Toda la desgracia de los seres humanos viene de una sola cosa: no poder permanecer en una habitación sin hacer nada.
Blaise Pascal
Cada primavera, ya lo he contado anteriormente, las golondrinas y los gorriones se alborotan por ocupar los nidos construidos por las primeras. ¿Están jugando en ese momento? No lo parece, a menos de que se trate de un juego mortal impulsado por la necesidad de empollar y continuar con su ciclo vital. ¿Cuándo los perros se persiguen uno al otro para simular que se atrapan, e incluso inventan “bases” en dónde el perseguido no puede ser tocado?, ¿están jugando o es un modo de aprender a defenderse en caso de un ataque? Y la gata, ¿juega largamente con sus presas antes de matarlas? Por observación directa, y sin mayor pretensión, me atrevo a decir que en los animales el juego tiene aparentemente el papel de aprender a defenderse, a atacar, a permanecer alertas, a cazar. Lo que las bestias hacen es simplemente aprender a estar vivas en un mundo incierto.
Los seres humanos, en cambio, además de aprender a estar vivos, pensamos y podemos pensar incluso sobre nuestros mismos pensamientos. Esto nos hace salir de la inmersión en esa cotidianeidad de hechos pequeños y necesarios para colocarnos como un ojo que se ve a sí mismo: nos vemos en cuanto seres vivos dedicados a inexorables y a veces penosas tareas que se repiten día tras día y que terminarán en y con la muerte. Los pájaros, las abejas, las arañas, por hablar de bichos laboriosos, no se preguntan por qué cada día o cada temporada deben rehacer las mismas actividades que les permiten sobrevivir como individuos y como especie. Simplemente las realizan de manera impecable. Así, la araña vuelve a tejer con paciencia la telaraña destruida. El ser humano que se da cuenta de su propia realidad y de su absurdidad, si trata de comprenderla y darle un sentido más allá de la continuidad de las especies, puede sentir angustia, desesperanza, horror, según el grado de su conciencia, y como en el canto bíblico del Eclesiastés 2:11 puede exclamar: “Vanidad de vanidades, todo es vanidad y correr tras el viento”.
Esta experiencia me lleva a pensar en dos términos usados por el científico y filósofo francés Blaise Pascal a mediados del siglo XVII: l’ennui y le divertissement, que a falta de mejores términos en español solemos traducir por “aburrimiento” o “hastío”, y por “diversión” o “distracción”, respectivamente. No pretendo exponer el pensamiento del filósofo francés (que, además, no sistematizó, sino que dejó en forma de aforismos en su libro Pensamientos), sino usarlo para mi elucubración.
El aburrimiento, ese terror al vacío o al absurdo (término más existencialista) nos acecha a todos. Como una cuchilla, corta la conciencia del ser humano de la realidad empírica y lo deja solo frente al vacío, le néant, la pregunta sin respuesta, aunque sólo sea por unos segundos. Esto es lo que lleva al ser humano a divertirse.
“No se trata –dice Pascal– de […] la felicidad, ni [de] que nos imaginemos que la verdadera dicha sea […] tener […] dinero que podemos ganar en las cartas o en el caballo por el que apostamos, no lo querríamos si nos lo dieran. No buscamos este uso blando y tranquilo que nos permite pensar en nuestra desgraciada condición, en los peligros de la guerra y en el sufrimiento del empleo, sino las complicaciones que nos distraen de pensar en ello y nos divierten”.
Este drama existencial pertenece a todas las culturas en los diferentes tiempos. Lo mostré al hablar del Eclesiastés, cuya fecha de elaboración se sitúa entre el siglo IX y el VI a. C. Lo encontramos también en el spleen del romanticismo francés del siglo XIX, que Charles Baudelaire popularizó, y en el sentimiento de la idea del absurdo de los filósofos existencialistas franceses del siglo XX, por mencionar algunos. Su experiencia no es sólo de talante psicológico, sino metafísico, ligado con nuestro ser mortal y con nuestra capacidad reflexiva de darnos cuenta de ello. Por eso Pascal señala que “nada es más insoportable para el hombre que estar en reposo total, sin pasiones, sin actividades, sin ocupaciones. En ese momento siente su nada, su abandono, su insuficiencia, su dependencia, su impotencia, su vacío. Incontinente, sacará del fondo de su alma el aburrimiento, la negrura, la tristeza, el disgusto, el despecho, la desesperanza”.
Tan lejos va Pascal en su meditación sobre esta condición humana que piensa que la diversión es una forma de escapar al mismo suicidio.
La fuente de esta situación existencial que lleva al ser humano a buscar divertirse es, según Pascal, “la idea de felicidad que perdió” y que, al no encontrarla en sí mismo, lo lleva a las cosas exteriores “sin poder satisfacerse nunca, porque la felicidad no está ni en nosotros ni en las criaturas, sino en Dios solo”.
Las reflexiones de Pascal me ayudan a comprender por qué en el mundo actual, hijo de la Ilustración racionalista y del capitalismo individualista, hay un frenesí por la diversión. Sus dos grandes santuarios, Disneylandia y Las Vegas, están hechos para la enajenación. Como falsas iglesias, ofrecen la “felicidad” para quien pueda pagar por ello, aunque luego deba regresar a lo grisáceo de sus existencias cotidianas. El primero vende una cándida felicidad mecanizada y familiar; el otro, un universo igualmente mecanizado de lucro y sensualidad. Su culto se propaga en lo cotidiano mediante la felicidad que oferta el consumo de todo tipo de “bienes” que, como dice el eslogan de Coca-Cola, son “la chispa de la vida”. Hay que agregar a ello los gadget, que hacen que las personas se pierdan a sí mismas como en la película Hasta el fin del mundo de Wim Wenders.
Las consecuencias de estas diversiones no son la felicidad, sino aquello de lo que los seres humanos queremos constantemente escapar para no aburrirnos: la muerte, el abismo, el horror sin respuesta. Uno de sus rostros es la amenaza de una lenta extinción de las condiciones de la sobrevivencia humana sobre el planeta. Un panorama que muchos preveíamos desde hace décadas, pero que el ansia de bienestar sin límites, creada por la tecnología y alimentada por el mercado, no quiso ni pudo detener a tiempo. Hoy, la diversión evita mirar el ojo del remolino. Sin Dios y sin Tierra todo es “Vanidad de vanidades” que “correr tras el viento”.
Como en esta vida, el espacio de mi elucubración terminó y mientras me aboco a recoger los higos que empieza a dar mi gigantesca higuera, los dejo con ella, tan incompleta como la finitud de nuestra naturaleza.