El humor y el amor a la vida en el cine de Luis Buñuel

Francisco Prieto

Columna

Una vez, hace ya muchos años, un buen amigo me cuestionó que no acababa de entender el porqué de mi admiración por Ingmar Bergman y por Luis Buñuel, para él tan distintos. Le respondí de inmediato: Buñuel y Bergman tienen un profundo parentesco espiritual; les separa solamente el hecho de que nuestro Buñuel viene de un país de sol y Bergman de un territorio de brumas. A diferencia de la Suecia de Bergman, un invierno en España, aun en el norte de España, no encierra a las personas en su casa convirtiendo la calle en un territorio indeseable y la casa en un encierro intolerable. Por ello, pese a mi admiración por ambos, prefiero a Buñuel que a Bergman. Hay en el primero un penetrante y agudo humor negro que relativiza la densidad de sus dramas espirituales.

Por ejemplo, en Viridiana. Después de los intentos de seducción de su tío, que termina suicidándose, y de la traición de los indigentes a los que ha recogido y dado techo, la novicia Viridiana pasea una tarde con su primo, hijo natural del tío que quiso seducirla. En una faena en el campo ven pasar una carreta que lleva atado en la parte trasera a un perro que tiene que seguir al ritmo de la misma. Viridiana se compadece del animal y pide al primo que lo rescate. El primo, que se encuentra en proceso de seducirla también, la complace. No pasa mucho tiempo cuando en el sentido contrario del camino otra carreta lleva a otro perro atado a ella. Así como el rescate que Viridiana ha hecho de los indigentes ha sido inútil, lo es también el del perro. Esto, que el espectador razonará después, lo hace estallar antes en una carcajada por el sentido de fatalidad que encierra la escena. El absurdo humor negro de la escena permite a los personajes escapar del ensimismamiento, la desesperación y los delirios interiores. Y es que los personajes de Buñuel, como los de Bergman, enfrentan siempre la amenaza del sinsentido, la presencia súbita del absurdo. Pero el hecho de poder salir a la calle, beber unos vinos y paladear unas tapas en un bar en pleno invierno, si bien no salvan necesariamente del suicidio, aligeran al menos la involución de la persona y de la vida interior como si se tratara de una cárcel donde no entra siquiera un poco de luz. Buñuel es, en este sentido, un hermano natural de Pérez Galdós, a quien tanto amaba y en cuya novela Halma se inspira la película Viridiana, y un pariente lejano de Bergman, de Hesse o de Strindberg.

Hay también una poesía sutil en el humor de Buñuel: recordemos en La vía láctea aquel bar de San Sebastián en pleno invierno, donde los personajes comen y beben mientras un cura le cuenta a unos niños la historia de una monja que huyó con su enamorado y que, cuando éste un día la abandonó, regresó al convento arrepentida, dispuesta a arrodillarse, a pedir perdón a Dios y a sus hermanas. A su regreso nadie le preguntó nada, nadie se extrañó de nada, porque en su ausencia un ángel transfigurado en ella cumplió sus deberes de asear el convento. El cura cuenta todo esto con una dulzura tal que embelesa a uno de los adolescentes. Mientras el muchacho está sumido en la ensoñación, el cura observa su muslo y un deseo sublimado le lleva a apretarlo. El espectador sonríe enternecido: el cura no es un acosador sino un hombre que no puede sustraerse al afecto. En esa misma película, los protagonistas, dos amigos que hacen el Camino de Santiago, piden aventón. En medio de la carretera, un tipo en un deslumbrante coche deportivo se mofa de ellos y se estrella más adelante. Los peregrinos corren hacia el accidente. Al llegar encuentran apoyado en la puerta del automóvil al mismísimo Lucifer bajo la apariencia de un joven apuesto. Se le acercan temerosos y el Demonio, que mordisquea una manzana, los apacigua y los mueve a que se apropien del calzado del señorito fallecido, cuya alma es ahora suya y ya no necesita los zapatos que a ellos le harán tanto bien. Todo el filme, en la mejor tradición de la picaresca, va entremezclando las grandes herejías —que Buñuel conoció a través de la Historia de los heterodoxos españoles de Menéndez Pelayo, un conjunto de libros que lo acompañaron a lo largo de su vida— con episodios de su invención.

La vía láctea es, como dije, la historia de dos viajeros que hacen el Camino de Santiago desde París. Cuando inician el viaje, un hombre les anuncia que al final de su recorrido encontrarán a un par de prostitutas y una de ellas les espetará: “Tú no eres mi pueblo”. El hombre suelta entonces una paloma venida de quién sabe dónde, una paloma que nos remite al Espíritu Santo. Luego vemos al hombre tendido en una cama profetizando: “El miedo a la ciencia y el horror de la tecnología acabarán haciéndome creer en la presencia de Dios”.  

Desde ese momento, vemos durante toda la película escenas rebosantes de un absurdo humor negro. Por ejemplo, la escena en la que un cura, a quien nadie puede contradecir, conversa con un militar jacobino en una posada. En un momento dado el cura le dice: “Cada vez hay más católicos”; el militar replica: “¿Pero los musulmanes?”; el cura exclama: “Pero si son católicos”; el militar porfía: “¿Y los judíos?”; el cura responde: “Lo son aún más”. Todo continúa así hasta que el cura repite una herejía que anteriormente el militar había expresado: “Dios está en la eucaristía como el ganso en el foie gras”; el militar responde: “Pero usted me había dicho que esa era la herejía de los pasteleros”. Molesto, el cura embarra la cara y la ropa del militar con la salsa de un platillo. Acto seguido escuchamos la sirena de una ambulancia y vemos entrar hombres vestidos de blanco que se llevan al cura que había escapado del manicomio. Mientras el militar se limpia, se le acerca un mesero que le pregunta: “¿Usted lo contradijo?”

En otra escena del mismo filme, vemos al Marqués de Sade torturar a una bella muchacha mientras habla de la liberación de los instintos y a un francotirador que se bolea los zapatos al tiempo que se echa un discurso animalista y mortifica a un perro echado a su lado; luego paga, sube a un edificio, carga el rifle que lleva consigo y dispara al azar contra los viandantes. ¿Y qué decir de la larga secuencia en la que una institutriz sentada sobre un estrado va citando hereje tras hereje, mientras sus pupilas acompañan las invocaciones de la institutriz con un “Que sea anatema”, para luego ver al Papa frente a un pelotón de fusilamiento, al que una masa cargada de irracionalidad y violencia lo condujo, inclinar la cabeza, orar y caer acribillado?

Evoco también a los dos jóvenes que en La vía láctea se han ido de cacería bosque adentro y escuchan un llamado celestial. De pronto, entre las ramas de un frondoso árbol ven a la Virgen María en su versión de Lourdes invitándolos a orar. Uno de los jóvenes se arrodilla y clama: “Creo, creo”; el otro, que ha visto también, se niega a creer.

En El discreto encanto de la burguesía, los personajes que se encuentran en una cena sentados en inodoros, se descubren de pronto en el escenario de un teatro repleto de espectadores. Obligados por la sorpresa a detener su conversación, oyen los abucheos cada vez más intensos de los espectadores hasta que poco a poco abandonan la escena de dos en dos. Sólo queda en ella un obispo que comienza a predicar y es orillado al silencio por la andanada de tomates y papas que el público le arroja.

En El fantasma de la libertad, unos niños miran encantados unos dibujos. Sus padres les preguntan quién se los dio. Los niños responden que un señor en la calle. Los papás se los arrebatan y mientras miran los dibujos exclaman: “Qué horror; qué obscenidad”. Cuando los espectadores accedemos a los dibujos vemos imágenes del Arco del Triunfo, del Sacré Coeur, de la Torre Eiffel…

Pienso que el humor de Buñuel es profundamente cristiano. El verismo de su estética surrealista encandila nuestros ojos y nuestra alma para reconciliar nuestros sueños con las realidades concretas. Hay en él una condena implícita de todo dogmatismo, de toda soberbia, de todo espíritu represor. No obstante, en dos de sus películas el humor no tiene cabida: Los olvidados y El diario de una recamarera. Allí Buñuel estalla violento, furioso contra la depredación. En el primero, el lejano y burlón Buñuel ve con simpatía al policía que cumple con su deber y evita que un pederasta aborde a un escolar. En el segundo, un violador tiene colgados en las paredes de su cuarto tres símbolos que representan la religión, la patria y la familia. A Buñuel le repugna la mala conciencia, la inautenticidad, el abuso del prójimo. Asumir las propias debilidades, transitar en medio de contradicciones es para él humano y mueve a la piedad y a la risa compasiva. El humor de Buñuel hace burla de lo solemne, de lo hipócrita, de los grandes discursos patrióticos y políticos, provengan de un funcionario, de un ejecutivo, de un político o de un presbítero. En El discreto encanto de la burguesía, en el momento en que el Ministro del Interior da instrucciones para que no se detenga al Embajador de una república hispanoamericana acusado de tráfico de drogas sólo escuchamos el ruido ensordecedor del ferrocarril que pasa en ese momento.

Como en Bergman, Dios y la religión están presentes en casi todas sus obras. Pero mientras en Bergman se decantan en un lenguaje metafísico y aun teológico —por lo general a puertas cerradas o a la caída de la noche en una playa desierta— en las películas de Buñuel se hace generalmente en el exterior y de manera alusiva, como, por ejemplo, en Nazarín que, encadenado a una cuerda de presos por haber servido a su prójimo, recibe como gracia una piña de una frutera cuya carreta está llena de peras y otras frutas. Con las manos encadenadas, Nazarín lo agradece y se golpea el pecho con la piña mientras escuchamos de fondo los tambores del Viernes Santo de calanda, los tambores que nos hablan de un sino fatal, de una libertad encadenada que hace presente el fantasma de la libertad, sí, pero, también, la convicción de que la compasión es, en rigor, lo que redime al ser humano.

El humor de Buñuel nace de la constatación del absurdo en que vivimos y en el que, sin embargo, afirmamos el amor a la vida como un tributo a la luz que arrojan los bienes de este mundo.

Hay una tradición en la poesía, la narrativa y la pintura española que está presente en Manrique, Cervantes, Quevedo, Velázquez y Goya, y que muchos etiquetan bajo el rubro de humor negro. La belleza, contrario a lo que escribió Valéry, se cuece desde la raíz de lo verdadero. El humor de Buñuel se finca así en la asunción de nuestra pequeñez. Reír de nosotros mismos conlleva la única grandeza posible para el ser humano.

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