover el pensar correcto y resguardarlo contra el juicio crítico. La grandeza del humor consiste, según Freud, en “el triunfo del narcisismo, en la invulnerabilidad del yo afirmada triunfalmente” (XXI, 158s.) contra la afrenta de la realidad. El humor no es resignación sino oposición de la que no todos son capaces. “Es un regalo raro y precioso” (XXI, 162).

Freud distingue dos clases de bromas: las inocentes y las tendenciosas. Las bromas inocentes buscan proveer un deleite inofensivo; no buscan más que la risa. Las bromas tendenciosas, por otro lado, se emplean para sentimientos o ideas que no sería aceptable expresar directamente. Freud cree que algunas bromas son un modo de sublimación, una manera de mostrar pensamientos prohibidos sin consecuencias negativas.

Desde aquí, Freud (que no se caracteriza por ser feminista) deja ver que la prohibición del humor femenino debida a su racionalidad sub-óptima, es debatible: defiende que la “mutilación intelectual” de la mujer es de naturaleza social. “La educación les niega la oportunidad de tratar intelectualmente con los problemas sexuales sobre los que, en cambio, tienen un deseo congénito de saber. Están aterrorizadas por el juicio condenatorio de que tal apetito de saber podría ser indigno de una mujer y signo de una disposición pecadora. Y esto tiene consecuencias terribles para sus vidas, por cuanto las disuade de pensar en general y devalúa su conocimiento” (Freud XIX, 177-178).

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Como dice Wollstonecraft, el problema no es que las mujeres no puedan reír, sino que de hecho lo evitan, especialmente en público, por educación y costumbre. Mary Astell ofrece una mirada invaluable porque, si bien “su solución separatista y su creencia en la necesidad de la primacía social del varón no convencerían al feminismo de finales del s. XX, aun así, su fe en la igualdad de las capacidades racionales de la mujer y sus ataques al sistema que las mantiene en la ignorancia, Astell establece el tono para las siguientes discusiones sobre la mujer” (Bilger 1998, 38).

La propuesta de Astell es educativa, pero esto no significa que sea pragmática o de segundo orden. Por el contrario, es una aguda forma de mostrar la contradicción de las prácticas sociales que infravaloran a la mujer a la vez que organizan un tejido de protocolos para limitarla. Si el humor nace de la razón, y si todas las costumbres sociales se levantan contra la educación de la mujer para subyugarla, su ingenio necesariamente parecerá degradado.

Some Reflections upon Marriage, de Astell, liga el mundo social con la educación de la mujer a través de una reflexión sobre los peligros y posibilidades del matrimonio. Para ella, humor e ingenio son manifestaciones de disposiciones interiores; no mera exterioridad sino signo de “lo más duradero y perdurable: un sentido sólido y una virtud real” (Reflections, 3). La perspectiva centrada en la vida interior de las mujeres revela cuán intolerable puede ser forzarlas a un matrimonio sin amor, con la subyugación como única perspectiva, junto a la rendición de su agencia y razón a otra persona, quizá “una persona desagradable” compuesta de ignorancia y torpeza, “los ingredientes del petimetre, el tonto más insufrible”; es una tortura vivir sometida a su voluntad sin más argumento que el de que se trata de su voluntad (Reflections, 4-5).

Esto es aún más intolerable porque determina su situación en lo público, no sólo en privado. Aun cuando una mujer fuera modelo de modestia y buena conversadora, todas sus cualidades se tendrían por nada ante la sospecha de falta de pudor. Las mujeres no pueden defenderse mediante la fuerza o la acción, pero tampoco se les permite razonar su inocencia. Tal como eran tenidas en su tiempo, la agudeza femenina sólo podía protegerlas de posiciones o afirmaciones comprometedoras: para la mujer, el ingenio no es “decir algo extraño y fuera de lugar” sino “expresar el buen sentido de un modo sorprendente y sin embargo natural y agradable” (Reflections, 9), es decir, un humor inofensivo, un habla constreñida por reglas y prácticas sociales.

La mujer estaría mejor servida escondiendo su humor antes que defendiéndolo como “verdadera alegría” y no frivolidad. Astell se lamenta de que en ocasiones la mujer sólo cuenta con la aflicción como “mejor institutriz” y la “única escuela útil” que le permite “distinguir entre verdad y apariencia” (Reflections, 29).

El humor verdadero necesita de la razón; antes de acusar a las mujeres de pasionales se debería corregir la instrucción para dar prioridad al mundo del espíritu. A la mujer se le impide, por lo que no puede “alcanzar esas cumbres a las que llegan los hombres” (Cfr. Reflections, 33). A los hombres ingeniosos se les perdona tomarse libertades con la religión, las costumbres y la reputación de su vecino, pero “gracias a Dios las cosas no son aún tan graves como para que las mujeres formen camarillas para propagar el ateísmo y la irreligión” (Reflections, 34).

Se pide a la mujer que admire la superioridad del varón mientras a ella se le impide crecer. Ellos establecen leyes, construyen reinos con la mente y aplastan a la plebe que se opone a su grandeza:

¿Qué no pueden hacer? Crean mundos y los arruinan, formulan sistemas universales de la naturaleza y disputan eternamente sobre ellos; su pluma le da valor a la controversia más trivial y ninguna disputa es menor si ellos han sacado en ella su espada. Todo lo que el hombre sabio pronuncia es un oráculo y cada palabra aguda una broma. Es el deleite de la mujer escucharlos, admirarlos y alabarlos, especialmente si su naturaleza áspera los previene del debido aplauso que se deben entre sí. Y, si no aspira a más, se piensa que está en su propia esfera de acción y es tan sabia y buena como cabe esperar de ella (Reflections, 81-82).

El matrimonio debería al menos asegurar la libertad de espíritu. El hombre puede estar enamorado del ingenio o la belleza, pero ésta pasa y aquél sólo tiene valor en cuanto fomenta una ligera disposición jovial; cuando el hombre deja de tener deferencia con la esposa, fomenta en ella el uso de “su agudeza, vale decir su hígado, contra él, y no es difícil adivinar cuán agradable le resultará entonces” (Reflections, 35). Lo mejor que puede hacer la mujer es permanecer sumisa, amable, y apostar por su generosa piedad, puesto que él siempre puede escapar para “encontrar entretenimiento” (Reflections, 48), mientras que la prudencia y deber de ella no le permiten hallar consuelo fuera de casa. La mejor opción para la mujer, irónicamente, es encontrar como “monarca para toda la vida” a alguien que no sea tonto o vicioso, que se deje llevar por un rostro o idolatre el dinero, que gobierne sus pasiones y deseos, ya que ha de tener poder absoluto sobre ella (Cfr. Reflections, 50). El rol se ha revertido: aunque la sociedad considere inteligente al falso caballero, es la mujer sensata quien ha de reconocer el humor vano y no entregarse a falsas promesas.

Aun así, su propuesta no es puramente pasiva. Al mirar la vida interior del espíritu en busca de las raíces de su propia agencia, Astell ironiza:

Ya que se dice que la mujer es el recipiente débil, el hombre debería tener cuidado para no ofenderla. Si su razón es menor, y sus pasiones más fuertes que las de él, no debería darle ocasión de cuestionar por su conducta o provocaciones. Siendo él un hombre, palabra por la que hemos de entender fuerza de cuerpo pero todavía más firmeza y fuerza de mente, no debería jugar a ser su pequeño maestro si espera ser complacido (Reflections, 62-63).

Sólo que el problema va todavía más allá: si el hombre tiene tan mala opinión de ella y la ve “llena de ignorancia y pasión, de modo que locura y mujer son términos equivalentes” (60), una mujer individual apenas podrá hacer algo, a menos que lleve a cabo una “revolución doméstica”, que irónicamente daría cuenta de la capacidad de una mujer despechada.

Hasta cambiar las prácticas sociales será cierto que “la costumbre del mundo ha puesto a la mujer, en general, en un estado de sujeción, esto no se niega; pero no puede probarse un derecho de un hecho, del mismo modo que la predominancia del vicio no lo justifica” (Reflections, 139). El problema de la mujer, en resumen, no está en su naturaleza sino en la costumbre, en la falta de cuidado a sus facultades naturales. Astell propone la mejora del propio ser y las formas de pensar, dejar atrás las respuestas sensuales-mecánicas para acceder a “la libertad natural interior” (Proposal II, 82). La posibilidad de cambiar implica un cambio de costumbres, de habituar la voluntad a dejar de lado las formas equivocadas de pensar, las ideas confusas, y tomar control de nosotros mismos mediante el razonamiento.

Por eso su camino es la reforma educativa. Astell es consciente de la dificultad: se dedica mucho tiempo y esfuerzo a la educación de los niños, pero prácticamente nada a las niñas, a quienes no se instruye en ciencias. Las mujeres no reciben el mismo aliento que los hombres, ni promesas de riqueza, poder, autoridad o títulos: “la mujer es molida no para sino contra las musas […] si a pesar de todo ello no permanecen tan ignorantes como sus Maestros las quieren, se las mira como monstruos y se las censura y envidia” (Reflections, 171-172). Y si su optimismo en el reconocimiento de la racionalidad femenina tiene más alcance que sólo una crítica a la costumbre social es porque su propuesta filosófica implica un concepto de racionalidad que la informa. Astell no es sólo una lectora astuta de Descartes sino una mente aguda capaz de tornar el paradigma cartesiano en un programa de reforma social:

Los movimientos del cuerpo están unidos de tal modo a ciertos pensamientos del alma que, a menos que alguna fuerza los detenga, puede producirlos cuando quiera con sólo desearlo, y recíprocamente muchas impresiones del cuerpo se comunican y afectan al alma. […] Los poderes activos del alma, su voluntad e inclinaciones están a su disposición, pero los pasivos no, y no puede evitar sentir dolor u otras impresiones sensibles en tanto esté unida a un cuerpo. […] Cuando los objetos externos dan ocasión a tales conmociones en la sangre y los espíritus animales como los que son atendidos por esas percepciones en el alma que llamamos pasiones, no puede ser tan insensible como para evitarlos, no siéndolo más para evitar estas primeras impresiones que para detener la circulación o la digestión. Todo lo que puede hacer es continuar la pasión tal como ha comenzado, o bien redirigirla hacia otro objeto: incrementarlo o dejarlo disminuir gradualmente o modificarlo y dirigirlo. Al comportamiento adecuado llamamos virtud, y consiste en gobernar las impresiones animales y dirigir nuestras pasiones a objetos tales que los mantengan en el estado que requiera la razón (A serious proposal, 161).

A esto puede llamársele un “programa moral”, uno empleado para dirigir la mente y el ingenio como respuesta educada y capaz de dirigir pasiones e impresiones.

Las mujeres educadas, por lo demás, siempre serán objeto de ridículo, “objeto de risa para los tontos” (A serious proposal II, 226). Judith Drake, del círculo de Astell, lo explica: “Tenemos adversarios poco generosos que tratan más con escándalos que con argumentos, y cuando no pueden herirnos con armas intentan causarnos enfado con sus potes malolientes. […] Nos cargan con listas de faltas, imperfecciones, y parecen haber catalogado nuestras locuras y vicios no con el deseo de corregirlas sino de cambiar la imputación hacia nosotras” (Essay in Defence, 58-59). El mayor peligro consiste en confundir la educación (armonía del intelecto, la voluntad y las pasiones) con la conformidad de clase, en que la educación pasa por ser signo de las clases elevadas, mientras que la rudeza marca la vulgaridad.

Sólo la educación permitirá a la mujer reír de vuelta contra las injusticias que niegan su poder de participación racional en la sociedad. La figura de la feminista que ríe se vuelve crucial. La historia de la risa se liga así, como índice, a la historia de la racionalidad.

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En 2007, Christopher Hitchens escribió “Por qué las mujeres no son graciosas”. Su tesis es que los hombres necesitan hacer reír a las mujeres como parte de una “gran tarea” de la Madre Naturaleza, mientras que ellas “no tienen necesidad de agradar a los hombres en este sentido”. Dice que las mujeres toman más tiempo en entender el humor y quedan más satisfechas cuando lo logran, citando el estudio “Sex Differences in Brain Activation Elicited by Humor” (Azim et al, 2005). Su razón es que los hombres se defienden con el humor de un mundo injusto, mientras las mujeres prefieren ver la vida como algo dulce y armónico. Las mujeres son tan inteligentes como los hombres, pero tienen una llamada superior; los hombres pueden ser frívolos y reír por niñerías e inmundicias. En suma: los hombres son sirvientes de las mujeres y el humor es la llave de un pacto secreto según el cual ellas acceden a no notar que son las potentades. El resultado es el mismo: las mujeres no deberían preocuparse con el humor.

Contra la figura del hombre que ríe, Hélène Cixous dibujó a Medusa: desde la oscuridad y la ira, Medusa en realidad “no es mortífera. Es hermosa y está riendo” (1976, 885). Medusa trasciende lo masculino y su risa es incomprensible y desafiante: es un monstruo a evitar.

Frente a la postura de Cixous y otras feministas contemporáneas, la postura de Astell puede parecer mucho más mundana –lo es–, pero también más próxima, por menos ideal, a la realidad social de su tiempo; las posibilidades que plantea (fuera de “retirarse del mundo”) son mucho más factibles. Su propuesta consiste en abrir espacios para la educación y desarrollo de las mujeres: no adoptando la forma de instituciones transgresivas que funden nuevas leyes (p.ej. el matrimonio debería ser capaz de alcanzar su sentido auténtico, natural y espiritual, antes que abolido, si bien las mujeres deberían ser libres de abstenerse de él) sino proveyendo lo que la naturaleza sólo en apariencia les ha negado y devolviéndolo mediante la educación y el cuidado. Una sociedad que impide a las mujeres educarse las deja a la merced de una vida peligrosamente sensitiva en la que sus tendencias amenazan con embrutecerlas. Es por eso que sus textos son un ejemplo del desmantelamiento de la prohibición del humor femenino debido a la racionalidad sub-óptima de la mujer. No sólo pretende que las mujeres puedan carcajearse como los hombres, sino explicitar el enmudecimiento sistemático de la mujer: “La risa y el ridículo son ese espantapájaros infalible levantado para alejarlas del árbol del conocimiento” (ASP, 172).

Si por un lado Astell señala la influencia corruptora de los imperativos del varón sobre las mujeres en las instituciones, aun hasta el punto de abandonarlos para “reformularlos según principios más racionales” (Bilger 1998, 38), al desenmascarar la falsedad de la prohibición del humor femenino a causa de la racionalidad sub-óptima de la mujer, logra ir más allá, hasta ver que el problema último es la educación y que la alegría auténtica depende del control sobre pasiones y emociones. Este control es un paso necesario para alcanzar la sabiduría de una vida virtuosa y es por ello un componente esencial de su filosofía moral (Cfr. Broad, 2007). Era necesario dar un paso así, ya que las mujeres apenas habían tenido oportunidad de cultivar la vida del espíritu (Cfr. ASP, 14: ignorancia y carencia de educación son el fundamento del vicio).

La risa de la mujer sobrepasa la reacción animal a las pasiones como la risa sobrepasa con mucho el episodio de hilaridad ante el absurdo casual: puede convertirse en símbolo de poder racional. Es quizá el modo de una risa auténtica y alegre, que acomode la mofa no desdeñosa, aun si en manos críticas puede convertirse en arma subversiva para ridiculizar las costumbres. El desdén por éstas puede mostrar cuán ridículas son. “Los tiranos tendrían causa para temblar si la razón se convirtiera en la única regla del deber en cualquiera de las relaciones de la vida, pues la luz podría extenderse hasta que apareciera un día perfecto. Y cuando aparezca, cuánto sonreirían los hombres ante la vista de osgos que miraban fijamente en la noche de la ignorancia o en el crepúsculo de la tímida búsqueda” (Wollstonecraft 2008, 159).

*  Agradecemos a Mauricio Lecón estas referencias.

Referencias

L. Amir, 2014, “Taking the Philosophy on Humor and Laughter Seriously”, Israeli Journal for Humor Research 5, 43-87.

M. Astell, 1730, Some Reflections upon Marriage, 4th edition, London.

–– 1697, A Serious Proposal to the Ladies, for the Advancement of their True and Greatest Interest, London.

E. Azim, D. Mobbs, B. Jo, V. Menon, A. L. Reiss, 2005, “Sex differences in brain activation elicited by humor”, Proceedings of the National Academy of Sciences 102, 16, 496-501.

R. A. Barr, 2013, “Pathological Laughter and the Response to Ridicule: Samuel Richardson, Jane Collier and Sarah Fielding”. XVII-XVIII, Revue de la Société d’études anglo-américaines des XVIIe et XVIIIe siècles 70, 223-244

A. Bilger, 1998, Laughing Feminism. Subversive Comedy in Frances Burney, Maria Edgeworth, and Jane Austen, Detroit: Wayne State University Press.

Bourdieu, 2001, Masculine Domination, Cambridge: Polity Press.

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