En este texto, que puede pertenecer tanto a la literatura del yo, como a una ficción narrada en primera persona, el narrador, un hombre inclinado al estoicismo, toma como pretexto el sufrimiento que le causa su vecina para embarcarse en un erudita meditación llena de un puntilloso humor sobre la cojera de Epicteto y su relación con el estoicismo. Entre los libros de Pedro Mena Bermúdez (León, Guanajuato, 1982) mencionamos, Pútrida voz, La corbata y otros ensayos y Demócrito.
Dice un amigo que dice Séneca: “A menudo sufrimos más por nuestra imaginación que por la realidad”. Le digo que no recuerdo dónde dice el cordobés eso. Pero supongo me lo señala a tono de exhortación para que salga de mis pensamientos funestos y caiga en cuenta de que, pese a todo, sigo vivo. Acepto de buena gana su sugerencia y pongo mi atención en el cielo, luego en el piso. Evito, no sin tropiezos, prestarle importancia al teatro de locos que ofrece función gratuita en mi cabezota. Noto que se acerca un pajarito vivaz a la silla donde estoy sentado. Me conmueve su agilidad, su permanente estado de alerta. Vuela. Respiro hondo. Vuelvo a mis pensamientos y me cuestiono qué tan viable sería practicar, de manera consciente, el estoicismo. Dado que, ante ciertas circunstancias y experiencias, sin darme cuenta del todo, he tenido una actitud estoica. Y, a ojos de terceros, estos gestos me han ganado fama de frío e indolente. “Tú, tan serio y apático como siempre”, repiten algunos de mis conocidos. Me lo tomo como un cumplido, puesto que no encajan con precisión los adjetivos en mi supuesta personalidad.
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Tengo por vecina a una mujer muy loca, y algo renca. Me he contenido una y otra vez de ir a reclamarle, con bufidos y maledicencias, que baje el volumen de su altavoz. Canta con enjundia una letra de moda, de desamor y engaño; y lo hace con todo el histrionismo del que es capaz. Y vaya que está capacitada para el melodrama. Tolero las tres primeras repeticiones que mal entona, luego mis nervios colapsan, mi dentadura cruje y el ojo izquierdo comienza a zapatear compulsivamente. Salgo a caminar. Mientras aprieto el paso imagino cómo decantar el odio en venganza efectiva. Ya le grito a la vecina, la demando, le pongo un molote de gasa bañada con petróleo en la boca para luego arrojarle una cerilla encendida; me ha pasado por la mente levantarla a las cuatro de la madrugada con canciones de Alvin y las ardillas, por supuesto, a todo volumen (aunque sospecho que esto sería como darle los buenos días con un entusiasmo inmerecido). La cosa no para ahí, luego se recrudecen mis representaciones y me veo en prisión por atosigar a la loca renca, apuñalado por el novio de esta cierva del mal gusto. A estas alturas, me doy cuenta de que sudo más por el estrés que me ocasiona la película proyectada en mi cráneo que por la caminata. Sufro. Contener la ira, sentir culpa y luego impotencia se tornan un calvario para mis escasas y bobas neuronas. Vuelvo a mi domicilio, mientras abro la puerta la vecina me saluda muy quitada de la pena, y me comenta, como si yo fuera su confidente de años: “Usted es muy serio, se nota que nada le cala, como que me imagino que usted ha de practicar el espoycismo (sic) que vi en un video de YouTube. La neta lo felicito, a ver qué día yo lo empiezo a practicar, como que suena chido eso de filosofar bien harto con la vida”. Sonríe como un duende en pleno exorcismo antes de desearme que tenga buen día y sigue barriendo. Por mi parte, me alejo de su escoba antes de que la punta de mi oscuro Derby se incruste en sus magulladas y no simétricas nalgas.
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Cada que recuerdo la sonrisa de mi vecina me duele el estómago y siento agruras. De alguna manera le deseo, a ratos, la suerte de Crisipo de Solos, el estoico que murió en plena carcajada mientras veía a su asno tragar higos y ajumarse con vino. Lo admito, soy malvado y vengativo. En caso de que la vecina me preguntara si tiene madera de estoica, le diría: ni duda cabe, usted tiene algo de Epicteto. La certeza de mi respuesta la fundamento, como dicen los odiosos tesistas, en la cojera padecida por la vecina. Aunque, cierto, Epicteto es claro en este asunto, en las Διατριβαί [Disertaciones (por Arriano)] dice:
Entonces, ¿por qué mezclas cosas que concurren en los mismos hombres por azar? Si Platón era guapo y fuerte, ¿tenía también yo que sentarme a hacer esfuerzos por ser guapo o por ser fuerte, como si esto fuera necesario para la filosofía, porque cierto filósofo era al mismo tiempo guapo y filósofo? ¿No quieres darte cuenta y juzgar de acuerdo con qué criterios los hombres llegan a filósofos y qué cosas existen en ellos por azar? ¡Vamos! Si yo fuera filósofo, ¿tendríais vosotros que ser cojos también? Entonces, ¿qué? ¿Suprimo esas capacidades? ¡Desde luego que no! Ni tampoco la de la vista. Sin embargo, si me preguntas cuál es el bien del hombre, no puedo decirte sino que cierto albedrío.
Sospecho, francamente, que la cojera en algo influye, así como la esclavitud, en el pensamiento de Epicteto. En la medida que siga elaborando notas en esta libreta quizá tenga alguna pista.
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Hoy, en un revés de la vida, me he lastimado la rodilla derecha. Intentaba acomodar una caja de zapatos en la parte superior de un librero y, quizá porque ya no soy un jovencito, pisé mal al descender de un mueble que hacía de escalera. No sentí el dolor inmediato que sucede a las fracturas, sólo una leve incomodidad que fue subiendo en intensidad mientras me duchaba. Al salir rumbo al Café, ya iba renqueando. Pensé que era una oportunidad para practicar conscientemente ese estoicismo del que me habló la vecina, del que hablan libros y artículos y que profesaron hombres como Zenón de Citio, Cleantes, Crisipo, Diógenes de Babilonia, Antipatro de Tarso, Panecio, Posidonio, Cicerón, Catón el Joven, Séneca, Epicteto y Marco Aurelio. Y digo “práctica consciente del estoicismo” porque de alguna manera lo he hecho toda mi vida, pero sin darme cuenta de ello, dado que provengo de una base cultural judeocristiana, la cual tomó prestado o robó mucho al estoicismo. Así que resistiré el dolor de rodilla y me abstendré de lloriquear y enfurecerme por mi diezmada locomoción. Puede que un día suscriba con cierta holgura lo que escribió Quevedo del estoicismo en Doctrina estoica:
Yo no tengo suficiencia de estoico, mas tengo afición a los estoicos. Hame asistido su doctrina por guía en las dudas, por consuelo en los trabajos, por defensa en las persecuciones, que tanta parte han poseído en mi vida. Yo he tenido su doctrina por estudio continuo: no sé si ella ha tenido en mí buen estudiante.
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A paso lento y sin refunfuñar he conseguido llegar a mi habitación. Mientras reposaba me sentí tentado a escribir uno de esos ensayos o artículos donde, como sermón soporífero, se persuade, en las conclusiones, al hipotético lector de que se ejercite en el estoicismo. Me abstendré. Estos trabajos son la misma cantinela a la que estamos acostumbrados desde el aula. Hay en esas redacciones un despliegue de información poco pringosa que nos permite pasar por medio cultos, o medio sabios, en una sobremesa donde se ha agotado el chisme caliente sobre una infidelidad anunciada. Escribo esto para modificar mi discurso interior, propenso a volcarse en empresas miserables como la redacción, o calca, de datos que ofrece una historia de la filosofía firmada por erudito alemán. Pierre Hadot, en su hermoso libro La Ciudadela interior. Introducción a las Meditaciones de Marco Aurelio, no deja de insistir en que el Emperador filósofo escribía para sí mismo, como una especie de terapéutica de la palabra, para modificar su discurso interior. El pulso de su escritura respondía a los problemas y progresos (ya planteados por Epicteto), de su procesión espiritual. Por ahora no intento emular al Emperador sabio, pero corroboro que escribir es un alivio, la tentación de borronear el articulillo ha desaparecido.
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Lo que me sigue dando vueltas y tumbos en la cabeza es la cojera de Epicteto ¿Nació padeciendo esa deficiencia?, ¿o fue un accidente, una lesión provocada por un tercero?, ¿el haber sido cojo tuvo que ver con su condición de esclavo? Pese a que él es explícito en que la cojera nada tiene que ver con ser filósofo, ¿esa deficiencia influyó en sus discernimientos filosóficos? Recuerdo que Martín Cerda, en un ensayo titulado “El escritor y su cuerpo”, plantea, como lo hicieron en su momento Husserl, Sartre, Merleau-Ponty, Ortega y Gasset y Barthes (por mencionar sólo a los filósofos que me vienen a la memoria, no tiene caso referir a antropólogos, etnólogos y sociólogos porque sería el cuento de nunca acabar), cómo es que el escritor no puede evadirse de su cuerpo. Supongo, considerando que Epicteto no redactó las dos obras que condensan su filosofía, que el planteamiento de Cerda puede extenderse a la relación Cuerpo-Reflexión.
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Hay algo cierto, a los cojos no les iba nada bien en la antigüedad. Pese a que se ensalza, con méritos de sobra, la cultura greco-latina, se sabe que la percepción que tenían de los discapacitados no era propiamente favorable. De ordinario se arguye, con tono acusatorio, que las creencias religiosas solaparon, en ambas culturas, la erradicación y maltrato de los considerados deficientes. Y no es mentira, pero sí una verdad a medias.
El catedrático Antonio León Aguado Díaz, en su Historia de las deficiencias (Fundación Once, Madrid, 1995) expone, sintéticamente, la presencia de dos actitudes (pasiva y activa) ante las deficiencias en Grecia, Esparta y Roma. La actitud pasiva se hace patente en: 1) Infanticidio no sólo de deformes, sino de neonatos con apariencia inusual; bien visto por Platón y Aristóteles. 2) Esparta: eugenesia e infanticidio, exposición del recién nacido ante consejo que si aprecia tara lo despeña por el monte Taigeto. 3) Atenas: infanticidio de débiles y deformes, se les deja a la puerta de un templo por si alguien los adopta. 4) Ley de Rómulo: abandono de hijo inválido si cinco vecinos lo aprueban; incumplimiento, confiscación de la mitad de los bienes. 5) República: infanticidio de deformes. 6) Imperio: infanticidio y mutilaciones de niños y jóvenes para mendigar. 7) S.II d.C.: compra de discapacitados para diversión. 8) Roca Tarpeia y columna Lactaria (La roca Tarpeia, según escribe Tito Livio, cumple funciones similares a las del monte Taigeto, y los niños no deseados eran situados en la base de la columna Lactaria, donde muchos eran mutilados para incrementar su valor como mendigos). 9) Séneca: aversión natural hacia los deficientes. 10) Claudio: ridiculizado por su apariencia física y dificultades de habla. 11) Celso: defiende la hipótesis del miedo: castigo con privación de alimentos, cadenas, grilletes. Estas observaciones, cuando hay suerte, son las que se registran para avalar la tesis de que, en la antigüedad, las deficiencias no eran atendidas y, por tanto, solapadas por el poder y la sociedad en general. Pero como mencioné, esto es verdad a medias.
El mismo Antonio León Aguado Díaz menciona la otra cara de la moneda, que no pretende redimir la brutalidad de los tratos a los deficientes, pero sí poner en consideración la historiografía de los remedios, paliativos y soluciones a un problema que rebasaba el orden de lo particular entre individuos. El catedrático llama actitud activa a las siguientes medidas: 1) Primacía del enfoque naturalista de la enfermedad mental. 2) Hipócrates: atribuye enfermedad y deficiencia mentales a causas naturales. Ya se habla de enfermedad. 3) Fracturas y articulaciones: banco de extensión para tracciones vertebrales. 4) Templos de Esculapio, casas de salud, con baños, paseos y procesiones. 5) Cicerón: responsabilidad del enfermo mental. 6) Vena filantrópica de gobernantes: Augusto, Vespasiano, Trajano. 7) Asclepíades de Prusa: tratamiento humano a enfermos y deficientes. 8) Aurelio Cornelio Celso, De medicina: imbecillis, astenia general; scamnun, banco de extensión hipocrático. 9) Galeno: rastreo de vías nerviosas y lesiones cerebrales; ejercicios con la pelotita, mecanoterapia. 10) Sorano de Éfeso: hospital de enfermos mentales y probablemente retrasados. 11) Influencias del cristianismo primitivo. Concilios: hospedajes y asilos. San Basilio, ciudad-hospital de Cesarea.
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El anterior pestañazo al problema de las deficiencias en la antigüedad me permite fantasear, puesto que no soy competente en materia de historia antigua ni poseo las bases filológicas para un estudio exhaustivo, cómo es que Epicteto terminó siendo esclavo. A tono de juego, puedo apostar por algunas hipótesis.
Es posible que Epicteto haya nacido cojo y, debido a esa deficiencia, fuera esclavizado. Esta idea es la menos manoseada por los estudiosos del frigio. Un par de académicos españoles, José M. Melero Martínez y Carmelo Blanco Mayor, suscriben en su ensayo: “La antropología de Epicteto” (Ensayos: Revista de la Facultad de Educación de Albacete, N.º 9, 1994, pp. 73-82), la afirmación de que Epicteto era hijo de una esclava. Se infiere, por tanto, la razón por la que él haya sido esclavo. Sin embargo, no sé de dónde han sacado este dato, no ofrecen ninguna fuente fiable.
Si Epicteto nació cojo tenía al menos dos destinos cantados, el de mendigar o el de ser esclavo. No he leído noticias de que el frigio mendigara, aunque prácticamente toda su vida fue pobre, así lo reporta Simplicio en su Comentario al Enchiridion. Incluso, y esto ya es fantasía mía, puede que Epicteto no tuviera padres esclavos, sino que fuera abandonado. Las razones de dicho abandono: su cojera o fealdad. Así le pasó a Hefesto, el dios griego del fuego y la forja, creador de las armas de Aquiles, a quien su madre, Hera, lo tiró del Olimpo por la fealdad de su cojera, agravando así esta deficiencia. En el arte griego, Hefesto suele ser representado acompañado de un palo al caminar o con los pies al revés. En la Ilíada, Hefesto aparece aquí y allá, pero en el Canto XVIII (391-420) se detalla lo siguiente:
Llamó a Hefesto, el ilustre artesano, y le dijo:
“¡Hefesto, ven aquí! ¡Tetis te necesita para algo!”
Le respondió entonces el muy ilustre cojitranco:
“Temible y venerable es la diosa que honra nuestra casa,
la que me salvó del dolor que me invadió aquella vez que caí
lejos por voluntad de la perra de mi madre, que había decidido
ocultarme porque era cojo. Entonces habría padecido dolores,
de no ser por Eurínome y Tetis, que me acogieron en su regazo,
Eurínome, la hija de Océano, el que refluye a su fuente.
Con ellas pasé nueve años forjando primorosas piezas de bronce:
broches, brazaletes en espiral, sortijas y collares,
en la hueca gruta a cuyo alrededor la corriente de Océano
fluía indescriptible entre borbolleos de espuma. Nadie más
ni de los dioses ni de los mortales hombres estaba enterado;
sólo lo sabían Tetis y Eurínome, las que me habían salvado.
Aquélla es quien ahora llega a nuestra casa; por eso es mi deber
pagar íntegra mi redención a Tetis, la de bellos bucles.
Mas sírvele tú ahora bellos presentes de hospitalidad,
mientras yo dejo los fuelles y todas las herramientas.”
Dijo, y levantó su resoplante mole del cepo del yunque
cojeando, mientras las frágiles pantorrillas iban meneándose.
Apartó del fuego los fuelles, y todas las herramientas
con las que trabajaba las reunió en un argénteo arcón.
Con una esponja se enjugó el contorno del rostro y las manos,
el robusto cuello y el velludo pecho; y se enfundó
una túnica, cogió un grueso bastón y salió a la puerta
cojeando. Marchaban ayudando al soberano unas sirvientas
de oro, semejantes a vivientes doncellas.
En sus mientes hay juicio, voz y capacidad de movimiento,
y hay habilidades que conocen gracias a los inmortales dioses.
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Otro ser abandonado, como Hefesto, fue Edipo. Layo (rey de Tebas) y Yocasta abandonaron a su hijo, recién nacido, en un monte infranqueable (Κιθαιρώνας). Temía Layo, sobre todo, que la predicción del oráculo se cumpliera, es decir, que él fuera asesinado por su propio hijo y luego desposara a su propia madre, Yocasta. Le perforaron al niño los tobillos con unas fíbulas, de tal manera que lo pudieran colgar de la rama de un árbol. Este niño fue recogido por unos pastores y luego adoptado por Pólibo (rey de Corinto) y su esposa Mérope. Dada la condición del niño, decidieron nombrarlo Edipo (Οἰδίπους), que en griego significa: pies hinchados. Sófocles lo cuenta así:
Una vez le llegó a Layo un oráculo — no diré que del propio Febo, sino de sus servidores— que decía que tendría el destino de morir a manos del hijo que naciera de mí y de él. Sin embargo, a él, al menos según el rumor, unos bandoleros extranjeros le mataron en una encrucijada de tres caminos. Por otra parte, no habían pasado tres días desde el nacimiento del niño cuando Layo, después de atarle juntas las articulaciones de los pies, le arrojó, por la acción de otros, a un monte infranqueable.
En el Museo Gregoriano Etrusco Vaticano, con N.º de inventario 16541, encontramos en Kýlix de cerámica ática una representación gráfica en figuras rojas (480-470 AC), donde se puede observar a un joven Edipo (quizá de unos 20 años de edad), viajero, reflexionando ante la esfinge. Seguro trata de resolver el enigma sobre su vida y destino. Lo que llama la atención es que Edipo lleva las piernas vendadas, quizá a causa de la lesión provocada por Layo. Según algunos médicos especialistas, en la actualidad, esto puede sugerir que aún tenía las heridas en los pies, manifiestas como úlceras crónicas o posiblemente llegó a padecer flebolinfedema.
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Leo las anteriores notas y caigo en cuenta que me engolosiné con datos inútiles para justificar mi fantasía sobre el origen de la cojera, en el nacimiento o en la primera infancia, de Epicteto. No hay pruebas, o no las conozco, de que haya sido así. Me siento tentado a borrar las notas sobre Hefesto y Edipo, pero no lo haré. De alguna manera, releer a Homero y a Sófocles ha sido estimulante. Tanto me concentré en encontrar lo que buscaba que olvidé mis dolencias en la rodilla. De hecho, ya puedo caminar bien. Lo que si no ha cesado es el malestar en mis oídos. La loca de la vecina sigue con la música a todo volumen y lanza sus berridos como quien maldice a un bribón. No me queda de otra más que seguir a Ilaria Gaspari, que en su agradable libro: Seis semanas con los filósofos griegos, se da a la tarea de vivir la cuarta semana como una estoica. Pero, a diferencia de ella, no escribiré en la balda de una estantería, con pequeñas letras evanescentes, el lema de Epicteto: Aνἐχου καί απἐχου (“Soporta y abstente”); optaré por rotularlo en la puerta de la vecina, para que cada vez que intente ir a reclamarle, me abstenga de ello. Dice la misma Gaspari en la introducción de su libro:
¡Qué desperdicio sería renunciar a ese patrimonio de sabiduría práctica! Por suerte, nadie nos prohíbe inscribirnos en alguna de sus escuelas, las que más nos atraen, en un ejercicio de feliz diletantismo, en un experimento existencial y filosófico desprovisto de pretensiones filológicas y, sin embargo, serio, a su manera, como es serio todo lo que nos empuja a revertir nuestras perspectivas, a barajar las cartas, a darle la vuelta a los puntos de referencia.
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Casi todos concuerdan en que la cojera de Epicteto fue ocasionada por tortura o a consecuencia de un malestar; el ocioso lector puede consultar la amplia bibliografía que ofrece el artículo “Épictète”, [Dictionnaire des philosophes antiques. Tomo III; (d’Eccélos à Juvénal), Publié sous la direction de Richard Goulet; Paris, 2000], sobre todo en las páginas 114 y 115. De esa enorme bibliografía ofrecida pude leer algunas referencias donde se expone, a manera de rumores o leyenda, cómo fue que a Epicteto lo aquejó la cojera. Básicamente son dos las líneas de exposición que explican el malestar de nuestro estoico. La menos documentada, y de la que no pude seguir el rastro, mi griego y latín no dan para más, es la que supone a un Epicteto con problemas de reumatismo. Esta explicación de la cojera de Epicteto está registrada en el Léxico de Suidas (del s. X aproximadamente), una especie de diccionario gramatical y enciclopedia en el sentido moderno, donde además de ofrecer explicaciones sobre la fuente, derivación y significado de las palabras según la filología de su tiempo, se entretiene en la confección de artículos sobre la historia literaria antigua, en los que proporciona muchos detalles y hasta cierto punto citas de autores cuyas obras se han perdido. En esta enciclopedia bizantina es donde se afirma que Epicteto padeció reumatismo, lo cual desembocó en el malestar de la cojera. Sin embargo, hay al menos una alusión en las Disertaciones de Epicteto que contradicen esta información, además de otros testimonios registrados en la literatura inmediatamente posterior a la muerte del estoico cojo. La hipótesis más socorrida y documentada sobre la cojera de Epicteto afirma que esta fue una consecuencia del maltrato o la tortura.
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El sirio Luciano de Samósata consideraba todo lo sobrenatural como una vacuidad, se partía de risa y carcajadas, mediante sus sátiras, de todo aquello que irradiara la religión. La enciclopedia bizantina arriba mencionada lo califica y juzga como: βλάσφημος ἢ δύσφημος, ἢ ἄθεος εἰπεῖν μᾶλλον (blasfemo o maledicente, o mejor dicho ateo). Luciano, aunque muchos lo dudan, fue amigo de Celso, fustigador y azote de los cristianos. De Luciano se dice que fue una especie de Voltaire de la antigüedad, y a Celso lo llaman el Nietzsche de los antiguos, dada su enjundia y severidad al criticar la memez de los antiguos cristianos. Es este Celso el que ofrece una explicación, en el siglo II, de la cojera de Epicteto en su obra: El discurso verdadero contra los cristianos. En el libro III de esta obra, que lleva por título: Crítica a los Libros Santos (sólo por morbo pongo las materias desarrolladas en este libro: diversidad de las sectas cristianas; plagio de los Libros Santos; puerilidad de la cosmogonía mesiánica; refutación de las profecías; oposición de Cristo a Moisés; grosero antropomorfismo del Dios de Israel; imposibilidad de la resurrección de los cuerpos), Celso hace una breve e importante referencia a Epicteto. Quizá este pequeño fragmento sea el más decisivo para quienes sostienen que la cojera de nuestro estoico fue producto del maltrato. Transcribo ahora la referencia, citada por doquier como leyenda:
Si tenéis tan gran voluntad de innovación, ¡cuánto mejor os habría sido escoger para deificarlo a alguno de los que murieron valientemente y que son dignos del mito divino! […] ¿Por qué no escogéis entonces a Epicteto? Mientras su señor le retorcía una pierna, le dijo calmoso y sonriente: “Vais a partirla”, le decía; y habiéndole partido la pierna efectivamente: “Ya os decía yo que ibais a partirla”. ¿Qué dijo vuestro Dios sobre ello en medio de su tormento?
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La desgraciada de mi vecina hoy ha enloquecido un tanto más, hoy ha pujado en todas las malditas canciones, ha llorado hasta el paroxismo. Qué ganas de enfundarla en una camisa de fuerza y taparle la boca con una manzana verde, como se hace con los cochinillos que van al horno. Pero me abstengo. Esta vecina, que rebosa juventud, es una migraña.
Mientras leía al teólogo, asceta y Padre de la Iglesia griega Orígenes (185 d. C - 154 d. C.) no podía concentrarme, de alguna manera pensé que estaba experimentando una especie de sincronicidad junguiana. Pues todo lo que estaba cerca de Orígenes tenía tufo a desgracia y tragedia. No por nada se dice de él que era maestro de mártires, y recordemos que su propio padre también fue mártir. Y creo que yo, si sigo escuchando los alaridos de la vieja loca, voy que vuelo a un altar. Pero leo al eminente exégeta para otros fines menos angélicos. Orígenes, aconsejado por su mecenas Ambrosio, escribió, entre muchísimas otras obras, un erudito y sistemático alegato que puso a Celso como lazo de cochino. Me refiero al Contra Celso (quizá escrito de un solo tirón en el año 248). Orígenes se da a la tarea de refutar, una a una, las injurias y blasfemias que Celso escribió en El discurso verdadero contra los cristianos. En el libro VII (en § 53 y § 54) del Contra Celso, el teólogo hace referencia a la anécdota de la cojera de Epicteto, respaldando la versión de Celso respecto al origen de la deficiencia del estoico:
También nos manda a Epicteto, admirando su noble dicho; pero no es tan alto lo que Epicteto dijo al romperle el otro la pierna, que pueda compararse con las maravillosas obras y palabras de Jesús, a las que Celso no presta fe. Sin embargo, fueron pronunciadas por virtud divina y hasta ahora convierten no sólo a unos cuantos simples, sino a muchos inteligentes.
Orígenes, del que se cuentan pocas imprecisiones en sus obras, no daría fe de ese hecho si hubiera tenido otra versión de la anécdota. Es lícito pensar que le hubiera propinado a Celso otro garrotazo por referir mal ese dato, como lo hace en toda su obra, pero lo sigue, respalda el apotegma de Celso. Para los críticos y especialistas en Epicteto este detalle basta para confirmar que el estoico quedó cojo por tortura de su amo.
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No es tan retórica la pregunta sobre quién demonios era el amo o dueño del esclavo llamado Epicteto. Hasta en las ediciones más chafas y chungas del Enquiridión se dice que su amo era un tal Epafrodito.
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Directa o indirectamente, en las Disertaciones escritas por Arriano en honor a la memoria de Epicteto, encontramos referencias al carácter de Epafrodito, refractario al significado de su nombre (en griego ep quiere decir para, y afrodito hace alusión a Afrodita, diosa del amor). Se sabe que Epafrodito fue un liberto (libertus), es decir, un esclavo liberado, probablemente por el emperador Claudio, dado que su nombre oficial era: Tiberius Claudius Epaphroditus, con la añadidura de Augusti libertus. El historiador Tácito, en el Libro XV, 55 de sus Anales, nos informa que este personaje sirvió como chismoso a Nerón ante la amenaza de un golpe de estado fraguado por el senador Pisón:
Y así, al rayar el día, Milico marcha a los Jardines Servilianos; y como en la entrada lo detuvieron, empezó a decir que era portador de grandes y terribles noticias. Fue conducido por los porteros a presencia de Epafrodito, liberto de Nerón, y luego por él ante Nerón en persona; entonces le revela el peligro que lo amenazaba, lo temibles que eran los conjurados y todo lo demás que había oído o conjeturado, mostrándole incluso el arma dispuesta para darle muerte y pidiendo que se hiciera comparecer al acusado.
Este servicio al Imperio le trajo a Epafrodito honores militares y riqueza. Llegó a desempeñarse como secretario (a libellis) de Nerón y de Domiciano. Ya desde entonces Epafrodito era amo de Epicteto, al cual probablemente adquirió por compra a la edad de 15 años. Nuestro estoico cojo, en las Disertaciones, lo pinta indirectamente como un tipejo metiche (I, 1, 19-20), propenso al servilismo (I, 19, 19-22 y I, 26, 11), y cruel y avaro (I, 9, 29). Algunos especialistas de Epicteto no dejan de mencionar que Epafrodito no era del todo cruel, pese a que para el estoico cojo representaba un hombre vulgar e ignorante, pues permitió a su esclavo tomar lecciones con el estoico Musonio Rufo, además de que liberó a Epicteto antes del año 93. Algunos sospechan (como Jordán de Urríes) que quizá Epafrodito tenía en la mira a Epicteto como posible pedagogo, pero esta idea supone que el amo no causó la cojera al esclavo.
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En su Vida de los doce Césares, Suetonio escribe:
[Nerón]… lloraba y repetía constantemente: “¡Qué artista desaparece conmigo!”. Mientras se detenía en esto, un correo trajo una carta a Faonte; Nerón se la arrancó de las manos y leyó que el Senado le había declarado enemigo público y que se le buscaba para castigarle según la costumbre de nuestros mayores; preguntó en qué consistía este tipo de castigo, y cuando se enteró de que se desnudaba al condenado, se le metía la cabeza en una horca y se le azotaba con varas hasta la muerte, lleno de terror cogió dos puñales que había traído consigo y, después de haber probado su punta, los guardó de nuevo, alegando que la hora fatal todavía no había llegado. Tan pronto exhortaba a Esporo a comenzar las quejas y los lamentos como pedía que alguien le ayudara con su ejemplo a darse muerte; a veces se reprochaba su cobardía con estas palabras: “Seguir vivo es una vergüenza, una deshonra”, “Es indigno de Nerón, es indigno”. “Hay que conservar la serenidad en semejantes momentos”. “¡Vamos, despiértate!”. Ya se acercaban los jinetes que tenían órdenes de arrastrarlo vivo. Cuando se dio cuenta de ello, exclamó temblando: “El galope de caballos de ágiles pies golpea mis oídos”, y hundió el hierro en su garganta con la ayuda de Epafrodito, jefe del departamento de peticiones. Aún se hallaba con vida cuando irrumpió en el cuarto un centurión y, fingiendo haber venido en su auxilio, colocó su capote sobre la herida; Nerón le dijo simplemente: “Demasiado tarde” y “Esto es lealtad”. Y con estas palabras expiró, quedando sus ojos tan abiertos e inmóviles que provocaban el horror y el espanto de cuantos lo miraban.
Más adelante, cuando Suetonio se concentra en Domiciano, escribe:
Y para convencer al personal de su casa de que no debía atreverse a dar muerte a su patrono ni siquiera con un propósito encomiable, condenó a muerte a Epafrodito, jefe de su departamento de peticiones, porque, según se creía, había ayudado con sus propias manos a Nerón a darse muerte, después de su destitución.
Llaman a mi atención dos detalles de las anteriores escenas escritas por Suetonio. El primero tiene que ver con el patetismo y humor involuntario de Nerón y de Domiciano. Creo que un Cantinflas o Tin Tan se inspiraron en estos pasajes para robustecer la comicidad de algunos de sus personajes. Una arqueología de la tontería y el ridículo tendría la obligación de contener un capítulo entero dedicado a Nerón, y claro, también a los otros once Césares. Pero no me quiero extender más en lo aberrante de esos emperadores.
El segundo detalle que llamó mi atención es la aparición de Epafrodito. Las referencias de Suetonio ayudan a dibujar, y corroborar, la imagen cruel y algo despiadada de Epafrodito. No era el resentimiento el que nublaba la vista de Epicteto, los hechos hablan por sí solos. El amo de nuestro estoico cojo era, en definitiva, un hijo de puta bien calado, pero nada tonto. Qué si él lisió a Epicteto es cosa que aún a mí no me queda clara, pero dadas sus actuaciones todo apunta a una respuesta afirmativa.
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Creo que a estas alturas no faltará quién, con machete en mano o dedos en su smartphone, ya quiera lincharme por detenerme en la deficiencia de Epicteto, por llamarlo cojo. En fin, emularé el espíritu estoico y dejaré que esos adalides de los eufemismos sacien su sed de justicia mientras yo sigo en lo mío; es un hecho que no puedo ni tengo gana de cambiarlos. Para mí, hasta cierto punto, es relevante la cojera de Epicteto; sospecho que esa privación del andar influyó en más de alguna de sus reflexiones. Su caminar traqueteado supone una lentitud, una serenidad que hoy en día sólo toman en consideración, porque suena bonito y chic, los epígonos de youtubers espirituales, los emprendeduristas que se quieren alinear con la armonía del universo y todos aquellos que indirectamente se adscriben a las teologías de la abundancia. Por supuesto, lo que dejó Epicteto, por manos de su discípulo y taquimecanógrafo Flavio Arriano, da para más, da para todo aquel que busque ser menos infeliz y desgraciado.
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Veo con placer cómo la vecina va sacando los escasos muebles de su domicilio. No se irá lejos, creo que se mudará a uno de los departamentitos del fondo. Sin embargo, es un alivio saber que ya no me golpeará los tímpanos su asquerosa música. Mientras ella renquea yo suspiro. Sé que su cojera es pasajera, no su salvajismo. Puedo jugar al caritativo y asistirla en el cambio, pero pienso que quizá no sea buena idea. No sea que me pase lo que a Epafrodito con Nerón. Mientras llega un nuevo vecino, que aquí es cosa de todas las semanas, disfrutaré del silencio externo. Del ruido de mi cabeza, de las estruendosas representaciones que imagino, sólo el suicidio me podría salvar. Pero por ahora no me siento tentado a libremente darme el estate quieto definitivo.