El tema de la llamada “cultura de la cancelación” y el rechazo a los chistes crueles y los humoristas que los producen y difunden en México, da pie a que el filósofo Mauricio Lecón, revisite el humor del mexicano para analizar sus mitos, sus limitaciones, fragilidades e hipocresías.
“¿Saben de qué murió Michael Jackson? De desesperación porque le quemaron una guardería allá en Sonora”. Así comenzaba la controversial rutina de Sergio Verdusco, Platanito, acerca del incendio de la guardería ABC, sucedido en Hermosillo, Sonora, en 2009. La cual, remataba diciendo: “No se burlen, güey. Pobres chavitos al pastor. No sean culeros. Aparte ya no hay guardería, ahora abrieron un changarrito que llamaron Kentucky Fried Children”.
En 2012, cuando apenas comenzaba a surgir la llamada “cultura de la cancelación”, la publicación de este bit en los medios y redes sociales causó enorme revuelo y convirtió a Platanito en uno de los primeros personajes en ser cancelados en México. Miles de personas demandaron en redes la suspensión de su programa televisivo. Hace poco, el comediante reveló haber recibido también numerosas amenazas contra él y su familia en represalia a su chiste. Incluso, los políticos se sumaron a la campaña contra el payaso. José Luis León Pereda, diputado por el Partido Revolucionario Institucional en aquella época, consideró “imperdonable” el gazapo del comediante e intentó promover una demanda penal contra él para “encontrar alguna forma de ponerle un bozal”. Aunque Sergio Verdusco ofreció una disculpa a los padres de las víctimas a través de los medios, el arrepentimiento del comediante apenas atenuó la molestia social.
Desde entonces, otros comediantes como José Luis Slobotzky, Ricardo Pérez, Roberto Andrade, (El tío Rober), Hugo Pérez (El cojo feliz), entre otros, han sido también señalados por el contenido y temáticas de su comedia. En todos los casos, las campañas de cancelación han seguido la misma receta: el señalamiento público del chiste controvertido, la estigmatización del comediante, la exposición del blanco del chiste, la movilización de la opinión pública, la presión a instituciones. La eficacia de este tipo de censuras es muy pobre, cuando no contraproducente.
La cultura de la cancelación es un fenómeno global. Llama, sin embargo, la atención la popularización de ella en México porque contrasta con la narrativa que solemos tener de nuestra propia cultura. Los mexicanos nos ufanamos de reírnos de todo. Nos llena de orgullo ser quienes reímos en vez de llorar, quienes le ponemos buena cara al mal tiempo, quienes hacemos leña del árbol caído. En la épica popular, somos héroes barrocos que nos reímos de un mundo absurdo, adverso e impredecible. Y para ilustrar nuestra ligereza de ánimo, prontamente señalamos la celebración del día de muertos como muestra de que en México nos mofamos incluso del mayor de los males humanos. Esta actitud desparpajada, casi impávida, sugiere que los mexicanos tenemos un desarrollado sentido del humor y una invulnerabilidad existencial producto de una capacidad individual y colectiva para convertir lo desagradable y trágico en objeto de risa.
La aceptación de la cultura de la cancelación revela que esa actitud cínica y descarada del mexicano es, en realidad, una mentira que nos gusta contarnos para sentirnos especiales, como las de nuestra hospitalidad o de nuestra laboriosidad excepcional. En realidad, somos una sociedad sumamente frágil y quejosa ante la burla, la socarronería y el humor cruel.
La raíz de esta autopercepción desviada está en un malentendido sobre la naturaleza satírica del humor negro. Lo confundimos con lo soez, lo obsceno, la metáfora fálica del albur y del apodo ingenioso ante una discapacidad física, insolencias huecas que apenas revelan nuestros gustos prosaicos y nuestros tabúes sociales y morales. De allí que en su Fenomenología del relajo (1966), Jorge Portilla matice la idea del humor negro del mexicano que, lleno de leperadas, carece de la acidez del humor negro. Por ello, al mexicano le abruma y le espeluzna lo que la cultura de la cancelación estigmatiza.
Volvamos otra vez a Sergio Verdusco, quien hace un par de años cachondeó con el lamentable asesinato de Debanhi Escobar, una joven estudiante de Derecho, cuyo cuerpo fue trágicamente encontrado en la cisterna de un hotel. “Imagínate ahorita, un dos, tres por Debanhi que está en la cisterna”, dijo el payaso aludiendo con crueldad y sorna al juego infantil de las “escondidillas”. La insensibilidad del comediante atrajo de nuevo la crítica y denuncia colectiva. Las subsecuentes disculpas de Platanito fueron como sus chistes: patéticas, cínicas y vanas. Su insulsa rutina nos recordó que es mucho más difícil reírse de los muertos que de la muerte. Aunque vivamos inmersos en la tragedia no es fácil burlarse de ella. En el fondo, al reírnos de la desgracia ajena profanamos el dolor del prójimo, como si nuestra risa revictimizara al desafortunado.
Pero no nos equivoquemos creyendo que esta actitud responde a una moral social muy sofisticada o a una nueva constelación de valores sociales que nos previenen contra este tipo de comedia. Nuestra complacencia en diversas expresiones culturales y formas de entretenimiento explícitamente despectivas, obscenas y violentas revelan que la idea del progreso ético, expresado por la cultura de la cancelación, por ejemplo, es ilusorio. Nuestra brújula moral es bastante inconsistente, cuando no discrecional. Los mexicanos modulamos a conveniencia nuestra moralidad hasta el punto de que nos cala más el escarnio a la víctima que la exaltación del victimario; nos perturba que un payaso se burle de la tragedia, pero no que se glorifique la delincuencia en la música y en la televisión, por ejemplo.
Detrás del faroleo cultural acerca de la comicidad del mexicano yace una “susceptibilidad hipersensible”, como la llamó Samuel Ramos en El perfil del hombre y la cultura en México (1934). A los mexicanos, el humor negro nos incomoda, ofende y enfada porque descaradamente juguetea con los aspectos más frágiles de nuestra existencia. Por supuesto, el enfado o desconfianza ante cierto tipo de humor es natural: nadie disfruta ser el blanco de una broma; mucho menos, cuando nuestro dolor es el motivo de la risa. Pero incluso cuando no somos el objeto de la broma, la burla rotunda y sin rodeos propia del humor negro se nos atraganta. Con frecuencia, percibimos en este tipo de comedia cierta agresión o, al menos, una insolencia del comediante que debemos sancionar desde nuestra atalaya moral. Preferimos la comedia esquiva, como la del albur y la parodia, que disfrazan la burla con los pliegues del lenguaje o con representaciones ridículas e inermes. No es casualidad, por ejemplo, que el humor político en este país lo hagan marionetas y botargas. En México, el humor popular es el que domestica la adversidad haciéndola amigable. De ahí nuestra simpatía por el “Chavo del 8” y su representación lúdica de la orfandad y la miseria. El personaje de Roberto Gómez Bolaños ilustra la manera en que la comedia mexicana infantiliza una incómoda realidad social. Si reímos de los infortunios del Chavo, de su condición paupérrima que lo hace vivir en un barril y soñar con una torta, no es porque cínicamente nos riamos de la pobreza en su cara, sino porque la hemos convertido en una caricatura cursi y ramplona de la realidad. Los mexicanos no nos reímos de la pena y la tragedia en el mundo, las romantizamos.
Este talante nos impide estallar de risa con las representaciones disruptivas y liberadoras del humor, mediante las cuales se redimensiona la realidad para no asfixiarse en ella. Jorge Portilla advertía atinadamente que el humor ayuda a distanciarnos de nosotros mismos y de nuestras circunstancias, y “nos permite afrontar las situaciones más adversas como si fueran hechos externos, ajenos, que no pueden alcanzar[nos] por completo”. Por eso Portilla llama al humor una “actitud estoica” cuya “capacidad de alejamiento” nos salvaguarda.
Esperar esta actitud de quienes son objeto de la risa es absurdo. Pero también lo es prohibir algunos tópicos de la comedia. Cuando los mexicanos censuramos sus descaros o cuando reservamos nuestra risa para el absurdo ramplón, en el fondo nos encadenamos a la existencia renunciando, de manera inconsciente, a intentar ponernos por encima de nuestra aciaga cotidianidad, al menos por un instante.
“El mexicano”, ya advertía Samuel Ramos, “ama ser fanfarrón”. Nos gusta creernos espectadores del teatro del mundo que se mean de risa en sus butacas. Pero debemos dejar atrás las fantasías del mexican curious y engrosar nuestra piel porque, en cuanto a la comicidad, los mexicanos somos tan pesados como Heráclito: maldecimos nuestra suerte, glorificamos el martirio y preferimos reír de chistes de infieles, gallegos y pitos.