Jacobo Dayán, República de Weimar. La muerte de una democracia vista desde el arte y el pensamiento. México: Taurus / Penguin Random House. Grupo Editorial, 2023, pp. 187.
Solamente cuando la idea responda a poderosas necesidades psicológicas de ciertos grupos sociales, llegará a ser una potente fuerza histórica.
Erich Fromm, El miedo a la libertad
Con República de Weimar. La muerte de una democracia vista desde el arte y el pensamiento, Jacobo Dayán nos invita a repensar lo que transcurrió en la sociedad alemana de 1918, en que finaliza la Primera Guerra Mundial, hasta 1933, cuando el Partido Nacional Socialista Obrero Alemán accedió al poder. Como si la República de Weimar fuera un cuerpo orgánico, los capítulos del libro llevan títulos que describen un arco cronológico de gestación o preámbulo, convulsión, esperanza, muerte y epílogo o epitafio.
La Primera Guerra dejó un sentimiento devastador de injusticia y derrota en Alemania: el tratado de Versalles había impuesto a Alemania una deuda descomunal y la inflación alcanzó niveles exorbitantes. Si, por un lado, el Partido Social Demócrata en el gobierno buscaba mantener la estabilidad sosteniéndose en las aristocracias, las fuerzas armadas y las élites económicas, por el otro, la izquierda revolucionaria, liderada por Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo, se lanzaba en pos de una revolución popular inspirada en la experiencia rusa. Finalmente, las facciones de extrema derecha, defensoras del militarismo y los ideales nacionalistas, que despreciaban el pacifismo y el internacionalismo socialista que consideraban causas de la derrota y la degradación del espíritu alemán, comenzaban a crecer y a fortalecerse en lo que sería más tarde el nazismo. Tras la Revolución de noviembre de 1918 y el asesinato de Liebknecht y Luxemburgo en febrero de 1919, la Asamblea Nacional Constituyente se reunió en Weimar donde se declaró la República Alemana, cuyo primer presidente fue el socialdemócrata Friedrich Eber.
Jacobo Dayán comprende la República de Weimar como un periodo histórico, político y social, pero también como un paradigma de las situaciones que, al mismo tiempo que permiten el nacimiento de las democracias, las precipitan a su muerte. El hilo conductor es la forma en que el arte y el pensamiento respondieron al principal azote de la República de Weimar: la propaganda fascista, la censura y la persecución.
El autor proviene de una trayectoria académica y activista en derecho penal internacional, justicia transicional y derechos humanos, aunque también de su tarea en la gestión cultural y la crítica de arte. Por ello, la obra, pese a abordar de manera cronológica los sucesos de la República de Weimar, no debe leerse bajo un riguroso criterio histórico, sino como un ensayo que evoca un horizonte en el que el derecho a disentir y participar políticamente no está sólo amenazado, sino también altamente manipulado. Se trata de un ensayo para abrir los ojos respecto a los liderazgos que nos llevan a la supresión de la libertad mediante la violencia, la simulación y el discurso. República de Weimar. La muerte de una democracia vista desde el arte y el pensamiento se inserta así en una profusa literatura dedicada a la emergencia del autoritarismo en el seno de los países democráticos y que es ya un fenómeno global y multifactorial: La crisis de la democracia, de Adam Perzeworski (Siglo XXI, 2022); El ocaso de la democracia. La seducción del autoritarismo, de Anne Applebaum (Debate, 2021); ¿Cómo mueren las democracias? de Steven Levitzky y Daniel Ziblatt (Ariel, 2018); Infocracia. La digitalización y la crisis de la democracia, de Byung Chul-Han (Taurus, 2022). Tal vez por ser mexicano de origen judío, Jacobo Dayán da un salto acrobático de alto riesgo: establecer ciertos paralelismos entre Weimar y México.
El clima social de Weimar fue el de una ruptura inédita respecto a las tradiciones del Estado absolutista, cuando la voluntad popular reclamaba una vida más digna, más equitativa y más libre. Aunque fueron años de postguerra y de miseria, de violencia social y política, de definiciones e imposiciones, entre 1924 y 1929 la flexibilización de las sanciones internacionales hacia Alemania permitió cierto crecimiento económico y una mayor estabilidad. Aun así, la economía se veía afectada por la ilegalidad, el crimen, la prostitución, y el mercado de las drogas. El arte plasmará todo ello cual sombra desbordante de irracionalidad. Ciertamente, al leer la obra de Dayán se percibe el ambiente orgiástico de aquellos años que podría estudiarse a la luz de la noción de gasto en la obra de Georges Bataille, implícita en aquello que es improductivo y “lujoso”: los duelos, las guerras, los juegos, los espectáculos, las artes, la actividad sexual sin fines reproductivos, y todo eso que está más allá de los parámetros morales convencionales y a los que el ser humano se abandona cuando renuncia a seguir funcionando bajo el régimen diurno del trabajo, el proyecto y la autopreservación. Me permito referirme a esta teoría porque advierto que la obra de Dayán desarrolla una interpretación respecto a los enfrentamientos sobre la base de ideologías políticas, sin adentrarse en el trasfondo antropológico, filosófico y psicológico que motiva dichos comportamientos y que podría alumbrar lo que ocurre en el arte. Bataille explica el desarrollo de las sociedades mediante el concepto de gasto: “Los componentes de la lucha de clases están presentes en la evolución del gasto desde el periodo arcaico”. Ella conduce a la continuidad, a un éxtasis que trasciende el miedo a la muerte en el que el individuo o los grupos sociales alcanzan la soberanía, es decir, lo opuesto a la moral de la esclavitud cuya aparición es insostenible en el tiempo o en el proyecto.
Si lo opuesto a la moral del esclavo es aquella experiencia soberana, encontramos que la sociedad alemana de la época de Weimar se debatía entre ambas al igual que ha sucedido y sucede en otras sociedades y momentos históricos. En Alemania, la monarquía destituida sembraba en los alemanes una libertad inusitada que, sin embargo, fue prontamente invadida por el fervor de nuevas ideologías de control que reclamaban su propia cuota de poder. Este tránsito de la libertad al autoritarismo colinda con lo que ya advertía Erich Fromm en su obra El miedo a la libertad, cuando distinguía entre “una libertad de” y “una libertad para”, tanto en el inicio de la Reforma protestante de Lutero, como en el ascenso del Tercer Reich de Hitler. En ambas épocas, el fantasma del carácter autoritario se avivó peligrosamente. La “libertad de” fue el motivo de una angustia o pánico que llevó a aceptar un nuevo orden que brindara seguridad y pertenencia. Fromm se detiene a explicar que este no saber qué hacer con la libertad es la situación de fondo que se encuentra en la imposibilidad de la democracia. El mito de Adán y Eva ayuda a explicar el trastorno. Al desobedecer, al transgredir el orden, los primeros humanos ejercieron su libertad, pero, al mismo tiempo, perdieron la unidad original. Así escribe Fromm en relación con el relato de la Caída en el Génesis:
El acto de la desobediencia, como acto de libertad, es el comienzo de la razón. El mito se refiere a otras consecuencias del primer acto de libertad. Se rompe la armonía entre el hombre y la mujer, entre la naturaleza y el hombre. Este se ha separado de la naturaleza, ha dado el primer paso hacia su humanización al transformarse en “individuo”. Ha realizado el primer acto de libertad. El mito subraya el sufrimiento que de ello resulta. Al trascender la naturaleza, al enajenarse de ella y de otro ser humano, el hombre se halla desnudo y avergonzado. Está solo y libre y, sin embargo, medroso e impotente. La libertad recién conquistada aparece como una maldición; se ha liberado de los dulces lazos del Paraíso, pero no es libre para gobernarse a sí mismo, para realizar su individualidad.
La descripción de Fromm respecto a la experiencia de la libertad individual coincide hasta cierto punto con la noción de discontinuidad en Bataille, una fase en la que el ser humano se torna sujeto autónomo, pero también sufre al convertirse en objeto de esclavitud para sí mismo. Con el deseo de superar dicha alienación funcional, el individuo se entrega a experiencias de gasto y continuidad, sean criminales, eróticas, lúdicas o artísticas. Gracias a estos lentes paradójicos y abismales podemos enfrentarnos a realidades que en aquel tiempo, y ahora, siguen sucediendo, y que no acabamos de comprender dentro de un horizonte de racionalidad.
La obra de Dayán nos lleva así a contemplar el vertiginoso giro que va de los febriles y abiertos años 20 al terror estatal de los años 30 en Alemania. En este vértigo se mueve la política, pero sólo el arte logra plasmarlo y exorcizarlo, destacando la turbiedad de aquella sociedad, la ausencia de respeto a la ley, la lucha por el poder y los abusos que su posesión crea. Como una mujer vestida de blanco que camina dificultosamente sobre la fetidez, en la Constitución de Weimar se albergaba un apéndice demoníaco, el artículo 48 que permitía ejecutar el estado de excepción y gobernar mediante decretos, excepción que se volvió norma con Hitler durante el nazismo. Dayán parece sugerir que la democracia es algo así de fulgurante que, como la dama vestida de blanco, huye de garras y sombras que buscan violentarla y devorarla según aparece en varios filmes de la época de Weimar.
Las numerosas obras literarias, musicales, pictóricas o cinematográficas analizadas por Dayan se presentan como canales de expresión de la violencia desbordada. Esas formas del arte, que el nazismo calificó de degenerado, eran una suerte de catarsis psicosocial, un conjuro frente a los bellos paisajes alemanes y los valores nacionales que promovía el nazismo y que anticipaban la mayor crueldad ejercida en la carne de millones de personas.
La estética de la propaganda nazi y su denuncia del arte vanguardista se oponían a la realidad como una máscara. La realidad era prohibida mientras la máscara era aclamada. El expresionismo, el dadaísmo, la nueva objetividad mostraban el infierno de un Estado que se sostenía en el crimen. Una sociedad de muertos, fantasmas y vivos que buscaban su espacio de justicia, de representación, su espacio político. El cabaret, en particular, hacía visible la pesadilla. Pero por sus características de abierta expresión sexual, de oscura y grotesca estética, de irregular naturaleza, escandalizó y suscitó el desprecio y el disgusto de las conciencias disciplinarias.
Uno de los grandes y controversiales aportes de Dayán en su libro es la forma de establecer una analogía entre la realidad de la República de Weimar y las tendencias autoritarias y de sometimiento que se suscitan en el presente, sobre todo de México. Como en la República de Weimar, dichas tendencias viven una suerte de fin de fiesta, una fiesta que ha durado muy poco porque, quizá, como en Weimar, no hemos sabido para qué es la democracia. Los resplandores que emanan de la espada del querubín que resguarda el jardín de Edén se confunden con los incendios de Sodoma y Gomorra. La historia es un círculo sin memoria y sin sentido o un doloroso aprendizaje, una resurrección que nos lleva a una mayor madurez, a un equilibrio donde vamos comprendiendo la libertad.
En la comparación de Dayán, la democracia mexicana nació como la de Weimar inoculada con el veneno del autoritarismo: los crímenes de los gobiernos postrevolucionarios, las desapariciones forzadas durante la Guerra Sucia y la represión de la lucha indígena en los años 90 infectaron la visión de un México plural y equitativo. En otras palabras, ¿se puede ser libre con un inconsciente desconocido y reprimido?; ¿se puede ser democrático con un pasado tan enormemente autoritario? Es una pregunta psicológica que me plantea tanto la lectura de la República de Weimar. La muerte de una democracia vista desde el arte y el pensamiento como la fatalidad del destino personal y de la historia misma en nuestra época.
Más allá de esas preguntas, algo que revela la obra de Dayán mediante una notable recopilación de expresiones artísticas, es que la crisis de la democracia se manifiesta como un extravío de la coherencia o del sentido de la realidad cuando se percibe un contraste violento en lo institucional que justifica la barbarie. Dayán nos ofrece varios momentos de esta disonancia. Mientras que en febrero de 1922 las potencias aliadas intentaban resolver las disputas internacionales mediante la creación de la Corte Permanente de Justicia Internacional, Alemania se hundía en el caos de ser un resto condenado por la civilización a mantenerse en las galeras de las compensaciones económicas durante al menos 50 años. Otro ejemplo es el ínfimo castigo a Hitler y Ludendorff tras su intento de golpe de Estado que Dayán compara con los indultos que se les otorgan a los militares acusados de colusión con el crimen organizado. Otro más es el de la paciencia de Hitler que, pudiendo llegar al poder mediante un golpe de Estado, prefirió llegar por la vía democrática. Ya en el poder, sus discursos mesiánicos, sin relación con la ley, se asemejan a los de los regímenes populistas actuales que desprecian la ley y privilegian los sentimientos y el nativismo ligado a la paranoia y a la lógica fanática de amigo-enemigo.
La confusa imagen de una soberanía nacional que se erige apoyada en el autoritarismo y el sometimiento no es más que una apariencia, una falsa soberanía, pues está basada en la autopreservación del poder del “rey” a la usanza tradicional. La película de Fritz Lang Metrópolis proyecta el imaginario distópico de una sociedad estructurada mediante la esclavitud de una clase obrera mecanizada, que se ve obligada a cumplir el capricho de la construcción de una gran obra semejante a la torre de Babel. Son imágenes propias del militarismo o del trabajo industrial que afirman el desmembramiento y desintegración de la persona. Pero también están aquellas películas en las que el individuo romántico, convertido en tirano, Nosferatu o Mabuse, se entrega a la irracionalidad del crimen ¿Cómo actúa el arte cuando plasma aquello mismo que denuncia y permite que la maldad cumpla su objetivo? La figura del destino, de la fatalidad rige tanto el sentimiento orgiástico del placer sin responsabilidades como el del crimen sin consecuencias. Bataille puede alumbrar estas experiencias que podrían localizarnos en otro horizonte interpretativo que ayude a explicar la complicidad que la sociedad establece con la figura del tirano y del criminal. Bataille describe la experiencia soberana a manera de una cumbre a la que accede el hombre que se libera de la “moral de la servidumbre”, es decir, del tabú de la sexualidad y del asesinato:
El asesinato no es el único medio de recuperar la vida soberana, pero la soberanía se une siempre a la negación de los sentimientos que la muerte impone. La soberanía exige la fuerza de violar, ciertamente en las condiciones que definen las costumbres, la prohibición que se opone al asesinato; requiere también el riesgo de morir. Siempre, la soberanía impone la liquidación, con fuerza de carácter, de todos los desfallecimientos ligados a la muerte, y la dominación del estremecimiento profundo.
Si para Hannah Arendt la práctica del asesinato en los nazis no era resultado de un arrobo pasional, sino simplemente de un cálculo burocrático, un trabajo en el que las personas, previamente instrumentalizadas, rebajadas a mera condición de especies subhumanas, tenían que ser eliminadas por otras personas igualmente instrumentalizadas y convertidas en maquinarias de muerte, seguimos en la lógica de una moral del trabajo, de la esclavitud, del sometimiento. En esta organización, tampoco Hitler era soberano, pues, según explica Fromm, se veía a sí mismo como un instrumento del destino o de la Naturaleza. En cambio, el arte de aquellos años sí iba más allá de una ética comprensible del trabajo y de la utilidad. Los artistas que refiere Jacobo Dayán fueron perseguidos y censurados por un orden que exaltaba la disciplina. Si el Tercer Reich era un proyecto maquinal en el que los engranajes serían las propias personas, el arte de la República de Weimar manifestaba una pasión personal por el gasto, el exceso, la fiesta, la poesía y el éxtasis. Para Bataille, el principio de utilidad y el principio de pérdida o gasto son parte de una economía general, pero se contradicen trágicamente: “Lo único que al hombre le cabe elegir —dice Bataille—, es el modo que desea darle a su destino derrochador: festivo o bélico, pacífico o violento, gozoso o terrible”.
Esta disyuntiva nos lleva a una pregunta fundamental, planteada ya de alguna forma: ¿para qué somos libres? A esto parece referirse Dayán cuando habla del papel profético del arte. El profeta sufre en su carne los signos de la historia que denuncia. La cuestión judía envuelve toda la obra en la confluencia de la guerra contra el arte y contra el judío, bajo la consigna de exterminarlo, atribuyéndole características subhumanas, degeneradas, peligrosas, aterradoras. Todo ello va plasmándose en el arte, al filo de su propia destrucción. Arnold Schönberg escribió la ópera Moisés y Aarón cuando decidió retornar al judaísmo en un acto de resistencia ante el antisemitismo imperante. Según lo plantea Dayán, la obra de Schönberg puede mirarse a través de la identificación del compositor con Moisés, aquel profeta que habla a un pueblo que se niega a escuchar lo que promete una libertad auténtica. La frustración de ambos es semejante. Ambos hablan a un pueblo sin oídos, que se deja llevar por la idolatría en la reconfortante visión del becerro de oro. El terror que impuso el nazismo y la complicidad de toda una sociedad con el tirano es exactamente lo opuesto a la libertad. La vuelta al desierto que conduce al pueblo al aprendizaje de la libertad es el anuncio de Schönberg al final de la ópera. El ser humano, todo ser humano, es libre para crear formas de expresión que le hacen soberano ante un régimen autoritario. Esto sería lo que el propio Jacobo Dayán realiza mediante la licencia anacrónica que implica todo documento estético y ético.