Este texto examina la risa de algunos personajes femeninos de García Márquez, mientras explora la relación entre vivir y reír. Amalia Quevedo es autora de Melancolía y tedio, En el último instante, y De Foucault a Derrida, entre otros.
Nadie se escandaliza cuando el filósofo Byung-Chul Han arremete contra el uso indiscriminado de los teléfonos celulares. También lo hizo en 2014 el viceprimer ministro turco Bülent Arinc. Pero lo que causó escándalo fue su enfática declaración sobre la mujer: “Ella no debe reír ruidosamente en público, debe preservar su decencia en todo momento”. Esta norma sexista, a primera vista sorprendente, hunde sus raíces en una vasta tradición moral que ve, en la risa desparpajada de la mujer, una manifestación de falta de templanza y una provocación erótica. Apéndice estético de la moral al uso, la etiqueta y los modales interpretaban la risa abierta de la mujer como un gesto insolente, “descocado” incluso.
La filosofía, la psicología, la medicina, las ciencias sociales han salido en nuestros días en defensa de ese fenómeno propiamente humano que es la risa, y han ahondado en su relevancia para la vida social. La risa no sólo ha sido redimida, sino que ha mostrado toda su potencia redentora. Por su parte, la posmodernidad nos ha abierto los ojos para que podamos apreciar la enorme producción cultural que deriva de la risa. El acto de reír, en su invencible fecundidad, engendra una gran profusión de manifestaciones culturales que no pueden ser ignoradas y mucho menos eliminadas. Intentar borrarlas del mapa cultural de la humanidad sería tanto como extraer de él los colores.
Ya va siendo hora de que superemos el viejo prejuicio aristotélico que dominó en Occidente desde el Renacimiento hasta Baudelaire. Me refiero a la máxima que sostiene que toda fecundidad intelectual y artística tiene su origen en la melancolía. En Problemata XXX, el Pseudo Aristóteles había escrito: “¿Por qué todos los hombres que han descollado en filosofía, en política, en poesía o en las artes son melancólicos? Y algunos hasta el punto de sufrir trastornos provenientes de la bilis negra”. El temperamento atrabiliario, o bilis negra, no es otro que la melancolía. Los pensadores del Renacimiento, ese momento privilegiado de ebullición intelectual y artística, acogieron en forma tan entusiasta como acrítica la vieja creencia peripatética. El humor negro y la influencia de Saturno –así se pensó durante siglos– daban cuenta de las mejores creaciones del espíritu humano. Los ingleses se entregaron “con armas y bagaje” a la melancolía o los vapores, que en adelante llevarían el pomposo nombre de “Enfermedad Isabelina”. En Francia, esta tendencia culminó en El Spleen de París, de Baudelaire.
Ya no cultivamos los síntomas de la melancolía para aspirar al elevado rango de intelectuales o artistas. No obstante, el prejuicio cultural continúa vivo, y tanto en los ambientes intelectuales como en los artísticos abundan las ropas oscuras, los ánimos taciturnos, las poses melancólicas. Walter Benjamin se hacía fotografiar con la cabeza apoyada sobre la mano; en una postura similar aparecen el Pensador de Rodin y el ángel de Melencolia I de Durero. Esa postura: apoyar la cabeza sobre una mano, recibe el nombre general de “melancolía”, y después de cinco siglos sigue estando de moda. Las selfies no la facilitan, pero es frecuente encontrarla en retratos y fotografías de intelectuales y artistas. Rara vez encontraremos en cambio fotografías que capten a estos hombres insignes en el momento de reír. ¿Es que acaso no ríen los filósofos?, podríamos preguntarnos, como se preguntaban los medievales si Jesucristo reía. Lo más que nos ofrecen esos “espíritus elevados”, en el mejor de los casos, es una sonrisa irónica. Lo que a mí me gustaría llamar “el prejuicio Isabelino”, continúa hoy vigente.
Si la intelligentsia de los países occidentales tiende a recelar de la risa, el cine, más libre, le ha abierto un ámbito en el que puede respirar con libertad. Al trasladarse desde el Este de los Estados Unidos al Oeste, el cine se sacudió condicionamientos económicos, religiosos, éticos y sociales, ampliando notablemente su libertad. Eso lo convierte en un buen milieu para la risa. También lo es, y por razones paralelas, la literatura. En la literatura, la risa respira a sus anchas.
El fenómeno no es nuevo. Como muestra Foucault en su Historia de la locura en la época clásica, cuando una sociedad intenta suprimir una actividad humana mediante la ley, hacerla callar por medio de la moral u ocultarla a través de prácticas e instituciones de exclusión, el arte acude en favor de esa acción reprimida, confiriéndole un nuevo ámbito de libertad. Así por ejemplo, cuando la sociedad imbuida de la ética del trabajo pretendió borrar de la escena social a los mendigos, el arte les otorgó una nueva visibilidad: los mendigos expulsados de las calles de París hallaron nueva vida en los aguafuertes de Callot y en las novelas de Víctor Hugo.
En la literatura vive y florece, en todo su esplendor, la risa femenina que una ética puritana y una etiqueta apolillada intentan sofocar. Ahora bien, la literatura no se limita a rescatar la risa amenazada; va más allá, desvelando la densidad metafísica del reír, su policromía psicológica, su relevancia social.
Cuando ríen las mujeres de Gabriel García Márquez
Me ocuparé aquí de un caso paradigmático: las dos grandes novelas de Gabriel García Márquez. ¿Qué nos dicen Cien años de soledad y El amor en los tiempos del cólera, acerca de la risa? Casi veinte años las separan; y sin embargo en ambas las grandes risas son risas de mujer. Reír no es simplemente algo que aquellas mujeres hacen; es algo que ellas son. Su risa las define. Sin la risa de sus personajes femeninos, el realismo mágico de García Márquez perdería buena parte de su magia. Esa magia que consiste no sólo en una transfiguración de lo vulgar cotidiano, sino también en una captación profunda de la fuerza de la vida. Como Nietzsche, Gabo presenta la vida como una energía explosiva, incontenible, arrasadora. Y manifestación esencial de la vida es la risa. Hasta el punto que los personajes tristes, lúgubres, que también pueblan las páginas de las novelas de García Márquez, son por esa misma razón personajes menos vivos, medio muertos.
Tal es el caso de Florentino Ariza, el protagonista de El amor en los tiempos del cólera, el eterno enamorado de Fermina Daza, rechazado por ella en su juventud y decidido a esperarla “toda la vida”. Cuando, pasados los años, Fermina “tuvo la revelación de los motivos inconscientes que le impidieron amarlo”, dijo: “es como si no fuera una persona sino una sombra” (2014, 155).
A Hildebranda Sánchez, la prima exuberante de Fermina, “a primera vista le pareció imposible que su prima hubiera estado a punto de enloquecer por aquel empleado casi invisible, con aires de perro apaleado, cuyo atuendo de rabino en desgracia y cuyas maneras solemnes no podían alterar el corazón de nadie. [...] Es feo y triste —le dijo a Fermina Daza—, pero es todo amor” (2014, 101). “Para Hildebranda era imposible no hablar de Florentino Ariza, porque siempre identificó su suerte con la suya [...] y nunca consiguió quitarse del corazón su recuerdo de pajarito triste condenado al olvido” (2014, 213).
Florentino Ariza vivió sólo para Fermina Daza y nunca tuvo otro pensamiento que no fuera ella. Fermina, en cambio, “por un instante pensó en Florentino Ariza, y ella misma se sorprendió de cuán lejos estaba de su vida: pobre hombre”. Y otra vez, “Fermina Daza pensó por un momento en Florentino Ariza, cuya condición sombría la asustaba” (2014, 96 y 98). Desde que lo conoció, “la había impresionado por su aura de desamparo” (2014, 48); pero “en realidad, era muy poco lo que sabía de aquel pretendiente taciturno que había aparecido en su vida como una golondrina de invierno” (2014, 54).
Florentino Ariza, con “su índole enigmática y su carácter sombrío” (2014, 197) es el poeta saturnino, melancólico y romántico del declinante siglo XIX. El doctor Juvenal Urbino “era el hombre contrario” (2014, 155). El hombre que desposó Fermina Daza y con el que estuvo casada más de medio siglo, el doctor Juvenal Urbino, era en cambio un hombre de mundo y de ciencia, un mecenas de la cultura y un adalid del progreso: un hombre del siglo XX. No le faltaba por tanto razón a Florentino Ariza cuando, en el sepelio de su eterno rival, al ver entrar a Fermina Daza y pasar no lejos de donde él se hallaba, “sintió que él y ella no estaban a siete pasos de distancia sino en dos días diferentes” (2014, 225). Juvenal Urbino y Florentino Ariza, aunque contemporáneos, vivían en dos siglos distintos.
La primera vez que Fermina soñó con aquel que sería su esposo, “durmió a saltos, viendo al doctor Juvenal Urbino por todas partes, viéndolo reír, cantar, echando chispas de azufre por los dientes con los ojos vendados, burlándose de ella con una jerigonza sin reglas fijas”. Ese mismo día el doctor Urbino había rescatado en su coche a Fermina e Hildebranda, que disfrazadas para una foto, despertaron en plena calle las burlas y el escarnio de los transeúntes. “Hildebranda no había de olvidar jamás la primera visión del hombre que apareció en el estribo, su cubilete de raso, su chaleco de brocados, sus ademanes sabios, la dulzura de sus ojos, la autoridad de su presencia. [...] Lo identificó en la puerta del coche como una aparición de fábula” (2014, 106, 104).
Mientras Florentino Ariza es una sombra casi invisible, Juvenal Urbino es de una presencia arrolladora: “El doctor Juvenal Urbino había sido el soltero más apetecido a los veintiocho años. Regresaba de una larga estancia en París, donde hizo estudios superiores de medicina y cirugía, y desde que pisó tierra firme dio muestras abrumadoras de que no había perdido un minuto de su tiempo. Volvió más atildado que cuando se fue, más dueño de su índole, y ninguno de sus compañeros de generación parecía tan severo y tan sabio como él en su ciencia, pero tampoco había ninguno que bailara mejor la música de moda ni improvisara mejor en el piano. Seducidas por sus gracias personales y por la certidumbre de su fortuna familiar, las muchachas de su medio hacían rifas secretas para jugar a quedarse con él, y él jugaba también a quedarse con ellas, pero logró mantenerse en estado de gracia, intacto y tentador, hasta que sucumbió sin resistencia a los encantos plebeyos de Fermina Daza” (2014, 83).
Pero ¿cuáles son esos “encantos plebeyos” de Fermina, capaces de enamorar a los dos hombres más distintos y distantes? Fermina Daza es “una belleza de pueblo, sin nombre ni fortuna, de la cual se burlaban en secreto las señoras de apellidos largos hasta que se convencieron a la fuerza de que les daba siete vueltas a todas por su distinción y su carácter” (2014, 40). Dotada de una “entereza congénita” (2014, 64), ella es, en palabras del doctor Urbino, “una mujer con tanto orgullo [...], con tanta dignidad y con un carácter tan fuerte” (2014, 188). De hecho, cuando el doctor Juvenal Urbino tomó lacerante consciencia de la inminencia de la muerte, “Fermina Daza no se dejó contagiar por su humor sombrío. Él lo intentó. [...] Pero no lo consiguió, porque Fermina Daza no era fácil de impresionar” (2014, 30).
Mientras Florentino y Fermina eran jóvenes, él “la espiaba maravillado, la perseguía sin aliento [...]. Le parecía tan bella, tan seductora, tan distinta de la gente común, que no entendía por qué nadie se trastornaba como él con las castañuelas de sus tacones en los adoquines de la calle, ni se le desordenaba el corazón con el aire de los suspiros de sus volantes, ni se volvía loco de amor todo el mundo con los vientos de su trenza, el vuelo de sus manos, el oro de su risa. No había perdido un gesto suyo, ni un indicio de su carácter, pero no se atrevía a acercársele por el temor de malograr el encanto” (2014, 80).
“El oro de su risa”. Fermina Daza no es solamente una mujer que ríe; a ella la define, la describe su risa. Esa risa, insisto, no es sólo algo que ella hace: es algo que ella es. Esta expresión feliz: “el oro de su risa”, pone de manifiesto cuánto valoran la risa el personaje creado por García Márquez y él mismo, el autor.
La luz de la risa
La risa, como una chispa, enciende, ilumina y da calor. Fermina Daza ya es la esposa de Juvenal Urbino y madre de dos hijos cuando Florentino Ariza, “cierta noche entró en el Mesón de don Sancho, un restaurante colonial de alto vuelo, y ocupó el rincón más apartado, como solía hacerlo cuando se sentaba solo a comer sus meriendas de pajarito. De pronto vio a Fermina Daza en el gran espejo del fondo, sentada a la mesa con el marido y dos parejas más, y en un ángulo en que él podía verla reflejada en todo su esplendor. Estaba indefensa, conduciendo la conversación con una gracia y una risa que estallaban como fuegos de artificio, y su belleza era más radiante bajo las enormes arañas de lágrimas. [...] Desde esa noche, y durante casi un año, mantuvo un asedio tenaz al propietario del mesón, ofreciéndole lo que quisiera, en dinero o en favores, para que le vendiera el espejo. No fue fácil. [...] Cuando por fin cedió, Florentino Ariza colgó el espejo en su casa, no por los primores del marco, sino por el espacio interior, que había sido ocupado durante dos horas por la imagen amada” (2014, 173).
Pero la risa de Fermina Daza no es la única que ilumina y encandila como los fuegos artificiales. La de la señorita Lynch no le va a la zaga. Si Juvenal Urbino y Florentino Ariza son hombres contrarios, podría decirse que Fermina Daza y la señorita Lynch son mujeres contrarias. Esta última es, en sus propias palabras, “una pobre negra”; la hija mulata de un pastor protestante. Y contra todo pronóstico, en contra de sus principios y costumbres, el doctor Urbino se enreda con ella en un amorío clandestino: “La ética se imagina que los médicos somos de palo. [...] No he dejado de pensar en usted un solo instante —dijo él. Fue una confesión tan trémula que hubiera sido digna de lástima. Pero ella lo puso a salvo de todo mal con una carcajada que iluminó el dormitorio” (2014, 184). Aprensiones y escrúpulos morales son estructuras interiores semejantes a los castillos de naipes: arduamente construidos, se derrumban sin embargo con el soplo de una risa.
Y para iluminar una cara, una habitación incluso, nada comparable al estallido de una risa en un rostro de color. La experiencia no le es ajena al opaco Florentino Ariza. También él, como el doctor Urbino, tuvo una amante negra, surgida de una relación profesional. Leona Cassiani “se quitó los lentes sin sorpresa, con un dominio absoluto, y lo encandiló con su risa solar” (2014, 143).
Reflexividad de la risa
La risa tiene una dimensión reflexiva: es posible reír de la propia risa; no sólo reírse de uno mismo, sino reírse de su risa. Fermina Daza tenía diecisiete años cuando su padre le cedió la administración de la casa. En la embriaguez de su primera salida de compras, Fermina “se rió de su propia risa al verse disfrazada de manola”. [...] Y de la tienda de especias “salió bañada en lágrimas de risa” (2014, 80). Entre las cosas que nos causan risa se cuenta el mismo reír: la propia risa o la ajena.
La risa es de una índole peculiar: se nutre de sí misma, se intensifica, se autoperpetúa. Y sobre todo, se contagia. En esto estriba buena parte de su encanto y de su inalienable poder. La controlamos, pero no siempre ni por completo. En ocasiones, más fuerte que nosotros mismos, la risa nos arrastra y nos arrolla.
Milan Kundera, en El libro de la risa y el olvido, recoge unos recuerdos de infancia de Annie Leclerc, que a su juicio constituyen un verdadero “manifiesto místico de la alegría”: “Reír, goce inmenso y delicioso, todo goce… Yo le decía a mi hermana, o ella me decía, ven, ¿jugamos a reír? Nos acostábamos una junto a la otra en la cama y empezábamos. [...] Risas forzadas. Risas ridículas. Risas tan ridículas que nos hacían reír. Entonces venía, sí, la verdadera risa, la risa entera a arrastrarnos en su rompiente inmensa. Risas estalladas, proseguidas, atropelladas, desencadenadas, risas magníficas, suntuosas y locas… y reíamos al infinito de la risa de nuestras risas… Oh risa, risa del goce, goce de la risa; reír es vivir tan profundamente” (2013, 78).
La expresión española “Muerto(a) de risa”
Gabriel García Márquez emplea con frecuencia la expresión “muerto(a) de risa”, que es tanto como reír a gusto, con ganas, sin aprensiones. La encontramos ocho veces en El amor en los tiempos del cólera, casi siempre referida a mujeres. En las novelas de Gabo, son ellas las que más y mejor ríen. Como Fermina e Hildebranda, que “se burlaron de sí mismas cuando se vieron en el espejo tan parecidas a los daguerrotipos de las abuelas, y se fueron felices, muertas de risa, a que les hicieran la foto de sus vidas” (2014, 103).
El amor en los tiempos del cólera se abre con la narración de los preparativos para dos acontecimientos “raros”, que coinciden en el día de Pentecostés: “la muerte de un amigo y las bodas de plata de un discípulo eminente” del doctor Urbino (2014, 14). En la celebración de esa efeméride aparecen por primera vez el doctor Marco Aurelio Urbino Daza y su esposa. Encargados de llevar el postre de la boda, llegaron demasiado tarde a los restos de una fiesta aguada por la tormenta. Cuando por fin se presentaron, “descendieron muertos de risa, llevando en cada mano una bandeja cubierta con paños de encaje” (2014, 35).
Uno de los personajes más geniales de la novela es la mascota del doctor Urbino, “un loro desplumado y maniático, que no hablaba cuando se lo pedían sino en las ocasiones menos pensadas. [...] Todas las tardes después de la siesta, el doctor Urbino se sentaba con él [...], hasta que el loro aprendió a hablar el francés como un académico. [...] Día tras día, una vez y otra vez durante varios meses, le hacía oír al loro las canciones de Yvette Guilbert y Aristide Bruant [...], hasta que las aprendió de memoria. Las cantaba con voz de mujer, si eran las de ella, y con voz de tenor, si eran de él, y terminaba con unas carcajadas libertinas que eran el espejo magistral de las que soltaban las sirvientas cuando lo oían cantar en francés. [...] Nadie advirtió a tiempo que tenía las alas demasiado largas, y aquella mañana se disponían a cortárselas cuando escapó hasta el copo del mango. [...] Las sirvientas, ayudadas por otras del vecindario, habían recurrido a toda suerte de engaños para hacerlo bajar, pero él continuaba empecinado en su sitio, gritando muerto de risa” (2014, 24).
Por su parte, la mujer que aparece “muerta de risa” bien puede ser joven o vieja, virtuosa o ramera. Tránsito Ariza, la madre de Florentino, cuando el hijo inexperto y joven se lanzó muerto de miedo a la conquista de Fermina adolescente, “le hizo las advertencias finales, le echó la bendición, y le prometió muerta de risa otra botella de Agua de Colonia para celebrar juntos la conquista” (2014, 54). También la viuda de Nazaret, una fulana entrada en años, “era, según ella decía muerta de risa, la única mujer libre de la provincia” (2014, 116).
Estar “muerta de risa” no tiene edad. Así hallamos a la colegiala América Vicuña, “muerta de risa, sosteniéndose con las dos manos la gorra de marinero del uniforme escolar para que no se la llevara el viento” (2014, 206). Y a Fermina, cuando el marido arma un lío doméstico, en su pretensión de tomar las riendas de la casa con ocasión del cumpleaños de ella. “A las once, cuando ya estaban a punto de llegar los invitados, era tal el caos en la casa, que Fermina Daza reasumió el mando, muerta de risa” (2014, 169). Ya vieja, en el barco del río, cuando Florentino Ariza le arrojaba sus prendas, Fermina Daza “se las devolvía muerta de risa” (2014, 225). Estar muerto de risa no es un estado penoso, como estar muerto de sed o de miedo. Estar muerto de risa es una embriaguez, un estado placentero; es abandonarse a la risa, dejarse arrastrar por ella, sin escrúpulos ni reservas de ninguna clase.
Cien años de soledad
Tantas y tan variadas son las ocurrencias, que fuerza es concluir que Gabriel García Márquez ama la expresión “muerto de risa”. Nueve veces la encontramos en Cien años de soledad, donde también queda claro que el morirse de risa no respeta edad ni clase social: “Úrsula describía muerta de risa como ‘un general asustado’” (2007, 45), a José Arcadio Buendía, inmortalizado en un viejo daguerrotipo. “Petra Cotes, muerta de risa, no resistió la tentación de hacerle una broma” a Aureliano Segundo (2007, 134). Por su parte, Amaranta Úrsula “cantaba de placer y se moría de risa de sus propias invenciones” (2007, 269). Cuando regresó a la casa familiar para barrer a escobazos el pasado, “lo único que conservó [...] fue el daguerrotipo de Remedios en la sala. ‘Miren qué lujo’, gritaba muerta de risa. ‘¡Una bisabuela de catorce años!’” (2007, 251).
Muertas de risa aparecen mujeres tan opuestas como la blanca e ingenua Remedios, “con piel de lirio y ojos verdes” (2007, 50), y la negra y experimentada Nigromanta: “era la primera vez que Nigromanta tenía un hombre fijo, un machucante de planta, como ella misma decía muerta de risa” (2007, 257). Ante la cautela de Úrsula, que expulsaba a los hombres de la casa para evitar las relaciones sexuales entre consanguíneos, “Remedios, la bella, se habría muerto de risa si hubiera conocido aquella precaución” (2007, 159).
Cuando están muertos de risa, los seres humanos son todos iguales. Hombres y mujeres, ignorantes y letrados, ricos y pobres, jóvenes y viejos, castos y libidinosos: la risa los empareja a todos. Como la muerte, también el morirse de risa hace a todos los seres humanos iguales.
La vejez y la risa
Hoy nos parece obvio y natural que el personaje de una novela envejezca. Y El amor en los tiempos del cólera es en buena medida una reflexión acerca de la vejez. Pero, como muestra Erich Auerbach en su obra Mímesis, en la literatura no ha sido siempre así. Una de las piedras de toque que distingue a la literatura homérica de la Biblia, es precisamente que los personajes bíblicos sufren los estragos del tiempo. “Las grandes figuras del Antiguo Testamento son más evolutivas, más cargadas de historia y tienen un sello más individual que los héroes homéricos” (Auerbach 2013, 17).
Cien años de soledad, ya en el título, se presenta como lo que es: una historia que lidia con el indomable problema del tiempo. El esquivo tema del tiempo, que eleva al San Agustín de las Confesiones a cimas a las que no consiguen seguirlo sus mejores lectores. El tiempo que intriga y absorbe a las mejores mentes del siglo XX: Bergson, Proust, Heidegger...
En Cien años de soledad nos topamos con un personaje singular: Melquiades, “aquel ser prodigioso que decía poseer las claves de Nostradamus, era un hombre lúgubre, envuelto en un aura triste, con una mirada asiática que parecía conocer el otro lado de las cosas”. Este gitano rico en ingenios e inventos, si bien entra y sale de la muerte, no es sin embargo inmune a la vejez: “Melquíades había envejecido con una rapidez asombrosa. […] Era un fugitivo de cuantas plagas y catástrofes habían flagelado al género humano. […] Se quejaba de dolencias de viejo, sufría por los más insignificantes percances económicos y había dejado de reír desde hacía mucho tiempo, porque el escorbuto le había arrancado los dientes” (2007, 17). Melquiades es un personaje “de carne y hueso”, que pone de relieve la dimensión corporal de la risa.
En las novelas de García Márquez no sólo las personas envejecen; también su risa. Pues, como señalaba antes, la risa no es algo externo que alguien hace, sino que puede llegar a convertirse en un atributo suyo. Es lo que ocurre con Pilar Ternera. La novela la introduce así: “Por aquel tiempo iba a la casa una mujer alegre, deslenguada, provocativa, que ayudaba en los oficios domésticos y sabía leer el porvenir en la baraja. Úrsula le habló de su hijo. Pensaba que su desproporción era algo tan desnaturalizado como la cola de cerdo del primo. La mujer soltó una risa expansiva que repercutió en toda la casa como un reguero de vidrio. [...] Se llamaba Pilar Ternera” (2007, 29-30). Su nombre, como muchos otros en Cien años de soledad, está preñado de alusiones. Pilar significa columna, y sobre ella ciertamente descansa la estirpe de los Buendía, pues le da un hijo a cada uno de los hermanos. Que la risa de Pilar Ternera resuene en toda la casa “como un reguero de vidrio”, significa que no puede ser ignorada. El estruendo del vidrio que cae no pasa inadvertido, como bien sabe todo aquel que ha estado en la proximidad de un recipiente para reciclar este material.
Adivina, alcahueta, regente de un prostíbulo, Pilar Ternera es definida y reconocida, a lo largo de su vida, por su risa: una risa que evoluciona con ella. Esperando en vano al hombre que la violó a los catorce años, Pilar “había perdido en la espera la fuerza de los muslos, la dureza de los senos, el hábito de la ternura, pero conservaba intacta la locura del corazón. [...] Cuando ella entraba en la casa, alegre, indiferente, dicharachera, él (José Arcadio) no tenía que hacer ningún esfuerzo para disimular su tensión, porque aquella mujer cuya risa explosiva espantaba a las palomas, no tenía nada que ver con el poder invisible que lo enseñaba a respirar hacia dentro y a controlar los golpes del corazón” (2007, 29-31). A José Arcadio “le bastaba con escuchar la risotada trepidante de Pilar en la cocina para correr a refugiarse en el laboratorio” (2007, 32). Nadie, ni hombre ni animal, es inmune a una risa así, que ahuyenta a las palomas. También “Álvaro asustaba a los caimanes con sus carcajadas de estrépito” (2007, 262).
Caracterizan a Pilar Ternera “la resolana de su piel, su olor a humo, el desorden de su risa” (2007, 61). Pero cuando ya nada de esto perturbaba a Aureliano, que se había enamorado de Remedios, “Pilar Ternera le preguntó: ‘¿Quién es?’. Y Aureliano se lo dijo. Ella soltó la risa que en otro tiempo espantaba a las palomas y que ahora ni siquiera despertaba a los niños” (2007, 61). Su risa se ha transformado juntamente con ella. La ya decrépita Pilar Ternera perturba no obstante a Arcadio, el hijo que desconoce su filiación. “Pilar Ternera, su madre, que le había hecho hervir la sangre en el cuarto de daguerrotipia, fue para él una obsesión tan irresistible como lo fue primero para José Arcadio y luego para Aureliano. A pesar de que había perdido sus encantos y el esplendor de su risa, él la buscaba y la encontraba en el rastro de su olor de humo” (2007, 84).
¿Qué le queda a Pilar Ternera? Ha perdido el esplendor de su risa, mas no la risa misma: le quedan su risa apagada y su olor a humo. Aureliano José “se enteró de que era hijo de Pilar Ternera. [...] Eran, más que madre e hijo, cómplices en la soledad. Pilar Ternera había perdido el rastro de toda esperanza. Su risa había adquirido tonalidades de órgano (...), pero su corazón envejecía sin amargura” (2007, 110). Esa risa que va cambiando a medida que ella lo hace, es lo que mejor la define. De la estridencia del reguero de vidrio pasa al ronquido del órgano, y si antes espantaba a las palomas, ya no altera el sueño de los niños. Pilar Ternera es una mujer centenaria cuando Aureliano Babilonia (que era su tataranieto, pero no lo sabía) le confiesa su pasión desatinada por su tía Amaranta Úrsula: “Cuando Aureliano se lo dijo, Pilar Ternera emitió una risa profunda, la antigua risa expansiva que había terminado por parecer un cucurrucuteo de palomas” (2007, 263).
Las metáforas que emplea Gabo para la risa de Pilar Ternera apuntan todas a su sonoridad. El aspecto visual lo condensa el escritor en una frase, referida esta vez a Prudencia Pitre, una de las viudas que entretuvieron a Florentino Ariza mientras él esperaba a que Fermina Daza a su vez enviudara: “Ella se rió, con una arrugada risa de vieja” (2007, 217).
Reír profundamente es vivir profundamente, leíamos en el “manifiesto místico de la alegría”. Es lo que hacen las mujeres de Gabo. En el barco del río, “atrapada” al fin por Florentino Ariza, la envejecida mas no marchita Fermina Daza “soltó una risa profunda, de paloma joven” (2014, 252). Reír es vivir, es afirmar la vida. Gabriel García Márquez lo muestra en la vida, real y mágica a la vez, de sus personajes femeninos. Pablo Neruda lo expresa en el poema Tu risa, escrito para una mujer:
Quítame el pan si quieres,
quítame el aire, pero
no me quites tu risa.