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El humor y la risa
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Miscelánea

Los embajadores de lo absoluto

Fosco Maraini

Miscelánea
Poco conocida en México, la obra de Fosco Maraini (Florencia 1912-2004) es una de las más interesantes en cuanto a su intento por aproximar a Oriente y Occidente. El presente texto, tomado de Ore giapponessi (Horas japonesas) (1957) nos aproxima a la importancia espiritual de tres personajes que representan para ambos mundos un puente entre lo visible y lo invisible. De la abundante obra fotográfica y antropológica de Maraini mencionamos, además del libro citado, Dren Giong. Appunti di un viaggio nell’Imàlaia, Gli ultimi pagani. Appunti de viaggio di un etnolgo poeta y L’isola delle pescatrici.  

Traducción de Ernesto Hernández Bustos


Hay tres hombres en el mundo que se encuentran en una situación completamente extraordinaria, que representan para pueblos enteros el puente milagroso entre lo visible y lo invisible, la unión mística entre los impulsos más profundos de nuestro corazón y el brillo intermitente de las estrellas en la noche; tres hombres en los cuales convergen y se concilian el misterio y la verdad, lo tangible y aquello que está más allá de la materia; tres vértices en los que brillan repentinamente el significado de la vida y de las cosas, la razón del dolor, el sentido del pasado más remoto y del futuro último, de la juventud y de la muerte, del bien y del mal, de lo sagrado, de lo justo, de la nobleza moral, del honor, de todo aquello que confiere estilo y belleza a la existencia terrenal; tres focos en los cuales el cielo desciende a la tierra y la tierra se abisma en los cielos; tres embajadores de lo absoluto en el reino de lo contingente y lo relativo, tres piedras fundacionales en las que el exocosmos y el endocosmos cierran el arco del todo; tres hombres, en fin, bajo cuya guía nuestra necesidad universal, eterna y apremiante, de poseer la solución del enigma que el mundo nos plantea, culmina, en la cresta de una gigantesca ola de generaciones, de multitudes de vivos y muertos, entre sueños y gritos de profetas y místicos, con las meditaciones y los silogismos de teólogos y filósofos, junto con las sagradas alegrías de artistas y poetas, convertidas en institución, sociedad, dinastía, ley positiva, título, ceremonia, rito, culto, liturgia, código, edificio, ministerio, prioridades, oficina, biblioteca, tribunal, noticiero, elenco, archivo, uniforme, saludo, tocado, gesto, botón, las cosas más grandes y las insignificantes de un orden al mismo tiempo secular y cotidiano. Ellos son: el papa (el “Santo Padre”) en Roma, el Dalai Lama (el “Maestro Océano”) en Lhasa, y el Tenno (“Rey Celestial”) en Tokio.

El papa está en relación con lo absoluto por representación y vicariato; el Dalai Lama por encarnación y presencia corpórea; el Tenno por descendencia y virtud consanguínea.

En el primer caso, lo absoluto lleva por nombre Cristo (“el Ungido”, sobreentendido del Señor); en el segundo es el Bodhisattva Avalokitesvara (el “Lleno de Luz que mira hacia abajo”, es decir, el Iluminado Benévolo); en el último se llama Amaterasu-Omikani (la “Gran Diosa en el Cielo Resplandeciente”, el Sol). Se trata, por lo tanto, de tres parentelas especiales y circunstanciales con el alma del mundo. Tres gloriosas voces en las cuales se expresa, con la inefable fascinación de la persona humana, las visiones del misterioso, terrible y divino absoluto, generador de la entera civilización. Son tres ejes, tres pernos, tres joyas en torno a las cuales rueda la relojería del universo. El papa salvaguarda el drama cósmico occidental: creación, caída, redención, juicio; Adán, María, Cristo, la Crucifixión, la Gloria, el mundo como culpa, castigo, pena, pero también como amor y esperanza. El Dalai encarna la visión metafísica de Asia, la catedral de la jungla de columnas y transectos que ha ido creciendo durante milenios en torno a las intuiciones originarias sobre la verdad del dolor y sobre la pluralidad de las vidas a través de las cuales se despliega el destino humano, cuyo fin, después del durísimo duelo que tiene lugar en el corazón entre la fascinación del samsara y el sueño de su dominio, es la Iluminación, la reunión escatológica con lo Uno. El Tenno en fin, testimonia con su presencia un cosmos más simple, poblado de mitos poéticos, pero atravesado por un hilo de oro que lo redime: el de la Alegre Gratitud por los dones dados mediante los kami (espíritus), a pesar de todo lo que hay de feo, triste, negro e impuro en la vida.

Hasta ahora ha habido 262 papas, 14 Dalai Lama y 124 Tenno. La sucesión de los papas lleva casi dos mil años de una historia vinculada con cada acontecimiento de Occidente y a veces del mundo (Alejandro VI, división de las esferas de influencia portuguesa y española; Gregorio XIII, la reforma del calendario). Los segundos, los Dalai Lama, pueden llamarse en cambio recién llegados, puesto que sus orígenes se remontan a las reformas de Tsong-kapa (1357-1419). Su título, una mezcla de mongol (Dalai, «océano», entendido como «sabiduría») y tibetano (Lama, «Maestro»), indica los límites geográficos de cierta esfera de influencia, aunque también en China hayan tenido numerosos seguidores durante largos periodos. Por último, el primer Tenno japonés, según una leyenda, habría subido al trono el 11 de febrero de 660 antes de Cristo; en realidad, los historiadores no poseen fechas seguras antes del siglo V después de Cristo, y el origen de la dinastía nipona se pierde en los mitos o en acontecimientos que probablemente tuvieron lugar en épocas un poco posteriores a la era vulgar.

A lo largo de los siglos y los milenios, las tres dinastías de embajadores metafísicos han sido intensamente humanas. Aunque encarnan ideales altísimos, una filosofía de la vida y del mundo, han estado también representados por hombres íntimamente ligados a los acontecimientos que atormentaban a sus épocas y sus prójimos. De la misma manera que ha habido papas y antipapas en 33 ocasiones, también ha habido dinastías del Norte y dinastías del Sur entre los emperadores japoneses (siglo XIV); en cuanto al Dalai Lama, en los siglos XVIII y XIX pocas veces consiguieron llegar a la mayoría de edad: morían misteriosamente cuando el Regente tenía que depositar en sus jóvenes manos el poder efectivo.

No me detengo en las personalidades de los papas que son muchas —las de los primeros siglos (treinta y dos mártires), las terribles del Medioevo, las de desde los príncipes del Renacimiento y las de los severos reformadores de los siglos XVII y XVIII—, y me concentro en las de los otros dos representantes de lo absoluto.

En la brevísima serie de los Dalai Lama, al menos tres figuras pertenecen a la historia: el Gran Quinto (Nga Chempo, como dicen con orgullo todavía hoy los tibetanos) constituyó la teocracia lamaísta tal y como ha llegado hasta nosotros; el penúltimo, consiguió salvaguardar la independencia del Tibet en el difícil equilibrio entre Rusia y Gran Bretaña, y finalmente el sexto (Tsang-jan Gyatso, 1683-1706), poeta apasionado y prisionero de una gloria no codiciada: mártir de la belleza, los suyos lo mataron diciendo que se equivocaron al seleccionarlo  porque no encontraron en él la verdadera encarnación de Chen-rezi, el Buda de la compasión.

Entre los Tenno, ¡cuántos sucesos coloridos se pueden vislumbrar bajo la rígida laca de la hagiografía tradicional! Desde aquellos míticos, como Jimmu, que hablan con los árboles, con las rocas, con pájaros brillantes salidos de entre las nubes, hasta aquellos de carne y hueso como Hirohito, el tímido biólogo que prefirió el microscopio, las vitrinas y la bata blanca del científico a las ceremonias y los altos uniformes, y que, después de abandonar sus amados estudios intervino con mano firmísima para desafiar a los militaristas enloquecidos, en agosto de 1945, e imponer las propuestas de paz para evitar que se derramara más sangre de sus súbditos. Ha habido Tenno sepultados por conjuras de palacio en exquisitos jardines, condenados a sobresalir por la fineza de su caligrafía o en los frívolos y melancólicos juegos cortesanos; ha habido Tenno exiliados en los rigores y las soledades de la isla de Oki; ha habido Tenno que en vano trataron de rebelarse contra el asedio de los regentes, de los mariscales de palacio, de los ministros; y otros, en fin, que han ligado su nombre a las máximas glorias del pueblo, como Meiji (1852-1912), bajo cuya guía Japón pasó de ser un periférico potentado asiático, agrícola y feudal, a una potencia naval, tal vez no menos feudal, pero apoyada por una economía de grandes industrias e intensos comercios.

En esa profunda humanidad de sucesos —a menudo olvidada por aquellos que viven exclusivamente en la órbita de uno de los tres mundos— está la verdadera fascinación de estas embajadas del infinito. Y en ningún momento, en ningún momento florecen mejor con su esplendor metafísico, legal, coreográfico que cuando son tocadas por la más terrenal de las realidades: la muerte.

La sucesión de los papas se lleva a cabo mediante elecciones, la del Dalai Lama por epifanía, la de los Tenno por descendencia. Cada uno de estos acontecimientos recoge en un solo lugar a gran multitud de personas eminentes, suspende durante cierto periodo la vida de naciones y gobiernos, interesa a multitudes ilimitadas de hombres, mujeres y niños, y viene acompañada de ritos, ceremonias, funciones en las que se manifiestan de manera simbólica y a menudo admirable las creencias fundamentales sobre la realidad del universo, junto con las curiosas, arcaicas, irracionales y circunstanciales comas de la tradición. Dada su antigüedad, es difícil hablar de manera absoluta sobre tales acontecimientos: a lo largo de los siglos han presentado aspectos muy diversos. Hoy todos ellos constituyen algo así como el jugo final y exquisito de una evolución secular.

El cónclave (cum clavis, lugar cerrado con llave) tiene su origen en la elección de Onofrio III, acaecida en Perugia en el 1216, luego de que los ciudadanos, desesperados por lo prolongado de sus indecisiones los encerraron en un palacio. Pocos años más tarde, cuando murió Clemente IV, hubo nueva e interminable elección en Viterbo. Después de 17 meses, los ciudadanos, por consejo de San Buenaventura, encerraron con llave en el palacio papal a los cardenales, acción que no pareció apresarlos en lo más mínimo, hasta el punto que el capitán Rainieri Gatti debió decidirse a quitar el techo de la sala: sólo las nubes y las estrellas trajeron juicio a los príncipes de la Iglesia y así eligieron a Gregorio X (1271). Haría falta un volumen entero para rastrear cada fase, cada aspecto, cada momento de la simbología terrestre y terrenal de un cónclave. En él se daría cuenta de lo que realizan los cardenales encerrados en el Vaticano entre paredes provisionales, separados del mundo por medio de una única puerta, cuyas llaves las guarda un alto dignatario heredero de la familia de los príncipes Chigi, y se recordarían las fumate blancas y negras que anuncian el resultado de la elección, las ceremonias portentosas de la primera y segunda adoratio, el beso del pie, el cambio del nombre, la bendición urbi et orbi, las campanas que repican inundando toda la cristiandad...

De este conjunto de acontecimientos nace esa figura realmente única en la historia del mundo entero que es un papa. Teóricamente la consagración sacerdotal para ser elegido no importa; basta con no ser “mujer, infiel, herético o cismático”. Una vez realizada la elección, el cardenal decano debe pedir en nombre del Sacro Colegio el consentimiento del nuevo pontífice: el instante en el que este acepta recibir de Dios la plenitud de una autoridad sin límites. No sólo el papa ejerce desde entonces jurisdicción inmediata sobre toda la cristiandad, pastores y rebaños, en cualquier materia de fe y de costumbres, sino que se convierte en jefe de una sociedad religiosa monárquica independiente, de origen sobrenatural y por lo tanto perfecta, única de hecho y de derecho.

Como juez supremo, no conoce los límites del derecho eclesiástico ni puede estar sujeto a ningún tribunal ni al juicio de nadie. Disfruta de la primacía honoraria, por lo que cualquier otra dignidad terrenal está por debajo de él. Tiene innumerables prerrogativas: puede absolver de todos los pecados, puede canonizar a los santos y, en ciertas ocasiones, cuando habla ex cathedra, se le reconoce el carisma de la infalibilidad.

El procedimiento con el que se elige al nuevo papa es único e inconfundible. Igualmente es único e inconfundible el procedimiento con el que se elige a un nuevo Dalai Lama tras la muerte de su predecesor. Aquí no hay elecciones ni sucesiones, sino la búsqueda de una nueva epifanía de la única y eterna realidad espiritual: el Bodhisattava Avalokitesvara. En teoría, no ha habido catorce Dalai Lama, sino sólo catorce cuerpos en los que el Iluminado Benévolo se ha dignado a aparecer entre los hombres, en la tierra. La realidad física de la persona es sólo un traje que se usa poco tiempo y se desecha cuando ya no sirve.

Como en el caso del cónclave, también la designación del nuevo Dalai Lama se acompaña de ceremonias y ritos que se remontan a mucho tiempo atrás. Se realiza en presencia de altos dignatarios rodeados por un aura de portento y de arcana necesidad. Al inicio, los máximos dignatarios de la iglesia lamaísta se reúnen en el consistorio y empiezan por interrogar al Oráculo del Estado que reside en el monasterio de Nechung, a pocos kilómetros de Lhasa. La respuesta por lo general es oscura y se presta a muchas interpretaciones: por eso las averiguaciones deben continuar por otras vías, que cambian cada vez. A menudo se presentan oráculos independientes, magos o chamanes con sus visiones; o bien un altísimo dignatario, junto con varios doctores en teología, se dedica a interrogar al lago Chö-kor-gye, en el que se leen los acontecimientos futuros.

Un día, cuando las señales que se han multiplicado, convergen en un niño que nació dentro de los dos años cercanos a la muerte de Dalai Lama, puede decirse que se descubrió la nueva morada carnal del Bodhisattva Chen-re-zi. A veces sucede que los niños indicados son varios. Es necesario entonces pasar por una serie de extraños exámenes que sirven para adivinar la transmigrada identidad: el cuerpo del candidato debe mostrar ciertos signos. Una vez descubiertos se le presentan al pequeño algunos objetos que pertenecieron al predecesor, junto con habilísimas imitaciones. Si los objetos justos son seleccionados, los grandes dignatarios se prosternan y rinden honores divinos a la nueva epifanía.

En este extraordinario acontecimiento se unen la conmovedora presencia de un niño, llevado por extraños signos a la gloria de una vida de cenobita dorado, con una visión metafísica osadísima que tiene que ver con los conceptos de samsara (el vórtice de las ilusiones), prajna (sabiduría mística, gnosis) y bodhisattva (aquel que ha alcanzado la iluminación suprema, pero que renuncia a entrar en el nirvana para continuar la obra de redención entre los hombres), y la doctrina de la pluralidad de las vidas.

Mientras que en el caso del papa el poder espiritual prevalece casi siempre sobre el temporal y en el del Dalai Lama los dos poderes permanecen contiguos durante largos periodos, en el del Tenno es del orden de lo temporal, incluso cuando en muchas ocasiones oficie como gran sacerdote. Por ello, el mecanismo de su sucesión se parece al de los reyes, príncipes o rajás de la historia.

El acontecimiento en el que aparece de manera sobresaliente su carácter religioso es cuando se le inviste de poder. Las ceremonias suelen ser largas. La última (1928) duró casi un año. Inician en enero, en Tokio, ante los sagrarios del palacio imperial, el Kashiko Dokoro (el “Lugar Santo”). Allí se anuncian solemnemente a los númenes la fecha de los dos máximos eventos, es decir, la legitimación propiamente dicha del Tenno, que tendrá lugar a fin de año, y la arcaica, poética ceremonia del Daijô-sai (la “Fiesta de la Gran Probada”) en la que el emperador solemniza y festeja por primera vez la nueva cosecha de arroz de su nuevo reino. Después de los primeros ritos, comienzan de inmediato los viajes de los mensajeros imperiales a Kioto, Ise, las tumbas del primer emperador Jimmu y de los últimos cuatro predecesores del soberano actual.

Mientras tanto, a partir de febrero hay un gran quehacer en palacio para elegir los Campos Consagrados donde se cultivará el arroz que se servirá en la Fiesta de la gran Probada. Aquí se recurre a una antigua forma de adivinación de origen chino, llamada Kiboku no ho en la que se leen las respuestas de los arañazos producidos con el calor sobre el carapacho de una tortuga. La elección tiene lugar sólo en una restringida zona de las cercanías de Kioto, entre los campos que se encuentran en el Yuki y el Suki, respectivamente sudeste y noroeste de la antigua capital. Durante los meses que dura la elección de los campos, suceden expiaciones, purificaciones y el embellecimiento de todos los lugares donde se celebrarán las grandes reuniones.

Al llegar noviembre, los soberanos y su séquito parten del palacio de Tokio en ferrocarril hasta Nagoya, pasan allí la noche y prosiguen hacia Kioto y el palacio donde estuvo la corte durante miles de años. A lo largo del recorrido “el cortesano imperial presume el esplendor y la pompa de una procesión de estado de la máxima grandeza, avanzando, con el imponente aparato que se adapta a una ocasión en la que el soberano se mueve, acompañado de los tesoros imperiales, para cumplir ceremonias que sobrepasan en dignidad e importancia a todas las otras de su reino”.

Luego de dos días de purificación, llega el momento propicio para las ceremonias que rodean el rito esencial de la Gran Probada. El arroz es el más sagrado de todos los alimentos. La propia Amaterasu le dio varias espigas a su nieto Ninigi cuando este descendió a la tierra, diciéndole: “Que mis descendientes vivan del mismo arroz que crece en los campos divinos de Takama-ga-hara (las llanuras del alto Cielo)”. Los ritos esenciales se desarrollan al alba, acompañados de antiquísimas músicas (Kozu no kofu); luego se repiten con la puesta de sol.

El final de estas faustas jornadas se celebra con banquetes (a uno de ellos se invita a los representantes de las misiones diplomáticas) en los que el arroz nuevo, el nuevo sake, los frutos del campo y del mar se ofrecen a los participantes, mientras los jóvenes nobles bailan el Kume mai, las nobles muchachas el Fûzoku mai, el Gosechi no mai, y los músicos de la corte tocan el bugaku, música que algunos orientalistas consideran similar a la antigua música griega. Como recuerdo, a cada invitado se le regala un kazashi, una flor augural de plata.

Sólo falta la visita a Ise, el santuario de la Diosa Solar, para informarla directamente de la coronación que ha tenido lugar. Del cielo se desciende de nuevo a la tierra, de la tierra se sube al tren y el gran cortejo regresa a Tokio. El nuevo reino tuvo su inicio sacramental.

Tomado de Fosco Maraini, Ore giapponesi, Corbaccio, Milán, 2000, pp. 169-174. Traducción de Ernesto Hernández Busto.

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