En el presente número de Conspiratio continuamos con el cuarto capítulo de las llamadas Controversias Blatchford, la polémica de 1904 entre Robert Blatchford y Gilbert K. Chesterton alrededor del cristianismo y el racionalismo. La traducción es de Guillermo Núñez.
El eterno heroísmo de los arrabales
Lo he dicho antes pero no puede ser repetido muy a menudo, que el problema con el Sr. Blatchford y su escuela es que no son lo suficientemente escépticos. Para las preguntas verdaderamente osadas debemos regresar hasta los Padres cristianos. Por ejemplo, el Sr. Blatchford, me hace el honor de citarme de la siguiente forma: “El Sr. G. K. Chesterton, sobre la defensa de la cristiandad, dijo: ‘La cristiandad ha cometido crímenes ante los cuales el sol podría enfermarse en el cielo, y nadie puede refutar esta afirmación”’. Sí, dije esto, y lo digo de nuevo, pero también dije algo más. Dije que toda gran y útil institución ha cometido tales crímenes. Y nadie puede refutar tal afirmación.
¿Y por qué toda gran institución ha sido criminal? No es suficiente decir: “Los cristianos persiguieron; abajo con la cristiandad”, así como no es suficiente decir: “Un confuciano me robó el cepillo; abajo con el confucianismo”. Lo que queremos saber es si la razón por la que el confuciano robó el cepillo era una razón particular de los confucianos o una razón común a todos los hombres.
Es obvio que la razón cristiana para torturar era una razón que otros hombres han albergado; se debió al simple hecho de que sostuvo firmemente sus puntos de vista y que intentó hacerlos prevalecer de la manera menos escrupulosa. Cualquier otro hombre podría sostener su punto de vista de manera firme y hacerlo prevalecer de la manera menos escrupulosa. Y cuando vemos los hechos, descubrimos, como he dicho, que millones de otros hombres lo han hecho desde el principio del mundo.
El Sr. Blatchford citó como única excepción al budismo, que nunca persiguió a nadie políticamente. Esta es, si es que la hubo, la excepción que prueba la regla. Pues el budismo nunca ha perseguido, simplemente porque nunca ha sido de manera alguna político, porque siempre ha despreciado la felicidad material y la civilización material. Es decir, el budismo nunca tuvo una Inquisición exactamente por la misma razón que nunca ha tenido una imprenta o una Reforma o un periódico Clarion.
Pero si el Sr. Blatchford realmente piensa que el pasado sangriento de una institución la condena, si realmente quiere que una institución se condene, una institución que es mucho más vieja, mucho más grande y sangrienta que la cristiandad, fácilmente me permitiré ayudarle.
La institución conocida como el gobierno del Estado posee un pasado mucho más vergonzoso que un barco pirata. Cada código legal en la tierra ha estado lleno de ferocidad y de errores desgarradores. La hoguera y el empalamiento no fueron inventados por cristianos; los cristianos sólo recogieron los horribles juguetes moldeados por el paganismo. La hoguera y el empalamiento fueron inventados por un amargado racionalismo más viejo que todas las religiones. La hoguera y el empalamiento fueron inventados por el Estado, la sociedad, y el ideal social —o, dicho de manera breve, por el socialismo—. Y es este Estado o gobierno, la madre de todos los látigos y tornillos de mariposa; esto es, si me lo permiten, aquello que el Sr. Blatchford y sus seguidores socialistas harían más fuerte de lo que jamás lo ha sido bajo el sol. Extraña y admirable delicadeza. Delicadeza que ya no puede tener más relaciones con la cristiandad, debido a la Masacre de San Bartolomeo, sino que más bien debe invocarse como evidencia para purificar al mundo de una cosa que le ha mostrado su alma durante la tortura de esclavos romanos y los castigos artísticos de China.
No estoy tan en desacuerdo con el Sr. Blatchford por invocar al Estado. Pero, por otro lado, no creo que lo sangriento del pasado de una cosa la descalifique como salvadora de la humanidad. Yo, por lo tanto, soy consistente al afirmar que la cristiandad no está descalificada. Pero el Sr. Blatchford no es consistente, pues apela positivamente a un pecador mayor para salvarse del menor.
Si tan sólo el Sr. Blatchford hiciera la pregunta esencial. Esta no es “¿Por qué la cristiandad es tan mala cuando dice que es tan buena?” La pregunta esencial es: “¿Por qué todas las cosas humanas son tan malas cuando dicen ser tan buenas?” ¿Por qué el esquema más noble no es garantía contra la corrupción? Si Nunquam fuera a seguir osadamente esta cuestión, a dejar atrás ilusiones y caminar solo a través de un paraje desolado, llegaría finalmente a un lugar extraño. Su peregrinación escéptica terminaría en un lugar donde la cristiandad inicia.
La cristiandad inicia con la corrupción de la Institución. Sólo que se le añade la corrupción de los liberales ingleses, los conservadores, socialistas y los magistrados del condado. Comienza con una extraña cosa que recorre la historia humana. Y se llama pecado o la caída del hombre.
Si quisiera alguna vez exponerlo todavía más, la lista del Sr. Blatchford sobre crímenes cristianos sería una compilación más que valiosa. Sin embargo, a primera vista el Sr. Blatchford ve los pecados de la cristiandad histórica levantarse ante él como una gran torre. Es una Torre de Babel que desafía a las estrellas, irguiéndose sola hacia el cielo, confrontando a Dios en el Paraíso. Permítanle que la escale durante algunos años. Cuando esté cerca de su tremenda cima, descubrirá que sólo es una de la novecientas o noventa y nueve columnas que soportan el pedestal de la antigua filosofía cristiana.
Para bien o para mal, la cristiandad posee su teoría y su remedio para los males del mundo. ¿Pero cuál es el remedio del Sr. Blatchford? Ante él también se presenta el salvajismo del frenesí y la frivolidad humana. ¿Cuál es su remedio? No estoy contando (como alguien ignorante de los hechos podrá suponer) un chiste sin sentido; estoy enunciando la sobria verdad de la situación cuando digo que el remedio del Sr. Blatchford para todas las cosas es que nadie debería ser responsable.
Tal vez nunca en la historia de la humanidad se ha encontrado una cura más impresionante a tan serio malestar. Recordemos que el Sr. Blatchford la propone como una cura. Muchos han admitido el fatalismo como una melancólica verdad metafísica. Nadie antes que él, hasta donde sé, la tomó con bombo y platillo como una mejora moral. El problema es que los hombres no viven de ideales. Mientras Marco Aurelio se rompe el corazón tratando de vivir rectamente, su propio hijo Cómodo se preocupa sólo de pantomimas sedientas de sangre. El remedio es decir que Cómodo no puede hacer nada para evitarlo. El problema es que la pureza de San Francisco no puede prevenir la corrupción del Hermano Elías. El remedio es decirle al Hermano Elías que no tiene culpa alguna y que Francisco no debe ser admirado. El problema es que el hombre a menudo escoge un placer bajo en lugar de una dura generosidad. El remedio es decirle que el placer bajo ha sido escogido para él.
Sé muy bien, por supuesto, que el Sr. Blatchford intentó hacer de esta monstruosa anarquía algo tolerable para el intelecto. Lo hizo diciendo que a pesar de que las personas no deberían ser culpadas por sus acciones, al menos deberían ser entrenadas para algo mejor. Se les debería, dijo, dar mejores condiciones de entorno y herencia, y luego serían buenas, y el problema estaría resuelto. La respuesta primaria es obvia. ¿Cómo puede uno decir que un hombre no debería ser responsable, pero debería estar bien entrenado? Pues si “debiera” estar bien entrenado, se sigue que alguien “debería” entrenarlo. Y ese hombre debe ser responsable de entrenarlo. La proposición se ha matado a sí misma en tres sentencias. El Sr. Blatchford no ha podido remover la necesidad de la responsabilidad simplemente diciendo que la humanidad, en lugar de estar dirigida por verdugos, debería estar dirigida por doctores. Pues, ante todo, y suponiendo que yo necesitara de los servicios de ambos, creo que sería atendido más pronto por verdugos irresponsables que por un irresponsable doctor.
Lo segundo a decir, por supuesto, es que el Sr. Blatchford no ofrece nada que remotamente se asemeje a un argumento para mostrar que él conoce cuáles son las condiciones que producirían hombres buenos, o si alguien más podría conocerlas. Ciertamente no querrá decir que las meras condiciones del confort físico y la cultura mental producen buenos hombres, porque manifiestamente no lo hacen. El Sr. Blatchford debe poseer alguna receta secreta para las virtudes, haciendo que la gente viva en árboles, o rapándose la cabeza, o cenando algún particular tipo de tableta, pero no le ha dicho a nadie cuál es.
El hecho es bastante simple. Podrá ser verdad que condiciones perfectas producen hombres perfectos. Pero es una verdad todavía más obvia que sólo el hombre perfecto podría construir las condiciones perfectas. Si de nuestras propias vidas hacemos un desastre, ¿cómo podemos esperar que conozcamos el mejor terreno para cultivar las cosas vivientes? Si la herencia y el entorno hacen tan necesario que robemos o cometamos adulterio, ¿por qué no habrían de crearse las condiciones necesarias que condujeran hacia el robo y el adulterio? Imagino que en las Islas Británicas existen en este momento personas en todos los grados concebibles de riqueza y pobreza, desde la opulencia malsana hasta la malsana hambruna. ¿Es alguna de esas clases moralmente exquisita o manifiestamente mejor que el resto? Y donde tantos modos de educación fallan, ¿con qué derecho asume el Sr. Blatchford que su, sea lo que sea, es infalible?
Respecto a la mayor parte de la habladuría del Sr. Blatchford sobre cómo el pecado crece en entornos viles y sucios, no deseo introducir en la dilución nada de emociones personales, pero estoy obligado a decir que tengo una gran dificultad para soportar dicha habladuría con paciencia. ¿Quién habla en el mundo como si la maldad y el disparate sólo se propagaran entre los desafortunados? ¿Es el Sr. Blatchford quien cae de nuevo en la despreciable y vieja impertinencia que representa la virtud como algo propio de la clase superior, como si se tratara de una tarjeta de visita o un sombrero de seda? ¿Es acaso Nunquam quien niega el eterno heroísmo de los arrabales? Es casi increíble, pero cierto. Nunquam ha puesto como una piedra de albardilla en su templo esta asociación del vicio con la pobreza, la más vil y vieja de todas las sucias piedras que la insolencia ha lanzado contra los pobres.
El hombre que nacido de mujer tiene pocos días y todos llenos de problemas, pero es un ser más noble y feliz de lo que podría esperarse. No me dignaré a contestar siquiera cuando el Sr. Blatchford pregunta “cómo” puede un hombre nacido en la suciedad y el pecado vivir una vida noble. A dos cuadras de distancia de mi casa, en Battersea, conozco a muchos que lo están logrando, que me preocupa muy poco cómo lo hacen. El hombre siempre tiene algo dentro de sí que el entorno no puede reducir. Sí, hay una libertad que nunca ha sido encadenada. Hay una libertad que ha hecho feliz a los hombres en calabozos, así como puede hacerlos felices en los arrabales. Es la libertad de la mente, es decir, la única contra la que el Sr. Blatchford lucha. Todo lo que los tiranos no han podido erradicar, él lo extinguiría. Todo lo que un carcelero no le negaría al prisionero, Nunquam se lo negaría. Más numerosos de lo contable, en todas las guerras y persecuciones del mundo los hombres han mirado más allá de sus pequeñas y abarrotadas ventanas para decir “al menos mis pensamientos son libres”. Pero repentinamente la cara de Sr. Blatchford aparece en la ventana para decir: “No, no, tus pensamientos son el resultado inevitable de la herencia y el entorno. Tus pensamientos son tan materiales como tu calabozo. Tus pensamientos son tan mecánicos como la guillotina”. Así, de celda en celda, se pasea este extraño consolador.
Supongo que el Sr. Blatchford diría que en su utopía nadie estaría en prisión. ¿Qué me importaría estar o no en prisión si me viera obligado a llevar cadenas a todos lados? Un hombre en su utopía podrá tener, por lo que sé, comida gratis, pastizales gratis, su propio Estado, su propio palacio. ¿Qué importa?, no tendría su propia alma. Cada pensamiento que entra en su cabeza deberá considerarlo el sonido de una máquina. Ve a un niño perdido y con un espasmo de piedad decide adoptarlo. ¡Clic!, debe recordarse que en realidad no lo ha hecho. Tiene la terrible tentación de cometer un enorme e irresistible pecado; se recuerda que es un hombre, que puede, si se le antoja, ser un héroe; se resiste. ¡Clic!, recuerda que no es un hombre ni un héroe, sino una máquina, hecha de tal manera que produzca dicho resultado. Camina en amplios campos bajo un amanecer esplendoroso; decide entonces una vasta magnanimidad. ¡Clic!, ¿cuál es la bondad de amaneceres y palacios? ¿Estuvo alguna vez la esclavitud ante dicha esclavitud? ¿Estuvo el hombre ante un esclavo así?
Sé que esto nunca sucederá. Es decir, estoy seguro de que la filosofía del Sr. Blatchford nunca prevalecerá entre hombres sensatos. Pero si alguna vez sucede puedo fácilmente predecir lo que pasará. El hombre, la máquina, se detendrá en estos floreados pastizales y gritará: “¿No hubo alguna vez una cosa, una iglesia, que nos enseñara que fuimos libres en nuestras almas? ¿No se rodeó a sí misma de torturas y calabozos de manera que los hombres fueran forzados a creer que sus almas eran libres? Si la hubo, permitan que regresen torturas, calabozos y todo. Colóquenme en tales calabozos, tortúrenme con tales suplicios, si ello significa la posibilidad de creer en ello de nuevo”.