Con este quinto ensayo concluimos la publicación de la traducción al español de La escuela al museo, un conjunto de cinco conferencias impartidas en Baviera con motivo de la inauguración del Museo de la Escuela. En ellas, Iván Illich nos adentra en el paso de la oralidad a la escritura y de esta al imperio de la alfabetización y sus consecuencias en la cultura humana. La traducción fue realizada por Jean Robert y Javier Sicilia. Los derechos de la obra pertenecen a Valentina Borremans. Se prohíbe la reproducción parcial o total de la traducción publicada por Conspiratio.
La mentalidad alfabética toma posesión
Si reflexionamos sobre la ruptura y el cambio que el sello de la escritura suscitó en los siglos XII y XIII, podemos representarnos la formación de la cultura popular europea.
Iniciaré con la historia del documento escrito en Europa y su influencia en la forma de percibir las relaciones sociales. Pondré especial cuidado en los inicios del arte de leer sigilosamente, en la nueva percepción visual de la lengua que surgió de él y en las nuevas formas de poder que hizo posible.
Entre mediados del siglo XII y finales del XIII, se observa una transformación profunda en Europa, al norte de los Alpes: la confianza, la posesión, el poder y la posición en la vida diaria se vincularon desde entonces con la escritura. La Escritura, que en el Medioevo temprano se celebró y veneró como la fuente misteriosa de la Palabra de Dios, se convirtió, gracias a una nueva manera de leer la página de un libro, en parte constitutiva de las relaciones intramundanas. No sólo amplias esferas de la vida cotidiana —hasta el momento reguladas por la costumbre oral— se sometieron a una escritura formal y legal, otras tantas también experimentaron que los objetos y los derechos, antes de poseerse y reivindicarse, debían describirse. Las fronteras de un terreno, como lo muestran las miles de descripciones topográficas que se conservan del siglo XIII, se detallaron con una precisión jamás vista: del viejo encino a lo largo del río, al peñasco, y de ahí, subiendo, hasta la vieja muralla…
El mundo, el libro de Dios que, según los teólogos, el hombre debía descifrar, se volvió un objeto que puede poseerse mediante descripciones. Antes de que la ciencia natural la retomara, la descripción posesiva de la realidad fue un método de la ciencia legal.
Clanchy, en quien particularmente me apoyo en este capítulo, estima que en Inglaterra, en el siglo XII, no se formalizaron más que algunas decenas de miles de actas. Para el periodo 1250-1350 debió haber habido millones de ellas: un promedio de 3 a 5 escritos por cada objeto de posesión descriptible.
Entre finales del sigo XII y comienzos del XIII, el uso del hierro en Europa se triplicó. En el mismo periodo, el material utilizado para escribir se multiplicó diez o veinte veces. El uso de lacre en la cancillería real de Inglaterra subió de tres libras y media por semana en 1226, a 13 en 1256 y a 31 en 1266. Un número creciente de borregos tuvo que dejar su piel para la documentación de la corte real. Al principio del siglo XIII, fueron algunas docenas. En 1283 más de 500 para una sesión ordinaria en Suffolk.
Aumentó el uso no sólo del documento legal, sino también del breve, vocablo del que deriva la palabra alemana Brief, que significa hoy la carta personal, la epístola. De entre las cartas reales y papales que se conservan del periodo 1080-1180, el aumento es de 3 a 60, en los reyes franceses; de 25 a 115 en lo ingleses, y de 22 a 180 en los papas. Después de 1180, el crecimiento se aceleró: de Inocencio III (1198-1215) se conservan 280 cartas; de Inocencio IV (1243-1254) 730, y de Bonifacio VIII (1294-1303) 50,000.
En el siglo XII, la cancillería era aún atributo del soberano. Para su escribanía, el canciller Becket disponía de una tropa de clérigos: en los documentos elaborados bajo su dirección, entre 1153 y 1158, se pueden distinguir 16 manos distintas. Hacia 1200, obispos y soberanos regionales empezaron a requerir de su propia cancillería: ya no les bastaba llamar ocasionalmente a un capellán para que les leyera o escribiera. Hacia 1350 la cancillería pertenecía tanto al poder espiritual como al poder temporal. En un siglo, los escritorios se multiplicaron tanto como, en su tiempo, los molinos. En el siglo XI, los escritos y las joyas se atesoraban, junto con los huesos de los santos, en relicarios. A finales del siguiente siglo, el diluvio de escritos inundó los archivos en toda Europa.
En los siglos XI y XII, la carta fue con frecuencia el signo de la importancia que el remitente daba al mensaje enviado mediante un mensajero. Sólo se consideró necesaria si el mensajero era indigno de quien la enviaba: cuando Jaufre Rubel cantaba a su dama mediante su propio juglar, insistía en que se hiciera sin pergamino alguno de por medio. Fue, sin embargo, la época en que el escrito se volvió también la ratificación que el remitente pide al destinatario. En la conmovedora carta en que Eloísa agradece el traslado de los huesos de Abelardo al Paracleto y la promesa de que los monjes celebrarían por siempre su memoria, termina implorando al abad Petrus Venerabilis confirmar por escrito el precioso don. Una palabra de acompañamiento se transforma así en un instrumento sobre el que se fundarán futuras exigencias.
Esto se observa con mayor claridad en el testamento. La última voluntad ya no se expresaba mediante un símbolo, como, por ejemplo, un puñado de tierra heredable, una llave o una espada. Un documento sellado sustituye la cosa. Lo que determina la herencia ya no eran los testigos de las últimas palabras pronunciadas en el lecho de muerte, sino un escrito.
En alto alemán antiguo, dessen zur Urkunde designaba una actividad, un gesto acompañado de palabras; podía ser un juramento; el gesto podía ser también la entrega de algo que se refería al dominio, a la reivindicación o al derecho de posesión. Por ejemplo, un puñal o un recipiente podían servir como signo de la cesión de un terreno. En el Alto Medioevo, una inscripción se grababa a veces sobre el objeto. En la empuñadura del látigo, que poseía la abadía de Sankt Alban, se lee: “Este es el don que Gilberto de Novo Castello hace de cuatro yeguas”. Así, la palabra acompañada con un signo concreto se convirtió en acta. En el siglo XIII, el acta se reducirá a un escrito y perderá su carácter de cosa. En un primer momento fue una anotación con fuerza de disposición legal fundada en un acto pasado. En un segundo momento, la exposición del escrito se volvió parte esencial del proceso. En el siglo XIII, los juristas insistían expresamente en que en el acta se registrara un acuerdo in perfectum, pero, en la consciencia cotidiana, la palabra ganó fuerza mediante la firma de consentimiento a un escrito.
La escrituración de la confianza hizo importante tener una copia del acta: para quien la iniciaba era una constancia de su deber y para su contraparte una garantía de su derecho. De lo contrario, el escritorio de un convento, autorizado por el soberano, podría producir, a diestra y siniestra, “actas” que el soberano tendría que reconocer como auténticas. Hoy llamaríamos falsificaciones a estas formas de autoayuda que servían para concretar, mediante derechos escritos, promesas acordadas con antelación. En la Europa del norte de los siglos XI y XII, este tipo de autoservicio era tan novedoso como la idea misma de un derecho fundado en actas y no incidentalmente apoyado en ellas. Eso, y la necesidad de conservar una copia exacta para que los expositores pudieran autentificarla, son, junto con la copia, el registro, el sello, la fecha y la firma —sobre los que habré de volver—, descubrimientos técnicos de esos siglos, que abren el camino a la autonomización del documento escrito.
Los juristas romanos ya conocían la confección de registros escritos dictados a amanuenses. Algunos papas recurrieron a ellos en el siglo IV. A partir de Inocencio III se volvieron regla en la curia romana, pero no se establecieron en la cancillería imperial antes del siglo XIV. Hasta el siglo XV, las técnicas de catalogación se hallaban detrás de la producción de copias de actas. Los viejos monasterios sabían mejor que sus protectores lo que guardaban sus archivos y no tenían dificultad en producir falsificaciones. Las bibliotecas monásticas del Alto Medioevo aun no poseían catálogos. Durante la Pascua y a veces en otras fiestas, la tradición benedictina exhibía su acervo de libros y los monjes podían elegir uno para leerlo a lo largo de un año en su celda. Oímos hablar del primer scrutinium de una biblioteca monacal —un catálogo que debía servir para establecer el inventario anual— alrededor de 1170. Con ello, el libro se separó localmente de la sacristía. El cofre de libros se volvió archivo y luego biblioteca. En 1260, un dominico reporta la disposición de los libros en estantes para permitir a los hermanos consultarlos in promptu. Se volvió importante poder verificar directamente en los documentos el acta o la cita recordada a medias. En el siglo XIII, la confección de catálogos y registros fue paralela.
Pero hay una diferencia fundamental entre la elaboración de la copia de un libro en el escritorio monacal y la de un acta en la cancillería. El original de un libro permanecía en el monasterio mientras que, en el Medioevo tardío, el original de un acta podía salir de la cancillería. El canciller era responsable de la identidad de la copia conservada y del original. Esta preocupación por la identidad refleja el nacimiento de la individualidad, que en ese mismo siglo se vuelve también un problema filosófico. La palabra individuum viene de la Antigüedad. En los comentarios de Porfirio a las categorías de Aristóteles tiene el sentido de non-ambiguo, sin equivocidad, con carácter deíctico, es decir, que designa. Significa originalmente indivisible (a-tomos) y llegó a significar lo característico del sujeto, por ejemplo, de Sócrates, del que sabemos que es “barbudo, hablador e hijo de un don nadie”.
En este sentido el in-dividuum (así tradujo Cicerón la palabra griega a-tomos) nos llegó a través del puente de las etimologías de Isidoro. Abelardo se servía todavía de la palabra en su sentido deíctico. Alberto el Grande (1193-1280) fue el primero en sobrepasar el marco de la filosofía antigua. Concibió la diferencia entre el individuum vagum y el individuum certum —esta rana cuyo croar no me dejó dormir anoche o esta que está aquí y que podría agarrar y ensartar. Pero Alberto ya se había acostumbrado a entender las palabras aisladas como copias. Con la praxis, en el curso del siguiente siglo, la identidad entre dos cosas individualmente visibles accedió al rango de un problema intelectual: la identidad de dos textos, la autentificación de uno por el otro.
La confección de copias no sólo exigía un doble trabajo de escritura, sino, además, la corrección de la copia. En 1283, Cambridge instituyó el primer beneficium para un corrector. Le correspondía verificar las actas copiadas en su forma (ratio), su legibilidad (litera), el encadenamiento de las palabras (dictio) y la ortografía (sillibo). La identidad entre dos escritos se volvió un nuevo criterio para su reivindicación legal. Así, en el archivo, 200 años antes de Gutenberg, nació el prototipo mental de la imprenta por venir: en el archivo está el original a partir del cual pueden producirse varias copias idénticas. En ilustraciones, que representan a escribanos de tribunales del siglo XIV, se muestra frecuentemente al corrector que por arriba del hombro del secretario y del copista verifica la identidad de los documentos que deberán certificarse. El certificado del notario y la atestación de la identidad de dos textos se volvieron un floreciente negocio. A partir de entonces, la gente necesitará también una identificación. Ya en 1248, en Borgoña, a los vagos se les obligó a traer con ellos un certificado escrito.
Pero no bastó que un acta pudiera ubicarse e identificarse: nuevas exigencias se añadieron a la independencia de su credibilidad. Los romanos ya garantizaban la validez de un ductus mediante la firma de un notario local. Pero, a partir del siglo XIII, amén del ductus y de su forma legal, un marco espaciotemporal universal garantizó su autenticidad.
Aun las actas que en el siglo XI escapaban de este marco, identificaban ya el lugar en el que se produjeron. Después se requirió también de una fecha comprobable. Antes del siglo XIII, las actas mencionaban el tiempo a partir de lo que los testigos del acontecimiento recordaban: la fiesta de San Severino, un día de feria, en vísperas de una boda, el año de la fundación de un monasterio o de la visita de nuestro soberano. A lo largo del siglo XIII, los notarios se atrevieron a relacionar un acto tan trivial como el cambio de propiedad de un predio rural, con el nacimiento del Señor y la historia de la Salvación. A consecuencia de este tipo de dataciones, la historia de la Salvación llegó a coincidir con la historia mundial.
Así, a partir de entonces, la datación de un acta, que estaba vinculada con sucesos recordados, se volvió el tiempo datado a partir de Cristo. El d.C. se convirtió en el eje de una realidad que se posee mediante descripciones. A fines del siglo XIV, la fecha se integró a la mecánica del reloj del campanario. Junto con la Danza de los Muertos, surgió el contrato fechado. Circiter nona pulsatione horlogi (“Alrededor de la novena campanada del reloj”). La función de la firma se volvió esencial en este proceso que pasó de la descripción de un acontecimiento a la constitución de un instrumento que lo registraba dentro de una trama universal. La firma se transformó en voluntad individual “visible”.
En el siglo XII, la escritura todavía hablaba con voz plena. “Las letras son signos de las cosas y tienen tanta fuerza que llevan a nuestro oído el discurso de los presentes sin voz”, decía Juan de Salisbury (secretario de Thomas Becket, muerto en 1180), un autor sarcástico y elegante que, con esa definición, evocaba a Isidoro de Sevilla para quien las letras designan “formas que hablan con sonidos”. En el documento escrito se ve y se escucha al que habla en su propia carne. Sin su proclamación, un acta legal no tenía fuerza de ley. La escritura, la firma y la exposición pública del documento no bastaban.
Mientras el acta se entendió como una forma de recordar la divulgación oral de un acuerdo, el sello o la firma fungieron sólo como refuerzos de ella, no como su certificación. La desconfianza hacia las letras, heredada de Platón, habría prohibido dar más credibilidad al escrito que a la palabra viva. Una de las características del predominio de la palabra dada es que la persona podía firmar cada documento con una plumilla diferente. Eso cambió con el peso que los siglos XIII y XIV le dieron al acta como un escrito de eficiencia legal. Las cortes comenzaron a preocuparse por su autenticidad. En la fabricación de los pergaminos, el membranum (piel de oveja) sustituyó al vellum (piel de becerro): éste, más grueso, permitía borrar raspando. El membranum, más delgado, impedía la falsificación. El acta pudo entonces constituirse como una garantía.
Del franco antiguo —la lengua de las tribus germánicas que poblaron Francia después de la caída del imperio y le dieron su nombre— marja, merian, werscapt proviene la palabra “garantía” —el inglés warranty conserva mejor la etimología franca. Desde entonces fue posible concebir una garantía escrita, cuya fuerza legal reside en la firma y en la casi imposibilidad de falsificarla. El sello adquirió así un nuevo significado. Se volvió signo de la fuerza del escrito. Quien no sabía escribir, adquiría mediante el sello el poder para actuar legalmente; quien carecía de fuerza en su palabra, podía acceder a los procesos legales mediante un acta sellada. A veces los siervos en el siglo XIII traían consigo su propio sello. Poseía “fuerza de ley”, porque mediante él podían hacer valer la descripción de sus posesiones frente a un notario. En el siglo XII, el dueño de un sello podía considerarlo, al lado del puñal, parte de su colección de objetos. Al igual que la empuñadura del látigo de Sankt Alban, que representaba cuatro yeguas, el sello de lacre era un objeto mediante el cual una posesión podía cambiar de mano. El acta lacrada podía entenderse como la escritura del sello, semejante a la inscripción grabada en la empuñadura del látigo.
La progresiva reinterpretación del sello, entendido como cosa (res), que se volvió sustituto del nombre propio, es una de las fases del impacto de la escritura en las relaciones sociales que se desencadena en el Medioevo tardío. En el Medioevo temprano, los objetos escriturados eran objetos de culto y signos. A un lado de la cruz incrustada de piedras preciosas y del copón consagrado se encontraba el evangeliario como objeto. Ahora, es el texto mismo, y no su soporte material, la referencia esencial de la vida cotidiana. Tal y como en la transición de la oralidad a la cultura alfabética la lengua se desligó del hablante, ahora el texto se desliga lentamente de la cosa. Al igual que el creyente escribe sus pensamientos, piensa que todas sus acciones también están escritas y que, por lo tanto, en pensamiento, palabra y obra está constantemente dictando. En el altar, ya no se encuentran el libro sellado de la sabiduría divina ni la cruz simbólica, sino el libro donde el Divino Juez anota las acciones de cada individuo y en la cruz, el crucificado que sufre por cada uno de esos pecados. Antes de cualquiera relación con lo que hoy entendemos por “escuela”, el pensamiento y el sentimiento fueron marcados con el sello de la escritura alfabética. En este molde, la escritura se volvió un nuevo modo de dominación. En un poema del año 1276, los clérigos se burlaban de los burdos campesinos que, en un conflicto relacionado con la corvea querían apelar al abad de Leicester. Los campesinos decían: ad regem vadam, coram regem cadam, causam scriptam sibi tradam, y, según el poeta, regresaron con las manos vacías.
Trimodum est lectionis genus: docentis, discentis vel per se inscipientis. Es Hugo de San Víctor quien en 1128 puso el dedo sobre algo nuevo: “Te puedo leer, me puedes leer y puedes leer por ti mismo”. La lectura, como actividad del que enseña y como actividad de quien escucha, se complementó mediante una tercera actividad sigilosa: la penetración contemplativa en el libro. Esta percepción inmediata de la lengua que, en forma de letras está ante los ojos del lector, no era todavía común en la época de Hugo. Media docena de innovaciones técnicas en el arte de escribir tuvieron que hacerse costumbre antes de que el ojo pudiera sobrevolar los textos y entenderlos contemplándolos, antes de que el autor se volviera escritor.
Con frecuencia olvidamos que en la Antigüedad el latín no podía leerse sigilosamente. La gesticulación y el murmullo eran condiciones necesarias para la comprensión. La forma de la escritura propia de aquellos tiempos no habría permitido la lectura silenciosa. Aun después de que los grandes gramáticos como Varrón o Quintiliano domaron espiritualmente la palabra y enseñaron sus formas y funciones, leer la escritura siguió siendo una “gramática”, un deletrear constante. Se agregaban palabras sin que ellas formaran una imagen. Un poco a semejanza de la partitura musical, que sólo comienza a vivir cuando se lleva al oído, la lectura en voz alta de esa sucesión de letras permitía entender las palabras del texto. En teoría, el autor habría querido dictar palabras, pero para el escribano se volvían una sucesión ininterrumpida de letras. A partir de esa sucesión, el oído del escribano debía escuchar no sólo las palabras, sino también el ductus, el ritmo del discurso elevado. A causa de ello, la tercera forma de lectura a la que se refiere Hugo no se conoció en la Antigüedad. San Jerónimo inició tímidamente la separación de las palabras. Interrumpía sus sucesiones de letras con cola y commata para volver legibles en latín sus traducciones del hebreo. La primera separación estricta de las palabras en una frase se encuentra en los títulos de un borrador de las Etimologías de Isidoro. La separación entre ellas sólo se hizo usual en el siglo VII, a orillas del septentrión del mundo conocido, donde celtas “ignorantes” se preparaban para el sacerdocio y había que enseñarles el latín. La separación entre palabras se introdujo con el fin de enseñar a bárbaros esa lengua extranjera para ellos. Durante el siglo VIII el proyecto de Alcuin de unificar en Tours la pronunciación del latín fracasó. No así la separación entre las palabras que paulatinamente se impuso. Con ello, la escritura alfabética se hizo más legible. La separación entre las palabras permitía ensamblar letras en una nueva especie de unidades ideogramáticas y logogramáticas: el advenimiento de la imagen de la palabra en la escritura permitió leer sólo con los ojos. Las primeras noticias de que el aprendizaje en las escuelas debe empezar por la percepción y la distinción de los espacios entre palabras, se remonta al siglo IX.
Inmediatamente los escritorios emplearon la nueva grafía del espacio en blanco. Antes de ella, las copias de escritos antiguos se hacían mediante dictado. Copiar de series ininterrumpidas de letras era imposible. Hasta el siglo VIII, el scriptorium fue un lugar donde se dictaba. A inicios de ese siglo apareció una representación del escritorio que no tenía antecedentes: el escriba está sentado frente a documentos que copia de manera directa.
De esa época —poco antes de Alcuin— se conservan códices en los que cierto número de letras por línea (5 o 10 o 13) es constante en todo el escrito. Sin embargo, la manera habitual de escribir y de copiar siguió siendo el dictado. En tiempos de la República Romana, dictare significaba “hablar rítmicamente en ductus”; scribere designaba el acto físico de la escritura, pero también el de la composición de un texto. En el Medioevo, la frontera entre el significado de los dos términos se modificó profundamente. Dictare se refirió entonces a la configuración de un texto y scribere se redujo al acto de escribir. Se recomendó al monje dictar cuando estuviera solo en su celda. Hasta el siglo XII, el ars dictamini fue el arte de leer y componer un texto, y no de leer y escribir. El arte de escribir era una de las varias artes necesarias en la elaboración de un escrito. El peletero y el apicultor, que suministraban la piel o las placas de cera, eran tan necesarios como el encuadernador y el dictator en el escritorio. Todo cambió con la división de las palabras en las líneas escritas. Cuando el copista fue capaz de “ver” palabras pudo identificarlas en el original. En el siglo XIII hay índices de copias elaboradas por gente que no sabía leer.
Tal como la lectura que, según las miniaturas, se practicaba generalmente en grupos, copiar siguió siendo una actividad ruidosa. El auto-dictado fue el método más común. Algo, sin embargo, que puede observarse ya en la iconografía del siglo IX, había cambiado: la inspiración de un autor, incluyendo la de los evangelistas, se representó esporádicamente bajo la forma de un ángel que entrega una cinta escrita al escriba sentado en un púlpito. No obstante, cuando se trataba de entender lo que se leía, la escucha siguió siendo la forma predilecta. Se sabe que el brillante y erudito Inocencio III insistía en ella porque lo incitaba a la concentración.
En las estrictas reformas monásticas de los siglos XI y XII, el ruido en el escritorio y en la sala de lectura se volvió problemático. Los monjes habían hecho voto de silencio. Bernardo de Claraval se abstenía del ars dictandi, es decir, del contacto con escritos, durante el riguroso silencio de la Cuaresma.
En Cluny, las cosas siguieron otro curso. El abad Pedro el Venerable estaba orgulloso del silencio que reinaba en su monasterio. No se nos dice si ese silencio se debía a que sus monjes habían aprendido a murmurar o si habían empezado a leer contemplando la página. Pedro el Venerable y Bernardo de Claraval eran contemporáneos de Hugo de San Víctor. Cuando Hugo habla de per se inspicientis como de una tercera modalidad de la lectura es todavía, para él, una forma de visión contemplativa. Quería sumergirse silenciosamente en los tres grandes libros: en la Sagrada Escritura, que Dios dictó a los evangelistas; en la Creación, que escribió con su dedo, y en las obras del hombre, en cuyo espejo roto se refleja la Creación. El siglo XIII es el siglo de la ruptura tanto para el acta como para el libro.
El escriba —que anteriormente las miniaturas representaban con una navaja en la mano izquierda, con la cual raspaba la dura membrana de cuero que, previamente aplanada, clavaba a veces con su punta en el púlpito— tenía ahora en su mano un pergamino fino y ocasionalmente también papel. Escribir dejó de ser una actividad laboriosa. La superficie sobre la que ahora escribía su mano derecha era lisa y el ductus fluido. El Medioevo produjo una escritura cursiva, una técnica perdida desde la Antigüedad tardía. Así, el maestro pudo volverse escritor. Se le representó con la pluma en la mano y ya no, como fue el caso durante siglos, como dictator. Semejante a Cicerón, San Bernardo elaboraba sus textos oralmente. Hablaba enfáticamente en presencia de un escriba, pero más lentamente que el romano, porque a diferencia de su esclavo Tiros, el monje y sus escribas no conocían ninguna escritura rápida. Algunos de los dictados de Bernardo, transcritos por escribas distintos, no pueden, según la crítica, tener como origen un Urtext. Dos de los textos de un mismo sermón que, pasados en limpio, se compararon, divergían del texto grabado en tabletas de madera untadas con cera. Muchos textos de la época son reelaboraciones hechas bajo las indicaciones del dictador. En ocasiones, Bernardo pedía que se leyera la versión pasada en limpio de su dictado para verificarla. Una corrección sobre el manuscrito era inconcebible. Tomás de Aquino procedía de manera diferente. Lo que dictaba era la reelaboración ordenada de sus notas; daba forma a su texto pensando en fuentes escritas. Tenía a su disposición los materiales más actuales. No necesitaba dictar a secretarios equipados con tablillas de madera untadas con cera. Muchos de sus borradores, redactados con su propia mano, se han conservado. Utilizaba la nueva escritura cursiva gótica, que no se había homogenizado y que la primera generación de sus alumnos consideraba ilegible. Tomás aún tenía que dictar sus anotaciones. Sólo la siguiente generación pudo hacer copias de lo escrito. Tomás bosquejaba el esquema de su argumentación y, en muchos casos, lo dictaba y dictaba, luego, su ejecución. El exponer una idea a partir de notas fue un procedimiento desconocido en la Antigüedad.
Cuando Bernardo se refería a una fuente contaba generalmente con su memoria. La generación de Alberto Magno y Tomás conocía las obras de referencias; después de su muerte, las suyas se encadenaron a los púlpitos de la biblioteca como obras de referencia. Eso permitió al autor del siglo XIII confirmar sus tesis apoyándose en originales. Mientras dictaba, podía hojear sus notas y hacer una cita relevante para su argumento. Dominaba una memoria expuesta frente a él. Los autores del Medioevo temprano retomaron de los autores romanos la nemotecnia, el arte de imaginarse la propia memoria como un edificio. El orador imaginaba que colocaba en los diferentes espacios de este edificio símbolos que se referían a los párrafos que había escrito y aprendido. A lo largo de su discurso el rhetor entraba en uno y, luego, en otro de esos salones y podía llamar a su memoria los textos que en su imaginación colocó en sus paredes. El recuerdo de este edificio nemotécnico inspiró las representaciones arquitectónicas de las miniaturas de la Edad Media temprana. En el siglo XIII este tablero imaginario se exponía en la biblioteca. Los catálogos de las obras elaboradas en el monasterio pronto fueron substituidos por los primeros catálogos generales que el nacimiento de la universidad creó. El ordenamiento del texto en el codex fue más novedoso que la distribución de los libros en los estantes. La división de la línea en palabras se había vuelto obvia desde tiempo atrás. Ya en el siglo XIII, el Antiguo Testamento se citaba mediante capítulos y versículos. Había pasado casi un milenio para que las Sagradas Escrituras pudieran citarse así. San Agustín confeccionó un breviculus —un compendio de los libros de la Biblia— para que el lector pudiera orientarse en la Ciudad de Dios. En las copias de los autores clásicos, algunos copistas de la Alta Edad Media introdujeron títulos de capítulos. Con el fin de hacer más accesibles los Evangelios sinópticos a los predicadores, Eusebio de Cesárea elaboró un catálogo de concordancias entre los Evangelios. El arte de relacionar pasajes de la Escritura entre ellos, acompañándolos de comentarios, fue algo que desde el principio distinguió a los autores cristianos de los paganos. Su perfeccionamiento técnico, sin embargo, sólo se desarrolló con el tránsito a la escolástica. En el siglo VI, Casiodoro hizo glosas de palabras fundamentales de la Escritura que apuntaba en las márgenes del texto. Isidoro fue el primero en introducir capítulos en su obra. En la Alta Edad Media, siglos antes de que se introdujera su división en versículos, se unificó la Biblia en capítulos. En el siglo XIII, ya existían índices que se referían al conjunto de las Sagradas Escrituras. Era como si una trama de relaciones referenciales se extendiera sobre el libro. Para que la numeración de las páginas apareciera hubo que esperar al surgimiento de la imprenta que permitió fijar gráficamente la página en forma independiente del contenido.
Textos escritos se volvieron visibles en relaciones espaciales mutuas. Algunos de sus elementos, como las citas, subrayadas en color, se resaltaron. El ojo se acostumbró a peregrinar de libro en libro y de texto en glosa. No fue ya la línea, sino el texto entero lo que el lector tenía frente a los ojos. Algo explicable por la influencia árabe. Los judíos españoles, en particular los primeros Tibonides, que tradujeron a Aristóteles del árabe, aportaron, junto con nuevos contenidos, una nueva relación con la forma del texto. Lo que tomaron del árabe e introdujeron a Occidente no fue sólo la filosofía griega.
Mediante su caligrafía, el libro del Islam iconoclasta pretendía hablarle únicamente al ojo. Las formas de su escritura, su color y disposición se desarrollaron de manera más variada que la escritura latina medieval. Su influencia, en los siglos XIII y XIV, permitió la relación entre miniaturas y escritura, la última gran síntesis de la escritura manual occidental. Los libros que datan del siglo XIII tenían una fuerza para la lectura contemplativa jamás soñada por Hugo. De manera complementaria, la escolástica y la nueva ciencia legal adquirieron un poder sobre el texto, cuyo significado frecuentemente se olvida. El mundo ahora estaba descrito y era accesible a los ojos del lector que, según su deseo, podía “acceder” a él en el punto que señalaba su índice. Los grandes autores del pasado se representaron cada vez menos como sabios y cada vez más como escritores. Esta transformación se expresó mediante la sustitución de ipse dixit (“él dijo”) por “ipse scripsit” (“él escribió”). En las miniaturas de finales del siglo XIII, los alumnos se sentaban bajo la cátedra con el texto del maestro que desde ella lo leía. Los alumnos ya no tenían que recordar el sonido de sus palabras, sino la construcción de sus argumentos que, de acuerdo con la disposición del texto, debían imprimir en su memoria. En esa época, París ya tenía una biblioteca donde a los alumnos pobres se les prestaba el libro para la clase. Las bibliotecas se volvieron lugares silenciosos que no dejaron de crecer: con la nueva manera de leer libros, organizados en una visión de conjunto, la capacidad de los estudiantes de apoderarse mentalmente de textos se multiplicó.
El libro, dirigido a los ojos, condujo en dos direcciones muy diferentes. Por un lado, favoreció una nueva interioridad y, al mismo tiempo, una lectura impudente. No sólo se multiplicaron rápidamente los libros heréticos que no traicionaban inmediatamente al lector, sino también representaciones y textos que hoy calificaríamos de pornográficos. Pero, ante todo, el libro se volvió un medio de contemplación, devoción y recogimiento. Por otro lado, el libro se transformó en un medio y en un signo de dominio sobre un nuevo tipo de conocimiento. No sólo mediante el acta, sino también, mediante la nueva relación con la reciente imagen de lo escrito se consolidó una nueva scripturalidad posesiva.