En este breve ensayo, Eduardo Garza se pregunta si la ética debe invadir el territorio del humor para normarlo o establecer sus fronteras. ¿O será que la imposición de la ética derivaría en la destrucción del humor?
Es posible, algunos dirían que urgente, construir una ética del humor.
Juan Carlos Siurana, por ejemplo, aplica la lupa metodológica de las éticas aplicadas y de su escuela, la de Valencia, al humor. Construye una reflexión sistemática, aguda y necesaria sobre las reglas que pueden limitarlo o encausarlo. Parece intuir que su misión es imposible, que se trata de poner límites a la fuerza vital del humor, de ponerle puertas al monte, pero que, de cualquier manera, su empeño vale.
Mucho más allá del ámbito académico son cada vez más las personas, ambientes y ocasiones que sugieren trazar para el sentido del humor una frontera de tipo moral. Nos sugieren cuestionar no pocas expresiones humorísticas que, por ejemplo, hieren, discriminan o segregan a personas y grupos que invaden irreverentes el ámbito de lo sagrado. Así, es posible a un tiempo condenar los atentados a la revista y al personal de Charlie Hebdo y cuestionar su estilo editorial, las posibles trasgresiones de su singular sentido del humor, su cultura y su estilo periodístico.
A esta posible revisión ética del humor responde, entre otras cosas, el que aquel chiste que nos hizo reír a carcajadas, hoy nos parezca sexista, machista, racista, homofóbico o clasista. El objeto de nuestro humor se ha transformado en pocos años. Las historias que hace pocos años provocaban nuestra risa ya no la incitan más. Hace no muchos años, casi todas las reuniones sociales o familiares dedicaban una parte de su rutina a contar chistes. Se estilaban incluso secciones dentro de dicho inevitable programa. Chistes de gangosos, de borrachos, de curas y monjas… Por supuesto, algunos “de tono más subido”, normalmente de tipo erótico, que no se contaban frente a los menores. Constituía casi un reto para los más ágiles contadores de chistes el ir escalando el tono de las historias, estirando sin romper la liga imaginaria en el código de cada grupo. Estirar la liga era sinónimo de intimidad y confianza. Romperla, lo era de vulgaridad y mal gusto. Alguien me hizo ver cómo, paradójicamente, ejercemos el humor de aquello que, en el fondo consideramos serio. Hacíamos chistes eróticos en la medida en que respetábamos la sexualidad; de curas en la medida en que la religión era importante, etcétera.
Hoy la sección de chistes en nuestras reuniones prácticamente ha desparecido. La gente se debate entre reír o no hacerlo, se siente frente a un dilema moral, pone un filtro de orden ético a su reacción frente a una historia humorística. ¿Debo reírme?
Por cada gesto escrupuloso hay quien asume el reto, se pone del lado del humor y, a la manera del bufón, lanza historias y secuencias, inflexión y narrativa para romper sus filtros. La batalla narrativa ha dado inicio.
Así pues, mientras la ética del humor crece y se construye, el humor de la ética se genera de manera silenciosa, necesaria, incontenible… Y existe entre ambos la dinámica y la tensión de una batalla territorial, una guerra singularísima que se libra en nuestra narrativa.
Si la ética invade el territorio del humor para normarlo, está en la vocación de éste retar a aquélla, evidenciar sus fisuras y limitaciones, denunciar sus fronteras y la manera como puritanamente invade ámbitos que no le son propios.
El alumno bromista en la clase de moral —tan temido por el maestro— abraza la vocación de poner de manifiesto los límites de su narrativa y de su disciplina; busca y encuentra las debilidades del sofisticado edificio moral y del carácter del profesor. En ocasiones —nos lo advirtió Jorge Portilla en su genial Fenomenología del relajo— lo hace de manera destructiva y nihilista. Pero puede también beneficiar la ética señalando su frontera norte: la que apunta al ámbito espiritual. En el primer caso, acude al relajo; en el segundo al humor.
Cuando adquiere la forma del relajo, su discurso se torna saboteador del discurso moral; pero en el segundo caso señala la frontera trascendente de la ética conduciéndonos, como aprendimos de Kierkegaard, al terreno de la fe y la espiritualidad.
El territorio de la gratuidad, si bien relacionado con lo moral, se rige por reglas que la moralidad desconoce. A él pertenecen la gratitud y la esperanza, el desapego, el abandono, el don y la gracia.
Para el predicador danés, como para nuestro Antonio Caso, la existencia puede asumirse en tres niveles ascendentes, siendo el humor vía de acceso al último y más pleno de los mismos, el religioso.
Vistas así las cosas, la victoria definitiva de la ética se antoja tan desastrosa culturalmente como el imperio absoluto del humor.
Estamos quizás frente a una lucha que tal vez en el fondo necesitamos, que no queremos detener y en la que no deseamos ganadores. Quizás en una expresión más de la lucha eterna entre los hijos de Zeus, Dionisio y Apolo, esa que —Nietzsche dixit— por encontrarse en el origen de la tragedia no debemos detener.