El pasado 21 de enero de 2024 se conmemoró el centenario de la muerte de Lenin. La Rusia de Putin no hizo ningún festejo. Pese a ello, Lenin, cuyo cuerpo momificado se encuentra en un mausoleo en la Plaza Roja de Moscú, continúa redivivo no sólo en el corazón de la Rusia de Putin, sino en formas nuevas e inusitadas. Rodrgo Noir, economista y parte del Consejo Editorial de Conspiratio, nos presenta un balance de su monstruosa presencia a 100 años de su muerte.
El 21 de enero de 1924 murió Lenin (nacido Vladimir Ilich Uliánov, Simbirsk, Rusia 1870) a consecuencia de una salud resquebrajada (un atentado en 1918 que le alojó dos balas en el cuerpo) así como de una serie de padecimientos entre los cuales no se descartan secuelas de la sífilis.
https://www.nytimes.com/2004/06/22/science/a-retrospective-diagnosis-says-lenin-had-syphilis.html
La historia es bien conocida. Desde 1922 estaba seriamente enfermo, lo que aprovechó Stalin para hacerse cargo tanto del partido como del acceso al líder histórico de los bolcheviques, ello en una disputa desigual con la mujer de Lenin (Nadezhda Krúpskaya) hasta el punto de hacer de ambos sus rehenes de facto. En su frágil condición, Lenin se arrepintió del ascenso de Stalin y dictó su famoso testamento político en el que lo descalificó para su sucesión. El Comité Central decidió no darlo a conocer presionado por las maquinaciones de la troika Stalin-Kámanev-Zinióviev, confabulada contra Trotsky quien, criticado también en el testamento, pero menos severamente, tenía alguna ventaja sobre Stalin.
Al momento de la muerte de Lenin, Trotsky se encontraba en un inoportuno retiro vacacional. Stalin se aseguró que no se le avisara, de modo que el fundador del ejército rojo fue una ausencia conspicua durante las exequias. Ello volvió a recordarles a sus camaradas que nunca dejó de ser un bolchevique de última hora, después de haber sido por una veintena de años un crítico abierto de la secta bolchevique a la que veía como una contradicción en los términos: una autodesignada vanguardia del proletariado cuya misión era imponer la igualdad actuando como una élite. La afrenta de la ausencia de Trotsky subrayó para los bolcheviques de larga data esa separación él/nosotros que tan caro habría de costarle. A partir del funeral, su estrella comenzó a rodar cuesta abajo desde la cumbre del olimpo revolucionario moscovita hasta Coyoacán.
La pía historiografía marxista, iniciada por Trotsky mismo, pero impulsada de manera decisiva por su biógrafo Isaac Deutcher, se encargó de posicionar en occidente esa noción de que la revolución rusa se apartó del buen camino una vez que Stalin comenzó a salirse con la suya. Sin embargo, el verdadero rostro de la revolución de octubre, según el calendario juliano (en el gregoriano sucedió en noviembre) se reveló casi de inmediato, antes incluso del inicio de la guerra civil y de las múltiples intervenciones extranjeras en Rusia entre 1918 y 1920. La creación de la policía política o Cheka al mando de todo un inquisidor con esteroides como lo fue Félix Dezerzhinsky, junto con la instrucción de que se reclutaran en sus filas a criminales convictos y exconvictos ya era una directriz dada por Lenin desde diciembre de 1917, a tan solo un mes de haberse consumado el golpe bolchevique contra el gobierno provisional y las estructuras democráticas que penosamente se venían construyendo a raíz de la revolución de febrero que depuso al Zar Nicolás II. Esto último, hay que subrayarlo, sin la intervención de los bolcheviques, pues el acontecimiento les tomó totalmente por sorpresa. Pese que a hombres de la talla de Dostoyevski, Tolstoi o Chéjov la figura del revolucionario les repelía, no cabe duda de que la idea de revolución se había apoderado de la imaginación del grueso de la intelligentsia rusa (Chéjov no tenía empacho en calificarla de histérica).
Sucedáneo secular de la parusía y expiación en simultáneo de un profundo sentido de culpa que acompañaba a las clases educadas de la Rusia zarista, la idea revolucionaria, sin que nadie adivinara cómo, se concretó súbitamente en febrero de 1917 y sobre esa marea cabalgaron los bolcheviques en los meses subsiguientes para inocular su virus de odio a una sociedad sin anticuerpos frente a la nueva infección del alma y de la vida que representaban y que venían incubando por años desde el exilio. Una vez que se hicieron del poder, aquello brotó rebosante sin frenos ni contrapesos. Lo que siguió fue la tragedia que los más lúcidos advirtieron sucedería, una tragedia ahora inocultable por todo lo que entonces se rumoraba y hoy se sabe de cierto, una vez que los historiadores han tenido acceso a los archivos celosamente guardados por la Unión Soviética sobre los primeros años de los bolcheviques en el poder.
La tortura, la institución de los campos de trabajo forzado no fueron una aportación de Stalin. Bajo Lenin eran prácticas que desde el inicio se fomentaron y multiplicaron año tras año. Si bien ya eran bien conocidos los actos represivos de los bolcheviques contra otras fracciones revolucionarias —así como contra los marinos de Kronstadt de quienes tanto se sirvieron para su famosa toma del Palacio de Invierno— menos conocida fue la brutal represión a los movimientos campesinos en el sur de Ucrania liderados por Néstor Mahno (Majnó), el equivalente del mexicano Emiliano Zapata. La rebelión nada tenía que ver con los Kulaks o pequeños propietarios agrícolas que para ese entonces colgaban de los árboles por toda Rusia central como gozosamente le comunicó Lenin a un horrorizado Bertrand Russell en 1921. Los bolcheviques simplemente optaron por gasear —probablemente con gas mostaza— a los campesinos y a sus familias de la provincia de Tambov que se habían refugiado en las zonas boscosas cometiendo con ello genocidio y ecocidio a la vez. Cabe subrayar que cuando esto aconteció ya había concluido la guerra civil de modo que la sobrevivencia de los bolcheviques estaba asegurada.
Fueron los bolcheviques los que por primera vez acuñaron de manera oficial el término “no persona” para calificar a capas enteras de la población; una de sus primeras consecuencias prácticas fue la distribución o no distribución de las cartillas de racionamiento; la última, el exterminio. Salvo las purgas internas, prácticamente no hay nada que Stalin o Hitler hayan implementado contra la población civil que los bolcheviques en la era de Lenin no hubieran ensayado antes. Stalin y Hitler sólo perfeccionaron sus métodos y los sistematizaron. Sin embargo, para que los bolcheviques llegaran a donde llegaron, necesitaron de otro acontecimiento pionero en romper con inhibiciones y traspasar umbrales psicológicos.
Para Lenin, la guerra civil fue el siguiente paso después de su triunfo golpista. Su lectura de los comentarios de Karl Marx sobre la derrota de la comuna de París, lo llevaron a concluir que una revolución incapaz de utilizar todos los recursos del poder conquistado para librar una guerra civil implacable contra sus enemigos zozobraría tarde o temprano. Fue entonces que los demonios se desataron. Sólo hasta 2022, con Russia: Revolution and Civil War 1917-1921 de Antony Beevor, hemos podido tener un minucioso relato del descenso a la barbarie a la que se precipitó Rusia con actos de salvajismo indecibles tanto por parte de los bolcheviques como de los ejércitos blancos que los combatían. Aquello parece sólo comparable con las invasiones mongólicas del siglo XIII. Lo que se narra en el libro de Beevor deja al lector agobiado como pocos textos historiográficos. Si se quiere perder la poca fe que queda en la especie humana, el mencionado libro es el indicado.
Nada más falso, más auto exculpatorio, que hablar de una revolución de octubre traicionada en los términos de Trotsky que careció de la integridad para reconocer que él y Lenin fueron los arquitectos de una tragedia que terminó siendo la suya. Al igual que Marx y Engels, que no sabían de lo que hablaban, Trotsky —quien debió saber mucho más— siempre pensó en el carácter meramente instrumental de la violencia. Lo que no captó fue su profundo poder corruptor en todos los que la adoptan como método predilecto, incluyéndolo a él. Bajo cualquier parámetro, Lenin y Trotsky reúnen todos los cargos para que hoy en día un tribunal de La Haya los juzgara por crímenes de lesa humanidad.
De todos modos, sigue siendo un tema de controversia y especulación historiográfica si Stalin fue una consecuencia inevitable para que los bolcheviques llegaran al poder y lo conservaran. La historia es un dominio en el que se entreveran las tendencias políticas y las contingentes, al grado de dificultar la prevalencia de uno de esos factores. Pensar en los eventos históricos como silogismos en donde las consecuencias se deducen de premisas es ya una presunción rayana en la estupidez. Pese a ello, hay cosas que Stalin captó de Lenin como ningún otro bolchevique:
1. El poder es todo, absolutamente todo, algo que jamás se puede tener fuera de foco;
2. Son débiles y despreciables los hombres que no saben lo que quieren, que titubean o se distraen de los objetivos que la historia pone frente a ellos;
3. Los seres humanos son sólo instrumentos en la persecución de objetivos grandiosos, en su momento todos, sin excepción, son desechables;
4. Los valores humanos, la ética, la moral son meros obstáculos en el camino de la acción enfocada, falsas ideaciones hipócritas. El triunfo histórico es lo único que determina qué es lo correcto y qué no lo es;
5. Nada ni nadie debe detenerte una vez identificada una meta o un objetivo, sea táctico o estratégico;
6. Hay que saber sorprender a propios y extraños con giros inesperados, todos deben quedar a la zaga de la iniciativa del líder, jamás anticipársele.
Stalin aprendió esas lecciones haciendo el trabajo sucio y clandestino en el Cáucaso, antes de la revolución rusa, mientras la dirigencia bolchevique se la pasaba en el exilio en las mejores ciudades de Europa Occidental. Robaba bancos, organizaba bandas de extorsionadores y secuestradores para financiar al partido, lo que significaba entre otras cosas sostener a esos exiliados. Los exiliados arribarían en 1917 para impartirles órdenes a los bolcheviques de bajo perfil que permanecieron en territorio ruso corriendo todos los riesgos. Ya llegaría el momento de cobrarles la factura una vez que Lenin no estuviera de por medio. La descarnada visión que Stalin tenía sobre situaciones y personas le permitió sintonizar muy bien el mensaje leninista tanto explícito como implícito. Tal vez Stalin no fue una necesidad histórica, pero sí el caso de un alumno que superó al maestro.
A otros marxistas no bolcheviques como Yuli Mártov, que trataron a Lenin en sus años de exilio, les escandalizaba su cinismo sin inhibiciones. Lenin importó al marxismo la cultura del revolucionario nihilista ruso retratado por Dostoyevski en Los Demonios y por Joseph Conrad en Bajo la Mirada de Occidente. Un odio concentrado (al zarismo, a la burguesía, a los reformistas y a los socialdemócratas) y no un supuesto amor al pueblo fue su resorte vital. Al parecer, la expresión “típico idiota ruso” era frecuente en él. Hijo de un padre perteneciente a la baja nobleza rusa y fruto de diversas sangres —sueca, alemana, tártara mongola y judía— lo hacían poco proclive a identificarse con el atrasado pueblo eslavo tan propenso al misticismo.
Al igual que Marx que nunca tuvo un empleo fijo, la clase trabajadora y la vida laboral eran, en el marco conceptual revolucionario de Lenin, una abstracción montada sobre otras igualmente abstractas. Pero a diferencia de sus rivales dentro del movimiento marxista como Mártov o Karl Kautsky, cuya aproximación al marxismo era puramente intelectual, Lenin supo sacar conclusiones de la experiencia y los acontecimientos. Lo que le sucedió a su hermano mayor que incursionó ingenua y fatalmente en el terrorismo fue una de ellas. La conclusión fue que la violencia revolucionaria y el poder no deben disociarse sino ir de la mano. Algo que lo hizo efectivo y letal es que sabía abandonar las abstracciones si la coyuntura lo demandaba y ser pragmático sin perder de vista la meta fijada. De ello Stalin tomó nota. El cinismo idiosincrático de Lenin y las vivencias de Stalin embonaban perfectamente.
Se ha especulado también sobre si el leninismo fue una maldición inmerecida que cayó sobre el marxismo. No lo creo. La fascinación que ejerció la figura de Karl Marx en la Europa de finales del siglo XIX y principios del XX fue muy fuerte. Marx pudo haber sido un descarriado rabí hegeliano, observador agudo de los asuntos del mundo, pero su doctrina, mezcla de retórica de barricada, profetismo mesiánico hebreo (el proletariado como el nuevo pueblo elegido), más el pedante aparato de la escolástica alemana, terminó por ser una combinación poderosa. Por primera vez en la era moderna la acción política urgente quedó cimentada en una visión total del mundo y su devenir. El marxismo le proporcionó no sólo a Lenin, sino a los intelectuales y a las clases educadas de fin de siècle una conexión única de lo mundano con el drama de la historia que era imposible ignorar. La Europa empática y sensible al humanismo la interpretó generosamente.
Personajes de la calidad de Jean Jaurès en Francia, de Adler en Austria o de Bernstein en Alemania aterrizaron el marxismo al nivel del quehacer político de la época. Un marxismo ciudadanizado parecía ser la agenda del día, pero en paralelo con la fascinación por la violencia cuando se está del lado correcto de la historia. El marxismo conlleva el atractivo de que, en nombre de la emancipación de la clase trabajadora, empodera a quienes han captado su vasto aparato teórico y aprenden a decodificar el tramado societal como puras relaciones de dominación. Para quienes no se hallan en el mundo ni gustan de sus caminos —intelectuales y semi intelectuales aventureros, sin lealtades hacia nada ni nadie— el marxismo es música para los oídos. Lo fue también para Lenin cuyo dominio del marxismo le permitió asumir una posición privilegiada e innegociable en la acción política. Lenin olfateó su potencial despótico y lo heredó a quienes podían utilizarlo.
Con el marxismo-leninismo la más espectacular de todas las filosofías políticas decimonónicas se tornó asesina. Stalin se encargó de desarrollarla como arma de destrucción masiva. La mutación marxismo-leninismo dominó el siglo XX. Se convirtió un imán de maníacos megalómanos como Mao, Ceausescu, Honecker, Castro, Enver Hoxha, Pol Pot o la dinastía Kim que prosperaron y operaron en contextos culturales inherentemente débiles o fatalmente debilitados.
¿Cómo una secta cruel pudo imponerse sobre naciones enormes una, otra y otra vez? Muchos son los factores. Por un lado, la catástrofe de la primera guerra mundial que destruyó la aportación civilizatoria de las socialdemocracias europeas y una crisis de autoridad que se extendió como una mancha de tinta por toda Rusia tras la abdicación de Nicolás II en un contexto de derrota inminente. Por otro lado, el largo caos en China. desde la proclamación de la república en 1911 seguida de la despiadada ocupación japonesa; la segunda guerra mundial en Europa del este; los bombardeos estadounidenses en Laos y Camboya de 1971 a 1972. Con la excepción de Cuba, donde el marxismo-leninismo consumió su mayor engaño dentro del caballo de troya de una revolución nacionalista y romántica, en el resto de los escenarios la lógica bolchevique se impuso en sociedades que de suyo ya se encontraban profundamente traumatizadas y desorientadas. Hay, sin embargo, que reconocer que los bolcheviques/comunistas dieron rumbo a esas sociedades. Visto de manera fría, Lenin y Stalin forman parte de la tradición rusa de los déspotas modernizadores que movilizaron a sociedades enteras a la manera de Pedro el Grande. Es innegable que las mujeres, por ejemplo, encontraron en la Unión Soviética espacios para la educación y el trabajo, y que los años veinte fueron fecundos en imaginación y creatividad en distintos ámbitos de la cultura, la ingeniería y las ciencias. Es innegable también que, en los años treinta, cuando el estalinismo estaba en su plenitud, ciudades bullentes de frenética actividad ofrecieron una nueva perspectiva y horizontes a las otrora masas rurales, como lo consigna Karl Shlögel en Moscú en 1937, Terror y Utopía.
Lenin creó un estado teratológico que, sin embargo, permitió a Rusia sortear la mayor prueba de sobrevivencia de la historia durante la segunda guerra mundial. Su figura era tan poderosa que, cuando la Unión Soviética ya había colapsado y el Partido Comunista estaba proscrito, Boris Yeltsin no se atrevió a desalojar el cuerpo momificado del Kremlin. Por más que se rehabilitó la memoria del Zar asesinado con su familia por los bolcheviques en julio de 1918, Yeltsin, al igual que todos los rusos, sabía que, con el legado de Lenin y el triunfo en la segunda guerra mundial, la enorme nación que fue la Unión Soviética alcanzó al siglo XX.
Putin también ha explotado esa saga para sus fines propios y por lo mismo no puede ni quiere disociar la idea de que despotismo moderno y sobrevivencia van de la mano en Rusia. Tampoco quiere disociar el poder del profundo temor que infunde en la población. Por momentos pareciera que el liberalismo occidental y su panoplia de derechos olvida el principio básico de que un poder no temido deja de ser respetado, es decir deja de ser poder, algo que los rusos tienen más que claro.
En el siglo XXI el marxismo y el leninismo tomaron caminos distintos. En Occidente, el primero mutó en posmarxismo. Tanto en la arena pública como en las redes sociales y el mundo académico, los intelectuales inconformes aspiran menos al poder político y a transformar las relaciones económicas que a detonar guerras culturales monitoreando el lenguaje, creando neolenguajes, arrogándose la definición de lo qué es una víctima y de lo que amerita o no compasión y empatía. Ello en paralelo a una agenda nihilista que rompe y denuncia todo porque para ellos la opresión y el conflicto irreductible son las únicas realidades que reconocen en el paisaje social.
Por su parte, el leninismo ha sobrevivido en regímenes de un despotismo bizarro como el de la dinastía Kim en Corea del Norte o, pese a su debacle económica, de manera resiliente en Cuba. Pero el experimento que merece ser calificado de exitoso es el de China, donde el leninismo abandonó al marxismo para fusionarse con la tradición confuciana y crear un mandarinato renovado que impide al demos inmiscuirse en el rumbo del país, dejándole únicamente como esfera de acción la economía. Frente a la crisis contemporánea de las democracias occidentales que se creían triunfantes tras el colapso de la Unión Soviética, China aparece como contraparte. Paradójicamente el partido comunista chino, mediante la construcción de una meritocracia que no requiere de la legitimidad transitoria de las urnas, ha blindado al Estado del asalto de las masas, de sus vaivenes y de los caprichos de los demagogos. Todo de lo que advertía Sócrates —según Platón— sobre la democracia ateniense y otro tanto Tocqueville de la democracia moderna.
Cual vieja película granular en blanco y negro, la siniestra momia de Lenin se levanta y quizás hasta ría en sus adentros después de 100 años.