Frente a la catástrofe, la carcajada.

Alonso Rodríguez

Reseña

Agamben, Giorgio, Polichinela o el divertimento para los muchachos, trad. Rodrigo Molina-Zavalía, Adriana Hidalgo Editora, Buenos Aires, 2024, pp. 116.

¿Quién es Pulcinella? Un personaje de la Commedia dell´ Arte del siglo XVII, de origen napolitano; una figura —un clown— con una máscara de hondas arrugas en la frente y una prominente nariz —parecida a un pimiento morrón— que cubre la mitad de su rostro, y un sombrero alto, cónico, con la punta achatada. Tiene un vientre prominente y, a veces, se le representa con una joroba. Viste un traje blanco y está obsesionado con los gnocchi y los maccheroni. Su figura tuvo una presencia eminente en la cultura popular de los siglos XVII y XVIII, siendo un símbolo de crítica cultural, especialmente religiosa.

Al final de su vida, el pintor italiano Giovanni Domenico Tiepolo (1727-1804) —hijo del ilustre Giovanni Battista Tiepolo— realizó 104 dibujos de Pulcinella, que narran su vida, aventuras, muerte y resurrección, publicados bajo el nombre de Divertimento per li ragazzi.

Tanto la vida del pintor como los dibujos que realizó de esta figura son el objeto de reflexión del libro de Agamben. Pulcinella es el paradigma que permite al filósofo italiano pensar algunos de los conceptos éticos, políticos y metafísicos más trascendentes de su obra: la forma-de-vida, lo irreparable, la inoperatividad, la (ir)responsabilidad, el juego, la profanación y el uso de los cuerpos — entre otros—, que logran una constelación en este carácter cómico.

Polichinela o el divertimento para los muchachos es posterior al noveno y último libro que cierra su Homo Sacer: El uso de los cuerpos (2014), con el que se encuentra en íntima relación, como se verá más adelante. Podría parecer uno de los libros menores de Agamben, que vive a la sombra del imponente Homo Sacer, pero, a mi modo de ver, es uno de los más personales, profundos y esclarecedores de su obra. En él logra perfilar su visión ética y presentar algunas reflexiones (pen)últimas de su larga trayectoria filosófica.

Ya en su obra programática La comunidad que viene, Agamben había señalado que el Trickster o el haragán, el toon o el ayudante (tal y como se presentan en las obras de Robert Walser y de Kafka), son los habitantes de la comunidad que viene; es decir, aquella que no está basada ni en una identidad compartida ni en una pertenencia o exclusión, “sino en una experiencia compartida de singularidad y potencialidad”. Pulcinella es el ejemplo más acabado de los personajes que participan en esta comunidad.

Lo que define a todos estos personajes —que son intercambiables entre sí, pues, en el fondo, son variaciones de un único personaje— es que son singularidades que no están definidas por su pertenencia a algún grupo o categoría, sino por su ser tal cual es. Agamben usa el término “cualsea” (qualunque essere) para describir esta singularidad, enfatizando su carácter indeterminable y su apertura a múltiples posibilidades. Esta comunidad también está definida por su inoperatividad, es decir, por la suspensión de las funciones y significados comunes asignados a las estructuras políticas y sociales. Esta inoperatividad no es un estado de pasividad o inacción; es una afirmación de la potencialidad. Volviendo inoperantes las estructuras existentes, la comunidad que viene abre la posibilidad de nuevas formas de sociabilidad y acción política. “Pulcinella es una singularidad cualsea por excelencia”; de ahí el interés de Agamben por estudiar los grandes temas de su filosofía a la luz de su figura.

El libro está estructurado en cuatro partes o escenas, como las llama Agamben. El estilo es una mezcla de diálogos de Pulcinella (que habla napolitano) con Tiepolo y otros pensadores, y de reflexiones filosóficas en torno a algunos de los dibujos que conforman el Divertimento para muchachos. La intención del autor es reivindicar la filosofía dialógica de Sócrates; de la discusión inteligente y desenfadada entre amigos. “Pulcinella se presenta, así, como un personaje socrático”.

La obra abre con una confesión personal del autor: él hubiese querido dedicarse a la búsqueda de aquello que, una vez encontrado, le brindara una alegría permanente, viviendo de forma sencilla, contemplativa —a lo que está inclinado por personalidad y gusto—. Pero la oscuridad de este tiempo lo obligó a estudiar a algunas de las figuras más trágicas de la historia política occidental, pues sólo así podría dar cuenta del presente, de su crisis. Mas ahora, cuando ha alcanzado su “última labor”, quisiera volver a las comedias —al consuelo de la risa, “pues en ellas se encuentra el sentido más profundo de la filosofía”, y no en la tragedia, como se ha pensado tradicionalmente en Occidente.

Pulcinella es el personaje que viene a consolar a Giandomenico —y al propio Agamben— en el último tramo de su vida, cuando lo “indestructible pierde su punto de apoyo”; y no lo hace con grandes reflexiones filosóficas (¡trágicas!) o con serias meditaciones sobre la muerte, sino con sus rutinas cómicas (gags en inglés, lazzi en italiano) que brindan ligereza al tiempo y hacen olvidar. Para Agamben, Pulcinella “representa lo eterno dentro del tiempo, cuando todo ha llegado o parece haber llegado a su fin”.

Para explicar esta idea de lo eterno dentro del tiempo, Agamben acude al concepto teológico de la “recapitulación”, tomado de San Pablo que afirma en Efesios 1:10 que, “para la economía de la plenitud del tiempo, todas las cosas serán recapituladas en Cristo”. Esto significa que sólo mediante la recapitulación puede decirse que una cosa o un tiempo están completos. Sin embargo, la recapitulación de Pulcinella tiene que ver más con el olvido que con el recuerdo; más con la risa y el llanto que con un archivo de memorias.

Desde la óptica de Agamben, la risa y el llanto son los dos extremos en donde se muestra la imposibilidad del decir. Son los dos momentos ejemplares en los que la palabra queda suspendida y se abre la posibilidad de experimentar la lengua como tal. En el primer caso, a través del dolor; en el segundo, del gozo. Tal experiencia —y lo que revela— es la verdadera labor filosófica.

Agamben acude a una conocida pintura de Bramante para explicar esto: Heráclito y Demócrito. El primero, con los dedos entrecruzados sobre las piernas llora por la vanidad de las cosas que desaparecen en el flujo del acontecer; el segundo ríe por la locura de los hombres que persiguen vanamente fines sinsentido. Entre los dos está el mundo. A pesar de ser reacciones aparentemente opuestas, la risa y el llanto dan testimonio del límite del lenguaje (del conocimiento) y del carácter indecible de las cosas; no obstante, develan lo esencial: que el lenguaje es y que el mundo es. La verdadera “actitud filosófica no es entender el mundo, sino experimentar el hecho mismo de que hay algo que entender; no es decir las cosas en el lenguaje, sino caer en la cuenta del lenguaje como tal”. No es de extrañar, pues, que en la pintura de Bramante se presente a los dos filósofos juntos: “ni la risa ni el llanto solos, sino los dos al mismo tiempo, revelan al ser en el lenguaje suspendido”. “El espectador —del mundo— debe reír y llorar a la vez”, nos dice Agamben. Incluso, los gestos propios de la risa y el llanto: su impronta en la cara, en la respiración y los sonidos que se emiten son muy parecidos, volviéndose, por momentos, indistinguibles.

Entonces, la pregunta de la comedia podría formularse así: ¿cómo puede la imposibilidad del decir producir risa y hasta ser disfrutable? En el caso de Pulcinella, el lenguaje no tiene por finalidad comunicar algo, sino causar risa. De ahí que su relación con el lenguaje se defina por los juegos de palabras y los malentendidos. Estas estrategias cómicas liberan al lenguaje de su carácter denotativo y permiten jugar con él; contemplarlo como algo que nos constituye como seres racionales, pero que, al momento de explicarlo —en el discurso, en la palabra, su momento de seriedad, podríamos llamarlo—, se desvanece, se pierde. Los juegos léxicos de Pulcinella permiten desactivar la tensión polar que existe desde el origen del pensamiento occidental entre nombre y discurso, ὄνομα/λόγος (Platón), y que tiene sus reverberaciones en la lingüística contemporánea: semiótica/semántica (Sausurre), lengua y palabra (Benveniste).

Después de analizar diversos dibujos del Divertimento para los muchachos, donde aparecen personajes de épocas remotas, algunos de luengas barbas y atavíos de estilo oriental, otros togados, al modo griego y romano, Agamben concluye que, en realidad, “son representaciones de filósofos” que contemplan a Pulcinella (“testigos silenciosos de su vida”) para aprender de él la vía filosófica de la comedia.

No escapa a la aguda mirada del filósofo italiano otro sutil paralelismo que Giandomenico sugiere en sus pinturas entre sátiros y Pulcinellas. Esto no es de extrañar, apunta Agamben, pues ambos comparten una naturaleza semisalvaje: son medio humanos y medio animales. Además, los sátiros, con sus cabriolas, sus danzas y su alegría, evocan puntualmente el comportamiento del personaje de la Commedia dell´ Arte. Aunque lo realmente crucial “es que los dos personajes están estrechamente ligados con el quehacer filosófico”. Recordemos que hacia el final del El Simposio, el Alcibíades de Platón compara a Sócrates con un Sileno (un sátiro entrado en años). En los mercados de Atenas, nos dice el vanidoso Alcibíades, se podían encontrar figuras huecas de Silenos, con su típica flauta en las manos, que podían abrirse por la mitad dejando ver en su interior figuras de pequeños dioses. Pese a su fealdad externa, Sócrates es divino en su interior. No es de extrañar que Erasmo de Rotterdam en el Elogio utilizara la bella metáfora del Sileno para referirse a Cristo, lo que coloca a éste y a Sócrates —¡y a Pulcinella!— en una misma constelación.

Al decir de Agamben, los Diálogos de Platón tienen por personaje principal a un Sileno; como consecuencia, tienen una conexión con las antiguas tragicomedias donde las realidades del mundo se experimentan simultáneamente a través de la risa y el llanto: Heráclito y Demócrito. En este orden de ideas, los Diálogos constituyen una narrativa poética propia que no se identifica ni con el poema simple ni con el poema basado en la imitación (la tragedia y la comedia); tampoco con el poema mixto, el épico, mezcla de los dos anteriores; los diálogos socráticos son un cuarto tipo, en el que el protagonista no es un ser humano sino un sátiro, mitad hombre, mitad bestia, cercano a lo divino. El personaje creado por Giandomenico en su Divertimento sigue una suerte semejante.

Pulcinella es un personaje cómico porque es capaz de generar una interrupción en la acción de los personajes —de la obra de teatro y de la vida— y devolver a todos a su origen, a su existencia original, previa a las máscaras; es decir, a lo que eran antes de asumir un carácter a través de la actuación. Este momento de interrupción de la obra, que es la diferencia específica de la comedia con respecto a otros géneros teatrales, se llama “parábasis”. En ella, que aparece al final, los personajes del coro se retiran la máscara y voltean a ver al público para convertirse de nuevo en lo que eran originalmente: un tumulto en alegre procesión dionisiaca. Hay que aclarar, sin embargo, nos dice Agamben, que la entera existencia de Pulcinella es parábasis: momento de interrupción, de fuga al origen. Pulcinella nunca asume un personaje, nunca actúa en la obra; es la memoria permanente del origen, del escape. Por eso su enseñanza central es: ubi fracassorium, ubi fugitorium: donde hay una catástrofe, hay una ruta de escape.

Este arte de la interrupción, de la fuga, desvela uno de los temas centrales de la filosofía agambeniana: lo irreparable. Para entenderlo, resulta oportuno explicar la diferencia entre tragedia y comedia. En la tradición occidental, desde la tragedia antigua hasta las éticas contemporáneas, el ser humano es responsable de sus acciones; aún más, se define esencialmente por ellas. Toda la felicidad y miseria humanas toman así la forma de acciones. El fin por el que se vive y la propia felicidad no son un tipo de cualidad, sino de actividad. Como consecuencia, no están en la persona: son externos a ella. El héroe trágico, nos dice Aristóteles, asume su carácter —aquello que le ha sido dado— a través de sus decisiones que se convierten en el elemento fundamental de la tragedia. La consecuencia es que el héroe trágico, pese a no ser inmoral o malvado, puede caer por error en el sufrimiento y la aflicción. Su carácter queda eclipsado por su responsabilidad y consecuente castigo. La ética trágica es una ética de la actividad (de la prioridad del acto sobre la potencia) y la responsabilidad.

En cambio, el personaje cómico tiene un carácter, un modo de ser, “y sus acciones sólo imitan dicho carácter”, nos dice Agamben. Debido a esto, son éticamente indiferentes respecto de él y no lo tocan en ningún sentido. Pulcinella no lleva a cabo acciones de alta responsabilidad ética, más bien realiza gestos sinsentido (lazzi), cuya finalidad es interrumpir la acción a través de la risa y liberar el carácter de cualquier responsabilidad. Pulcinella no puede ser de otra manera; es como es: “irreparable”. No está llamado a la perfección, a cumplir con una tarea que aún no está completa. Tampoco tiene que ser redimido, pues está más allá de todo juicio, de toda condena o salvación.

En su libro Karman. Breve tratado sobre la acción y la culpa, Agamben sostiene que en Occidente ha habido tres grandes formas dominantes de contemplar la ética. En Platón, el ser humano hace “lo que puede”, mientras que en la tradición aristotélica y, de forma más pronunciada, en el cristianismo, la persona hace “lo que quiere”, esto es, la voluntad comienza a tener un papel crucial en la ética. El último giro de tuerca de esta forma de entender la acción es Kant, para quien el individuo —en una formulación evidentemente aporética— “debe hacer lo que debe”. Hacer lo que se puede, significa aceptar el carácter —el daimon platónico—, conocerlo y vivirlo (“vivirse”).

Pulcinella afirma su existencia siendo quien es; hace lo que está al alcance de su carácter, vive la vida con sencillez y humor. Está abierto hacia sí mismo, se deja sorprender por su propia forma-de-ser. Por eso “no es —sostiene Agamben— un sustantivo, sino un adverbio: no es un qué, sino un cómo”. Incluso, ni siquiera es un carácter en el sentido que Aristóteles le da a este término, es decir, “aquello que revela la elección de los agentes”, pues “Pulcinella no ha elegido nada; “él es lo que nunca ha elegido hacer o ser, ni siquiera por error”.

La rutina cómica de Pulcinella constituye una “torpeza disciplinada” que se aleja permanentemente de acciones con carga de responsabilidad. Este tipo de torpeza, que provoca hilaridad en el espectador de la comedia, permite que su actuación —su vida— sea improvisada, que no siga un guion escrito. Debido a esto y pese a llevar a cabo muchas y variadas actividades en el Divertimento, en realidad, su vida está esencialmente sin obra: es inoperante. Sus lazzi jamás constituyen una poiesis, esto es, una actividad que tiene como resultado una obra, según Aristóteles. Su rutina cómica es una actividad inmanente, sin obra, en la que se constituye como tal en el uso cómico de su cuerpo, y donde, por tanto, se vuelven indistinguibles el sujeto y su objeto, el individuo y su cuerpo, el acto y la potencia. Como sostiene Agamben en El uso de los cuerpos, retomando una reflexión de Spinoza: cuando alguien se pasea (el verbo que analiza en ladino es pasearse), no se puede distinguir entre quién pasea y quién es el paseado; lo mismo ocurre en el habitarse, ¿quién habita y quién es el habitado? Son verbos activos reflexivos, una expresión de la acción del yo en el yo, en donde el agente y el paciente entran en un umbral de absoluta indistinción.

Que algo sea irreparable significa que no tiene que ser reparado, perfeccionado, redimido. Su ser, tal cual es, es justo. Sin embargo, lo irreparable es compatible con lo posible: se implican, se funden. En uno de los momentos más bellos del libro, Pulcinella entabla una conversación con Leibniz, quien utiliza la metáfora del mar para intentar explicarle a aquél en qué consiste la posibilidad. El mar que vemos está en continuo cambio, a través de pequeños movimientos imperceptibles, por lo que, en realidad, nunca vemos un mar acabado, sino eternamente posible. Cuando se contempla el mar, lo que es y lo que puede ser, lo eterno y lo contingente se funden. “Esto es el mar —concluye el Leibniz de Agamben: lo eterno, irreparablemente posible”. A lo que su interlocutor responde: “¡Soy el mar, soy el mar!”.

El ser humano es el único animal capaz de contemplar sus potencialidades sin ejercerlas. Puede no hacer (pudiendo hacer). Así, está constituido irreparablemente: como aquello que puede mantenerse inconcluso, posible. Este es el origen de la ética para Agamben, y la única estrategia de resistencia eficaz en un espíritu del tiempo donde la actividad compulsiva, consumista y depredadora —de lo propio y lo ajeno— parece invencible. El único principio revolucionario.

La rutina cómica es una extensión de este poder no hacer, pues el juego, la torpeza disciplinada, no constituye una acción, sino que interrumpe toda acción: abre el espacio del ocio, de la fuga al origen. En la obra de Agamben, el juego tiene la capacidad de desactivar la función específica de las cosas, colocarlas en un plano de sentido distinto, con otras reglas o sin reglas. El juego es capaz de profanar los objetos sagrados (apartados del uso común, cotidiano) del derecho, del arte, de la política, de la religión, y devolverlos a su uso común, a su carácter potencial.

Ahora bien, si todo lo anterior es cierto, ¿por qué este personaje de la Commedia dell´ Arte utiliza máscara? ¿No es la máscara precisamente el personaje —el rol— que uno crea a través de sus acciones, aquello que cubre el rostro, la verdadera identidad? Es bastante conocido que el concepto “persona”, proviene de la palabra griega para designar una máscara teatral: prosopon. Igualmente sabido es que Tertuliano utilizó este concepto para referirse a cada una de las personas de la Santísima Trinidad —como traducción latina del griego hipostasis— y que Boecio definió a la persona como una “sustancia individual de naturaleza racional”.

En esta tesitura, la máscara constituye aquello a través de lo cual resuena la voz del ser humano; representa la dialéctica entre su naturaleza —lo dado— y su actividad racional, lo que ha llegado a ser: su individualidad, a través de sus virtudes y vicios. Esta perspectiva genera una división entre el rostro que está debajo de la máscara y la máscara, entre el actor y el papel representado. En las tragedias antiguas, al terminar la interpretación, los personajes se retiraban la máscara, dejando ver su rostro, revelando al actor. Sin embargo, en las farsas —nos dice Festo— esto no se exigía a los actores, como si la máscara fuera consustancial a ellos, como si carácter y personaje fueran una sola cosa. Pulcinella no se puede retirar la máscara porque debajo de ella no hay un rostro: él es su máscara. Recordemos que no asume su carácter a través de sus acciones, sino que imita su carácter, lo dado. Es así como hace inoperante la dialéctica entre rostro y máscara, la cual ha marcado las aporías de la ética occidental, según Agamben.

Pulcinella, entonces, no tiene una identidad propia —como sí la tiene el héroe trágico. Es un tipo, en el sentido de un híbrido de singularidad y generalidad, un individuo que se convierte en el principio de una reproducción serial. Debido a esto, no suele presentársele solo, sino acompañado por una multitud de Pulcinellas. Sólo que, a diferencia de Arlecchino —otro personaje de la Commedia dell´ Arte—, quien se reúne con otros de su tipo para destruir todo a su paso, la “manada” de Pulcinellas es pacífica: juegan, bailan, conviven con animales, ríen, comen, duermen, contemplan el paisaje.

No obstante lo anterior, en la serie de dibujos de Giandomenico vemos que Pulcinella es juzgado, condenado y asesinado. ¿Cómo es esto posible? ¿No es el más inocente de los personajes? Al modo de ver de Agamben, su juicio muestra algo fundamental: que no se le puede juzgar, en realidad, porque es inimputable. Tanto la ley como el juicio —y su esencia: el castigo—, quedan en ridículo frente a Pulcinella; muestran su aspecto farsesco. Éste no puede ser juzgado porque sus acciones son lazzi, no tiene responsabilidad alguna, pues es un irreparable cómo, no tiene ni sustancia ni personalidad moral.

Algo similar ocurre con su muerte. Pulcinella no está ni vivo ni muerto, existe antes y después de la vida. De ahí que sea capaz de bajar y subir del inframundo a voluntad. Lo que entonces vemos en las escenas de su muerte es un falso cuerpo que está en vez del cuerpo que debería estar ahí. Es una especie de muñeco de paja que substituye vicariamente al cadáver en el cadalso, en el paredón de fusilamiento, a fin de engañar a la muerte. Dice Agamben: “La vida de Pulcinella es esta vida que es para la muerte, no porque está dedicada a esta, sino porque cómicamente la reemplaza, porque se burla de la muerte”.

Hemos hablado de las acciones cómicas de Pulcinella que lo hacen inimputable, de su máscara que hace inoperante la tensión polar entre actor y personaje, mas ¿qué decir de su cuerpo, de su vientre prominente, de su joroba, de su general desproporción? A primera vista, su figura llama la atención y genera cierta perplejidad. ¿Por qué no es grácil, sencilla, frugal? Para dar una respuesta, hemos de recordar que el arte de la comedia no sólo consiste en imitar sino en deformar. La deformidad del cuerpo del Pulcinella, nos dice Agamben, se constituye como una crítica al cuerpo personal, privado: mi cuerpo, tu cuerpo, “para mostrar un cuerpo como tal”. La torpeza o rareza de su cuerpo interrumpe la visión tradicional del cuerpo individual para mostrarlo como algo inapropiable, para reconducirlo al estado que guardaba con anterioridad a la división impuesta por la filosofía, la política y el derecho, entre vida biológica y vida políticamente calificada (zoê/bios), a la que debemos la existencia de la nuda vida, la vida del homo sacer. En este sentido, el cuerpo de Pulicinella es una desactivación y desapropiación que permite pensar el cuerpo como aquello que nunca constituye un objeto de dominio, sino de uso, inclusive de uso común.

Pulcinella representa una vida cuya bios es su propio zoê, es decir, una forma-de-vida. Este concepto es, quizá, el más fundamental en la obra agambeniana. El origen del pensamiento filosófico occidental coincide con la visión fracturada de la vida en estos dos conceptos (bios/zoê). La-forma-de-vida (unida por guiones para denotar su carácter esencialmente unitario) es la propuesta de Agamben para pensar una vida que no puede ser jamás separada de su forma; una vida en la que nunca es posible aislar una nuda vida.

El libro cierra con una reflexión sobre la voz de Pulcinella. En el teatro de marionetas resulta fundamental para el titiritero que da vida a este personaje utilizar una voz artificial, producto del uso de una pivetta, esto es, una suerte de aparato musical que se introduce en la boca, se pega al paladar con ayuda de la lengua y permite hacer una voz gallinácea, parecida a la del Pato Donald, no siempre inteligible del todo. Para que Pulcinella pueda hablar, es necesario que el titiritero abandone su voz y aprenda la voz artificial —y ajena— de la pivetta. Esta experiencia de una voz impropia, de una lengua desconocida, que permite experimentar una voz como tal, suspendida de su carácter denotativo, es parecida a la experiencia poética, en la que es necesario acallar la voz propia, para poder hablar con un lenguaje que no nos pertenece.

Agamben ha tenido por vocación filosófica que identificar y hacer inoperantes las tensiones polares que han definido, desde el origen del pensamiento, la ontología, la antropología y la ética. Lo anterior, debido a que tales divisiones conceptuales han posibilitado aparatos de poder que crean sujetos que pueden ser controlados e, incluso, aniquilados. La división fundamental, que coincide con el mismo proceso de hominización, es aquella entre la voz animal (phoné) y el logos del lenguaje que se inscribe en ella, a través de las letras (grammata). De esta, se derivan otras cruciales, que han marcado la forma en que comprendemos el mundo: esencia/existencia, potencia/acto, sujeto/objeto, entre otras. Cuando estas tensiones y sus aparatos de poder sean desactivados, advendrá la vida feliz.

Pulcinella encarna esa vida feliz, ese personaje ejemplar de la comunidad que viene. Al final de su vida filosófica, después de un largo y tortuoso descenso al Averno para dar testimonio de los horrores humanos, Agamben, como Virgilio y Dante, quiere “retornar sus pasos, para escapar al aire fresco que está arriba”. Es consciente de que ese es “el reto, la labor… y sólo unos pocos han tenido éxito”. Para lograrlo, necesita la compañía de Pulcinella: ser él mismo Pulcinella. A la etapa de demolición sistemática del pensamiento occidental, no le siguen las ruinas del todo, los escombros filosóficos del nihilismo; sino la forma-de-vida, la alegría de la vida contemplada en su posibilidad, en su ser tal cual es, en su inoperancia.

Pulcinella es el umbral donde todas las separaciones conceptuales se vuelven indistinguibles, pierden su vigencia; donde los aparatos de poder se vuelven impotentes. Pulcinella permite así pensar una nueva política más allá del derecho y de la ley, una comunidad de vida más allá de la propiedad, la identidad y la pertenencia, que, en realidad, son principios de exclusión.

Quisiera cerrar este comentario con la siguiente interrogante: ¿es la propuesta ética de Agamben anticristiana o post-cristiana? La pregunta resulta relevante porque Pulcinella no puede ser ni juzgado ni redimido, pues sus lazzi son inimputables y su ser es irreparable. Transforma todo juicio en una parodia. No obstante, el Credo Niceno sostiene que Cristo se encarnó y fue crucificado para redimir al género humano y, al final de los tiempos, vendrá para juzgar a vivos y muertos. Además, la ética cristiana, según Agamben, exalta la voluntad, la culpa, la ascesis, el arrepentimiento y el perfeccionamiento, todo lo cual es opuesto a su ética de la inoperatividad. Prima facie, pareciera que Pulcinella está entonces en las antípodas del Cristo.

No obstante lo anterior, a lo largo de su reflexión filosófica, Agamben echa mano de una pluralidad de nociones teológicas y paradigmas cristianos, que utiliza de manera ejemplar para sus reflexiones y conclusiones. Basta mencionar aquí un caso central: la figura de Francisco de Asís, que es presentada en el libro Altísima Pobreza, parte de la serie Homo Sacer, como el paradigma de una vida más allá del derecho —la propiedad—, en su inocencia y simplicidad. La ética de san Francisco no es la del seguimiento de una regla que termina por convertir la vida en un conjunto de normas inflexibles, sino la de la regla —en el caso del Poverello, el propio Evangelio— convertida en vida y, en ese sentido, superada. Vivir por fuera del derecho, en ausencia de todo título de propiedad, permite la constitución de una comunidad-de-vida (el cenobio), basada en el uso común, la contemplación y el amor fraterno, que nunca es posesivo ni excluyente. En este contexto hay una estrecha cercanía entre Francisco de Asís y Pulcinella; entre el cenobio y la comunidad que viene. El Giullare de Dio, como llama Roberto Rosellini a Francisco, podría ser una de las singularidades que habitan esta comunidad.

Los ejemplos de este tipo abundan. Sin embargo, el uso estratégico de categorías teológicas no implica de forma alguna que se asuman en su ortodoxia y se suscriban a pies juntillas. Agamben ha dicho en repetidas ocasiones que algo comienza a revelar su verdadera potencia explicativa y su valor “cuando ha pasado de moda”, cuando ha dejado de ser parte del discurso dominante. Este es el caso de la teología cristiana, la cual sufre en su pluma una profunda y aguda reinterpretación, cuyas consecuencias, en no pocas ocasiones, implican una crítica implacable a su versión ortodoxa institucional. En esto sigue los pasos de Walter Benjamin, que renovó el discurso y el método de la teoría crítica a través de la reflexión heterodoxa de categorías teológicas judías y cristianas, tales como “Mesías”, “Tiempo mesiánico”, “Redención sin reparación” (esta última resulta crucial para entender “lo irreparable”). Y también los del pensador católico Iván Illich quien, partiendo de una reflexión teológica, hace una crítica sistemática del intento de las instituciones modernas —jurídicas, políticas, teológicas, médicas— de administrar aquello que está fuera de toda administración: la gracia, en primerísimo lugar, y la vida.

No considero, sin embargo, que la ética de Agamben se pueda calificar de cristiana. Su visión, sin duda, es más afín a la teología inmanente de Spinoza, donde Dios es una sustancia infinita (causa de sí mismo), de la cual todas las cosas son modos o modificaciones, y la potencialidad, por tanto, tiene una preminencia ontológica. En esta visión spinoziana, no existe una diferencia entre lo humano y lo divino, entre lo profano y lo sagrado, y la felicidad consiste en una aceptación del mundo tal y como es. Estas ideas, como se ha visto, ocupan un lugar privilegiado en la obra del filósofo italiano.

Tampoco creo que sea una ética anticristiana. En todo caso, Agamben —y Pulcinella— abre una vía para criticar al cristianismo: desactivar su carga institucional/dogmática y sus aparatos de poder. Esta vía de escape de la ortodoxia institucional permitiría al cristianismo volver a sus orígenes, a la vía de la gracia, de la gratuidad y la comunidad de vida: su auténtica ortodoxia. Incluso, posibilitaría pensar aquella predestinación paulina “desde antes de la constitución del mundo, para que fuéramos santos y sin mancha… en amor” como una suerte de irreparabilidad, donde la encarnación, la pasión y la resurrección no representen tanto una Teodramática (Hans Urs von Balthasar) como una Divina (tragi)Comedia en la que al final todas las cosas serán restauradas a su origen, como eran y siempre han sido.

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