19
El humor y la risa
>
Miscelánea

Encarnaciones del Mal. Un caleidoscopio literario

Guillermo Máynez Gil

Miscelánea
Recién dedicamos el número 18 de Conspiratio al problema del mal. Se trata, como apunta Guillermo Máynez en este ensayo, de un enigma perenne para todas las religiones y filosofías, así como de una experiencia latente en la vida humana. A través de este caleidoscopio literario retomamos la conversación alrededor de este asunto tan inquietante.

Para todas las religiones y filosofías, la existencia del Mal ha sido siempre el mayor desafío, un enigma aun más impenetrable que el origen del cosmos o de la vida. No se trata de los males específicos como la enfermedad y la muerte, la agresión, el robo o la venganza: todos ellos tienen una explicación más o menos comprensible, y en último caso se pueden atribuir a la locura o la posesión de un alma por algún espíritu. Cualquiera puede entender que, a lo largo de una vida, a veces será necesario hacer un mal: matar o herir en defensa propia; abandonar a una persona que nos ama, causándole dolor; atacar a otros para obtener posesión de un bien indispensable, como el agua, y muchos otros.

De hecho, el mal está presente en la vida de todos los seres humanos, y aun en la de muchos otros seres vivos, aunque, hasta donde sabemos, sólo los humanos adquieren la conciencia de que para vivir es necesario matar. Este concepto, “matar”, es tan amplio como se quiera caracterizar: alguien dirá, por ejemplo, que no mata porque es vegano, pero al arrancar una hierba del suelo lo hace: interrumpe su ciclo de vida “natural”. Otros podrían decir también que los procesos físicos que rigen el Universo terminarán por matarlo cuando se contraiga.

Todo eso, sin embargo, pertenece a la esfera de la metafísica o simplemente de la física y la biología. En la vida cotidiana de los humanos, la presencia del mal que se manifiesta en la necesidad de matar para obtener nutrimentos está en el origen de ritos fundacionales de las religiones. El filósofo Josu Landa (2019), en su esclarecedor ensayo Teoría del Caníbal Exquisito, afirma que lo horroroso de este destino orilla a su sublimación y ocultamiento vergonzante (tabúes). Esta sublimación se realiza por medio del sacrificio, es decir, de la sacralización ritual de la matanza (holocausto) y la simbolización estetizante (corridas de toros, por ejemplo). En este juego entre negación y trascendencia, el sacrificio implica una complicidad divina en el sacrificio. Incluso, para conjurar el Mal, la víctima propiciatoria (chivo expiatorio) muere para salvar a muchos (cristianismo). “De ese crisol trágico, en el que colide una necesidad inexorable con una conciencia contrariada e inconforme, brota el mito: el relato que habrá de ofrecer las verdades de cariz divino que hagan tolerable un modo de la existencia tan complicado como el que toca ejercer a los humanos”.

Eso, sin embargo, sigue siendo un mal necesario. Es perturbador, pero comprensible una vez que el ser consciente admite que la vida es así y no hay nada que hacer. El Mal con mayúscula, el que verdaderamente causa perplejidad y una angustia irremediable, es el que se comete gratuitamente, el mal por sí mismo, porque sí. Es un mal metafísico, que va más allá de la trágica condición natural de la existencia; es la crueldad, el sadismo, el disfrute ante el sufrimiento ajeno (o propio) e incluso, más allá, una condición vital enfocada en la destrucción por la destrucción, en el daño por el daño.

*

Para poder ceñir el Mal en dimensiones más o menos manejables o por lo menos aprehensibles, los pueblos han tendido a personificarlo. Por comodidad se le denomina “el Diablo”, aunque desde luego los detalles varían entre pueblos y épocas. Cuando el medievalista Jeffrey Burton Russell (1995) intentó estudiar y exponer el concepto del Diablo en la Edad Media, se dio cuenta de que no podía entenderlo “más que en términos de sus antecedentes históricos; y más importante todavía, no podía [entenderlo] en absoluto más que en el contexto del problema del mal”.

Así, tanto el Mal como una infinidad de males específicos se fueron convirtiendo en personajes de la literatura tanto oral como escrita. Esta literatura-mito-religión-leyenda, suele en sus inicios versar sobre la lucha del Bien contra el Mal, la de las fuerzas de la luz contra las de la oscuridad. Ninguna religión (estrechamente imbricadas todas con esos relatos) ha podido librarse de ese maniqueísmo. La definición filosófica del “mal” como simple ausencia de “bien”, no sólo no resuelve nada, sino que además frustra la necesidad humana de encontrar patrones, figuras, contornos: de personificar.

Esas personificaciones antiguas del Mal han tendido, sin embargo, a la sublimación, es decir, a la ridiculización: Sin perder su aspecto terrorífico se fueron convirtiendo en seres un poco cómicos, incluso patéticos, pues el relato debe concluir con su derrota. Landa puntualiza, en este sentido, que las culturas han desarrollado todo un conjunto de procesos de creación simbólica para atraer la atención hacia figuras temibles, pero más manejables psicológicamente: monstruo, hombre infame, bruja, vampiro, licántropo, etc. Los vampiros, por ejemplo, desplazan la interdevoración a lo legendario y excéntrico, cuando no cómico, como negación de su realidad.

No así en la literatura moderna que, aunque continuó esta tendencia y lo sigue haciendo, fue abriendo nuevas perspectivas del Mal, desconocidas para los antiguos. Es un Mal indefinible pero verdadero, real, el de los diablos de verdad como Hitler, Stalin y Mao. Qué duda cabe, la Antigüedad no tuvo escasez de tiranos, genocidas y demás, pero las dimensiones de la despersonalización del Mal que hemos ido alcanzando, y en estos días con renovados bríos, seguramente superarían la imaginación antigua más febril. Esas encarnaciones, algunas de las cuales mencionaré en este ensayo, rara vez tienen algún rasgo de comicidad o justificación. Me ceñiré a la literatura “moderna”; entendida aquí como la que surge tras el Renacimiento en el siglo XVII, es decir desde Cervantes y Shakespeare en adelante.

Ninguna de esas encarnaciones es el “Diablo” de las religiones; es otra cosa. Incluso el Lucifer de Milton puede ser interpretado como un rebelde contra la autoridad arbitraria, incluso como un héroe de la libertad. Además, no vive en el mundo de los humanos; no conoce sus privaciones, frustraciones y emociones. En todo caso, es la personificación de otro Mal, completamente imaginario y por ello estrictamente metafísico y poético.

*

En todas las literaturas, desde las primigenias y desde luego hasta la fecha, ha sido común que, en un relato dado, el villano sea mucho más complejo, interesante, atractivo y hasta simpático que los héroes o heroínas. Los hay que llegan a ser entrañables. Esto puede ocurrir incluso cuando el personaje en cuestión es despreciable y verdaderamente carente de cualquier cualidad redentora, en la frontera con el Mal absoluto, por la sencilla razón de que el Bien es simple y sus motivaciones claras: abstenerse de dañar voluntariamente, porque existe la conciencia de una identificación con el sufrimiento ajeno. El Mal es más complejo y menos comprensible.

Hay muchos ejemplos de obras en las que alguno de los villanos es más interesante que los héroes: en Vanity Fair (1848), de Thackeray, por ejemplo, años después de que los detalles de la trama y los rasgos de los demás personajes se han hecho borrosos, la montaña rusa de frivolidad e indiferencia que es Becky Sharp se queda en la memoria del lector. La otra protagonista femenina, Amelia Sedley, es rica, pero poco brillante, demasiado buena y pasiva; Becky es huérfana y pobre, pero es totalmente egoísta, amoral y cínica. Está armada y es peligrosa. Es muy bella, una gran actriz, la hipócrita perfecta. Y va por todo. Pero no es una encarnación del Mal: es simpática e irresistible, y no carece de ciertos rasgos de compasión en situaciones extremas. Es una chica con casi todo en contra, que tiene los recursos emocionales e intelectuales indispensables para sobrevivir en la feria de vanidades que es la vida.

*

En The Woman in White (1860), de Wilkie Collins, ocurre algo similar: permanecen más tiempo Mr. Fairlie y el Conde Fosco. El primero es un neurótico narcisista y paranoide que vive recluido en su cuarto y se queja constantemente de hipersensibilidad nerviosa; el segundo es un hombre de tamaño enorme, excéntrico, impositivo a la vez que melifluo, y manipulador. Con su silenciosa y arisca esposa, sus ratones blancos, su cacatúa y otras extrañas mascotas, es el verdadero cerebro de la conspiración; su personalidad majestuosa y satánica domina la novela y la eleva por encima del folletón común.

*

En la obra de Balzac, el personaje más memorable es Vautrin, alias (junto con el de Carlos Herrera), de Jacques Collin, un verdadero capo del hampa francesa, tesorero y “guía espiritual” de la cofradía de los ladrones y asesinos de Francia, en particular de París, un hombre a la vez genial y brutal, de gran fuerza y astucia diabólica, con recursos aparentemente infinitos y además homosexual. Tiene dos temibles esbirras: una rubia despampanante, Europa, y una oriental seductora, Asia. ¿Qué héroe o heroína puede competir por la atención contra este ser mercurial, proteico, sabio y perverso? No lo incluyo en la galería de personificaciones del Mal (cuya frontera es necesariamente porosa y subjetiva), sino en la de los simples villanos, porque tiene un código de honor criminal que, de alguna manera, respeta.

*

En La Ciudad y los Perros (1962), de Vargas Llosa, el villano, cuyo nombre debemos reservarnos porque de otra forma se arruina la lectura, es claramente un producto de la violencia familiar y social en que crece. Juliana, la criada malvada de El Primo Basilio (1878), de Eça de Queiroz, encarna el resentimiento mortal de los feos, pobres y humillados. Maximiliano Rubín, el fascinante protagonista de Fortunata y Jacinta (1887), de Pérez Galdós, es un retrato escalofriante del pobre diablo, del humano no sin cualidades que, sin embargo, parece haber nacido condenado al fracaso.

*

En Proust, Oriane de Guermantes, bella ingeniosa y cruel, Odette de Crécy, la cocotte convertida en gran dama, y sobre todo Madame Verdurin, la implacable trepadora social, son ejemplos de mujeres que desde luego no encarnan el Mal, aunque lo practiquen: sus motivaciones con claras y entendibles, y el propio narrador palidece ante la fuerza de estos y otros personajes, que abundan en la novela-río del francés.

La lista es interminable y el recorrido de la galería puede ser fascinante; habrá discrepancias sobre qué personaje pertenece a cuál lista, pero sin duda hay una diferencia entre estos y otros personajes.

*

Si el villano es indispensable en prácticamente cualquier historia, son pocos los relatos en que alguno de los personajes alcanza la calidad de “encarnación del Mal”. A manera de ejemplificación, y como ejercicio lúdico, hagamos un recorrido.

*

La primera de ellas, quizá la más absoluta y escalofriante, la más pesadillesca, fría, grotesca y brutal, es el Juez Holden. Es la figura que entra y sale a lo largo de Blood Meridian (1985). A esta novela se la ha descrito como “el último western”. No lo es, pero sí: ¿qué más se puede contar sobre el viejo oeste norteamericano y el norte de México, una vez que se ha consumado la descripción de ese infierno literal y metafórico? No es, aparentemente, el principal protagonista: éste es “el Chico”, un pobre muchacho que desconoce el afecto y es arrojado a un mundo inclemente, pero el Juez Holden sí es la némesis de toda la historia. El Chico lo ve por primera vez en una cantina. Es un hombre gigantesco, totalmente calvo y lampiño, además de albino: aquí el Mal es blanco, no negro. Nadie sabe de qué es juez. Sólo saben que él manda y que ha de hacerse lo que él diga. Digo que no es el principal protagonista, pero en realidad es el personaje que domina toda la obra. Como si hubiera hecho un pacto con el Diablo (el propio juez), McCarthy eleva el mal, la muerte y la brutalidad a las cimas más altas, o a las simas más bajas, del Arte. La tierra, los cactus, las cañadas y arroyos tenues, las piedras desnudas, los zopilotes y los caballos, el cielo feroz tanto despejado como en furioso torrente, todo está creado (no descrito, creado) con un lenguaje majestuoso, rico, polifónico y deslumbrante.

El juez pronuncia sentencias, decide destinos y, en una escena abominable, asesina con ternura a un niño. Ríe, canta y baila completamente desnudo; jamás duerme, jamás pierde la calma ni duda; preside sobre el Universo y decide que todo lo que él no posea o conozca debe ser destruido porque el único Universo que debe existir es el suyo. Ningún retrato del Mal, en toda la historia, la literatura o la religión, es más aterrorizante que este. Ninguna descripción del Mal compite con las frases geniales y perversas del juez. Ninguna danza es más escalofriante que el baile atroz del final.

*

Mucho antes, para volver en el tiempo, Shakespeare nos había dado ya dos encarnaciones del Mal. Cierto, tanto Lady Macbeth como Iago tienen motivaciones claras: la ambición ciega en el caso de la primera, y la envidia y el rencor como motores del mundo, en el caso del segundo. Pero sus palabras y sus acciones se elevan (o se hunden) más allá de la simple ambición o el simple rencor: no por nada se convirtieron en estereotipos, en figuras reconocibles incluso por quien no conoce a Shakespeare.

*

La decadente aristocracia francesa del siglo XVIII no podía dejar de presentar una de estas encarnaciones. Tenía que estar relacionada con el sexo, afición principal de esa clase social, e idealmente manifestarse como mujer. Choderlos de Laclos introdujo en Las Relaciones Peligrosas (1782) a la Marquesa de Merteuil, una vengadora, sin duda, pero no se sabe de qué, sólo que usa el sexo como arma.

Es una viuda rica, bella y joven que, tras una fachada de virtud, esconde a una mujer asqueada y fascinada a la vez por los hombres, a los que se dedica a seducir y arruinar (sobre todo emocionalmente). Casada adolescente, está ansiosa de saber, de aprender sobre el sexo y la seducción por la vía autodidacta, aprendiendo a controlar sus emociones y expresiones. Es una mujer “hecha a sí misma”: no hereda ni absorbe, sino que crea sus propios principios. Desde el comienzo, al escuchar a su confesor, sospecha que, puesto que el castigo por el pecado es tan grande, el placer debe ser inmenso. De hecho el amor, más que causa del placer, es su pretexto. En la crucial carta LXXXI, dirigida a Valmont, cuenta su vida y su proceso de aprendizaje: “Estudié nuestras costumbres en las novelas, y nuestras opiniones en los filósofos; busqué en los moralistas más severos lo que exigían de nosotras, y así me aseguré de lo que se podía hacer, lo que se debía pensar, y lo que era preciso aparentar”. No quiere experimentar el amor, sino inspirarlo y fingirlo.

Una interpretación actual, desde el feminismo radical, podría confundir a la Merteuil con una vengadora de su sexo, pero el problema es que extiende su violencia a otras mujeres, utilizando a Valmont, otro seductor patológico, para efectuar venganzas sádicas y gratuitas, como la que monta para la inocente y casi niña Cecilia de Volanges, prometida a un viejo militar pero enamorada del joven Danceny. Valmont, por su parte, está empeñado en seducir a Madame de Tourvel, timorata y virtuosa, quien espera el regreso de su marido en la finca campestre de la tía de Valmont. Obligado por la Merteuil, antigua amante suya, Valmont aplica una doble ofensiva: contra la virtud de Cecilia y contra la de la Tourvel. Los ires y venires de la trama se centran en este doble y perverso proceso, que termina cobrando muchas víctimas y mostrando el poder destructor del sexo y de la seducción inmoral. Novela escandalosa, aun para nuestro tiempo, aguda, inclemente, fiel a la sociedad aristocrática francesa a punto de reventar en la Revolución. Esta mujer no representa una causa ni actúa por un trauma: es el Mal como principio de vida.

*

Incluso caricaturizado, el Mal puede ser muy real: es el caso de Daniel Quilp en La Vieja Tienda de Antigüedades (1841), de Dickens. Si en un primer momento la novela causó sensación por las desventuras de la pequeña Nell, hoy en día lo más atractivo está en este personaje, un enano deforme, sucio y dipsómano, lascivo, sádico y morboso, que gesticula y grita en público y manipula su entorno con amenazas, calumnias y chantajes. Ha de decirse que no todos cayeron en la trampa del melodrama: décadas después Oscar Wilde dijo que uno debía tener un corazón de piedra para no reír con la muerte de la pequeña Nell.

En otra obra, Dickens nos dejó un esbozo lo suficientemente logrado para, aun siendo un personaje menor, quedarse en la memoria: Madame Defarge (y su acólita escalofriantemente apodada “the Vengeance”). Está en Historia de Dos Ciudades (1859). Escondida en una covacha inmunda durante la Revolución Francesa, la vieja contempla la destrucción. Durante años, sin sonreír jamás, Mme. Defarge ha ido bordando los nombres de toda la gente que condenará a muerte cuando la Revolución estalle, y el momento ha llegado para vengarse del mundo.

*

Las revoluciones, sus preludios, desarrollos y consecuencias, son semilleros y manifestaciones del Mal. Dostoievski lo comprendió como pocos (aunque no se abstuvo de atizar el fuego), y particularmente en Los Demonios (1872) donde, entre otros, nos presenta a Piotr Verjovenski y Nikolai Stavroguin. El primero es un nihilista absoluto, y la banda de terroristas que encabeza es una panoplia de las ideologías de su época (y de la nuestra), con el siniestro Stavroguin como centro de esta cartografía. Otros miembros, aunque disidentes, como Shátov y Kirílov, representan las raíces eslavas cristianas, contrapuestas al racionalismo materialista (pero perversamente místico) de los anarquistas. Los terroristas no son sólo tontos holgazanes; muchos son instruidos e incluso bien intencionados. De acuerdo con Marta Rebón, la introductora de la más reciente traducción al español, “no se ha encontrado cómo contrarrestar el control mental y emocional que los ideólogos violentos ejercen sobre sus adeptos”. Difícil, pues, encontrar una novela más vigente en nuestros aciagos días.

Este dúo dinámico del Mal llega a un pequeño pueblo, donde viven sus respectivos padre y madre. El primero es Stepan Verjovenski, un intelectual ocioso, paranoico e impostor. Stepan se ha forjado una leyenda local como perseguido político, y es el prototipo del intelectual de pacotilla, presuntamente “liberal” y perseguido. La segunda es Varvara Stavroguina, mecenas de Stepan. El joven Verjovenski regresa acompañado de Kiriliov, un ideólogo que expone el problema del cristianismo ateo que torturaba a Dostoievski. Kirílov le da al narrador la clave del pensamiento nihilista: “Vendrá un hombre nuevo, dichoso y orgulloso. Aquel para quien sea indiferente vivir o no vivir, ese será el hombre nuevo. Aquel que vencerá el sufrimiento y el temor, y él mismo será Dios. Entonces ya no existirá el otro dios… Dios es el sufrimiento del miedo a la muerte”. El problema, claro, es que para que ese hombre nuevo llegue, antes hay que incendiar todo, y Verjovenski se encargará.

Hay una sección, “La confesión de Stavroguin”, originalmente censurada y no publicada hasta 1906, en la que éste relata al padre Tijon su vida: una oscura historia de violación a una niña, que luego se suicida. Stavroguin pretende publicar la confesión, a manera de expiación, pero Tijon intenta disuadirlo. Hay aquí una alusión inquietante: quizá el nihilismo no surja tanto de las ideas, como del sentimiento de culpa y odio a sí mismo.

*

Nuestro México, tan violento, no podía dejar de poner su bloque de granito, que no grano de arena: Evaristo el Tornero, el psicópata mexicano de ayer y hoy, uno de los muchos protagonistas de Los Bandidos de Río Frío (1891), nuestra Guerra y Paz, toda proporción guardada. Desde luego, Evaristo está muy lejos de ser el único villano de una novela poblada por tales bichos, desde el Conde del Sauz, prototipo del aristócrata perverso, hasta Relumbrón, que tantas reencarnaciones ha tenido en la política y los cuerpos de “seguridad” mexicanos. Pero ninguno alcanza la categoría de “encarnación del Mal” como Evaristo. Una sola escena bastaría para acercarlo al grupo: la manera salvaje en que este feminicida asesina a golpes a una pobre chica, no limitándose al mero acto de matar, sino transformándolo en una especie de rito sacrificial con ecos religiosos inquietantes. Pero no es el único acto de Evaristo que lo lleva al Mal absoluto y su tránsito tampoco es explicable por el indudable rechazo social de que es objeto, por la sencilla razón de que otros personajes de la misma novela sufren maltratos más severos que el suyo, y no se vuelven asesinos.

*

Desde Frankenstein (1818), si no antes, el Mal se ha encarnado en científicos locos. Un ejemplar es Schultze, el teutón racista, prefiguración de los nazis, que pretende borrar a la raza latina en Los Quinientos Millones de la Bégum (1879), de Julio Verne. Otro, tan actual como el supremacista blanco de Verne, es el protagonista de La Isla del Dr. Moreau (1896), de H. G. Wells, que manifiesta una indiferencia total ante el sufrimiento, un científico interesado únicamente en hacer avanzar su conocimiento, sin ningún interés o compasión por los efectos de aplicar ese conocimiento sobre seres vivos y sufrientes, sobre su dignidad o bienestar. Es una anticipación, muy temprana, de las posibilidades catastróficas de la manipulación genética. Es tanto una obra de especulación científica, como una novela de terror. En el fondo yacen dos preguntas: ¿Cómo se relacionan la constitución física de un ser y sus derechos individuales? ¿Cuál es el límite ético a la experimentación?

Prendick, el narrador, entiende la quintaesencia del Mal que hace Moreau: lo de menos es la tortura de la transformación; eran animales, pero ahora “se encontraban constreñidos por las exigencias de la humanidad, viviendo en un temor constante, preocupados por una ley que no entendían”. Es decir, han sido expulsados del Edén (terrible o no) y condenados a la angustia existencial de la conciencia.

*

Ya en el siglo XX, el argentino Roberto Arlt dejó en Los Siete Locos (1929, el propio Arlt podría ser el octavo) al Astrólogo, que no es sino la punta del iceberg de la maldad que constituye el grupo de orates. El año de publicación del libro es significativo: es el de la Gran Depresión, detonador económico de lo que ya se cocinaba desde el golpe de Estado bolchevique de 1917 y el ascenso del fascismo italiano en 1922. El Mal, presentado de cierta manera, puede tener aspectos cómicos, pero éstos sirven para hacer más siniestras las acciones y los personajes, no para redimirlos: el Astrólogo (su mote liga al Mal con la fatalidad astral) está organizando una secta terrorista, pero aún no decide si será bolchevique o fascista. En realidad, da igual: lo importante es destruir, que reviente todo, que explote el mundo porque sí. Otra escena cómica, esa en la que el Astrólogo decapita a cinco “peleles” o muñecos, acentúa el carácter gratuito de su maldad, su abstracción a final de cuentas. El Astrólogo está, por supuesto, rodeado de otros seis psicópatas; la figura tutelar del grupo es Lenin, así como la religión en su aspecto profético, perverso y apocalíptico aporta el lenguaje y las imágenes de las fantasías enfermas de los locos. La religión y la revolución alimentan la mentira metafísica como remedio a la desesperanza provocada por el conocimiento (también con influencias de Blake).

Igualmente, durante las décadas malditas de la humanidad, 1914-1945, no podía faltar William Faulkner, uno de los autores que mejor representa el Mal puro en sus obras. Destaco a Popeye en Santuario (1931), una de las novelas más truculentas y violentas de Faulkner, que ya es decir mucho. Popeye, quién sabe si consumidor de espinacas, es un enano facineroso. Es notable, por cierto, la frecuencia de enanos identificados como seres malignos en la literatura: ya en los mitos artúricos, los enanos juegan el papel de encarnaciones del Mal. Pues bien, Popeye secuestra a un joven despistado, y luego a Temple, una chica atolondrada, en un tugurio rural donde se fabrica licor clandestino (durante la malhadada Prohibición). A Temple la interna luego en un burdel, donde ésta sufre las más horrendas vejaciones a manos de Popeye, a quien llamar pervertido sexual sería dedicarle un cumplido.

*

Hermann Broch, quien lo sufrió en carne propia, dejó un retrato de la banalidad del Mal en la tercera parte de su trilogía Los Sonámbulos (1931-1932), El Realista. Broch era visionario: un año antes del ascenso del Tercer Reich, ya había personificado a los “ejecutores voluntarios de Hitler” (como los llamó en su libro epónimo Daniel Jonah Goldhagen). William Huguenau actúa en 1918, al final de la Primera Guerra Mundial: Broch detecta la causa eficiente del nazismo. Es un alsaciano rubio, gordo y miope que sirve en el frente occidental. Un día decide simplemente largarse de su trinchera y vagar hacia el sur. En un pueblo se topa con los protagonistas de las dos novelas anteriores: Passenow (El Romántico), comandante militar prusiano, prototipo de los valores de ese pueblo, que tan torcidos se revelarían, y el periodista Esch (El Anarquista), para cerrar su ciclo en el que presenta una tesis inquietante: el fin de la Edad Media significó el comienzo de la ruptura de la unidad psíquica, intelectual y emocional del hombre occidental. Al romperse su identidad con Dios, con la Naturaleza, con el Cosmos y consigo mismo, el ser humano se ha condenado a la esclavitud, la soledad, la miseria y la destrucción. Ahí está Huguenau para probarlo.

*

Graham Greene creó a Pinkie, el siniestro apodo del protagonista de Brighton Rock (1938). Es un puberto de 17 años, atormentado por su educación religiosa, y que a la vez es la encarnación de la maldad pura, del vacío de identificación con otros humanos, de la falta total de afecto o compasión. A los mexicanos de hoy, esta novela nos puede remover las entrañas, pues no hay día que no leamos en las noticias sobre un Pinkie autóctono, alguno de esos sicarios juveniles totalmente perdidos para la humanidad. Pinkie aborrece el contacto físico y abjura del sexo, cuyo acto entre sus padres ha presenciado sábado a sábado en la cama de al lado. Arrastra en su camino a Rose, meserita de 16 años, salida del peor barrio de Brighton, también atormentada por la religión católica, con la que se casa para evitar que ella lo delate. En esta novela, Greene confronta dos visiones, la metafísica y la concreta: el Bien contra el Mal, conceptos impenetrables, frente a lo Correcto contra lo Equivocado (Right vs. Wrong). Quizá no sepamos qué son los primeros, pero en casi cada situación de la vida podemos distinguir entre los segundos. Pinkie es incapaz.

*

En 1946 apareció la primera parte de una maravillosa trilogía, la de Gormenghast, tristemente muy poco conocida en el mundo de habla hispana: Titus Groan, de Mervyn Peake (¡cuántos ingleses!). Aunque el mundo de Peake no es “real”, las pasiones humanas que analiza sí que lo son, y en la panoplia de personajes inolvidables destacan dos de nuestras encarnaciones: Swelter, el chef del infierno, pero sobre todo su maltratado pinche, Steerpike. El mundo gótico y cerrado de Gormenghast no es ningún Edén, pero subsiste como una sociedad andante hasta la introducción de un elemento extraño y subversivo en el sistema. Steerpike es brillante y simpático, pero a sus diecisiete años es un sicópata, cuyas estratagemas heladas son escalofriantes a la vez que sorprendentemente astutas.

Steerpike se hace criado de los Prunesquallor, el taimado e inteligente, pero sensato y bondadoso, doctor de la familia, y su hermana Irma, solterona virgen, dominante e histérica. Usa el puesto para ir haciéndose del control de Gormenghast en complicidad con las obtusas gemelas, hermanas del lord, que viven junto a la Sala de las Raíces y toman el té en un tronco de árbol tendido sobre el vacío. El incendio de la biblioteca y el rescate de la familia van consolidando el progreso de Steerpike hacia el poder (una de las formas más obvias del Mal). En la segunda parte, Gormenghast (1950), Steerpike se prepara para tomar el poder en el castillo, en lo que será un camino de crímenes, seducciones crueles, engaños y maldad pura, relatado con una prosa hipnótica y con personajes oníricos, en el buen y mal sentido.

*

Mario Vargas Llosa, en Lituma en los Andes (1993) utiliza la violencia demencial de Sendero Luminoso para engañarnos: el verdadero Mal no sólo está en ellos, sino ante todo en Dionisio y Adriana, esposos y dueños de la cantinucha donde los obreros que construyen una carretera se embriagan hasta la inconciencia, mientras Dionisio los anima a que bailen juntos y a quién sabe qué otros degeneres. Personajes siniestros si los hay, pesadillescamente inolvidables y aterrorizantes. Titiriteros de una farsa grotesca, cínica y repugnante.

*

En 1995 apareció All Souls’ Rising, la primera parte de la Trilogía de Haití, de Madison Smartt Bell, una obra muy ambiciosa y lograda sobre la trayectoria de Toussaint Louverture y la guerra de independencia de esa nación, desafortunada como ninguna. Aquí el Mal permea toda la novela y sus secuelas; no podría ser de otra manera dado que la trama se deriva de lo mismo: el imperialismo, la esclavitud, la deshumanización absoluta de los africanos por blancos y mulatos, los primeros racistas, los segundos sumidos en la más perversa confusión identitaria. Entre estos últimos se encuentra Choufleur (“coliflor”), un mulato pecoso, hijo de un hacendado odioso y estúpido y de una de sus esclavas. Hay otros personajes que podrían encajar en la categoría, desde luego el siniestro y muy histórico Jean Jacques Dessalines, genocida de europeos, y el matrimonio Arnaud. Sin embargo, el primero tiene razones muy claras para su odio, el maltrato hacia los esclavos como él, y los segundos alcanzar una especie de redención basada en la culpa y la locura. No Choufleur, puesto que ni se le ocurre la posibilidad de la redención, ni toma en la guerra otro partido que la destrucción ciega.

*

Termino este caleidoscopio, necesariamente fragmentario, con David Melrose, el causante de las desgracias en la vida de su hijo (y en las de las otras personas que tienen la desgracia de cruzarse en su camino), el protagonista de Patrick Melrose: the Novels (1992-2012). Aunque cada una de estas cinco novelas tiene su propio estilo y temas distintivos, juntas conforman una misma narración semiautobiográfica que relata el traumático arco vital del protagonista, desde su infancia temprana hasta los cuarenta y cinco años. Su vida está marcada indeleblemente por el abuso sexual al que lo sometió su padre entre los cinco y los ocho años, y su posterior historia de abuso de alcohol y drogas, así como sus dificultades para establecer relaciones emocionales y sexuales sanas. Relatan el abuso sexual de un padre hacia su hijo de cinco años, y las consecuencias de sus actos. Ya la primera escena de la primera novela nos presenta a David, de sesenta años, ahogando a unas hormigas con placer sádico. Es un médico fracasado, arrogante y despectivo, verdadero monstruo sin cualidad alguna que lo redima.

*

Todos estos personajes, desde los shakespearianos hasta los del siglo XXI, siguen entre nosotros, como sigue el Mal con nuevo aliento en esta época. Leamos estos y otros relatos, no para felicitarnos de lo buenos que somos, sino para entender las distintas manifestaciones de un mismo Mal, y la imposibilidad de erradicarlo de la vida: su contención exige conocimiento, reconocimiento y esfuerzos eternos.

Referencias

Landa, Josú, (2019). Teoría del caníbal exquisito. La Jaula Abierta, México.

Russell, Jeffrey Burton. (1995). El Diablo. Laertes, Barcelona.

Suscríbete a nuestro newsletter y blog

Si quieres recibir artículos en tu mail, enterarte de nuestros próximos lanzamientos y apoyar nuestra iniciativa, suscríbete a nuestro boletín mensual para que lo recibas en tu correo.
¡Gracias por suscribirte!
Oops! Hubo un error en tu suscripción.
ARTÍCULOS RELACIONADOS

Miscelánea