Muchos edificios tienen rango de monumentos, albergan la memoria de alguien o de algo relacionado con un acontecimiento histórico. Existe también, lo que Fabián Ramírez llama “paramonumentos”, “edificaciones de naturaleza híbrida que tienen, por un lado, un carácter utilitario; por otro, un valor simbólico añadido”. Es el caso de los planteles escolares. En el presente texto, Ramírez hace una exploración llena de humor de esos “paramonumentos” cuyos nombres rayan a veces en lo absurdo.
No hay razón por la cual negar a los edificios el estatus de objetos y, sin embargo, cae mal en la boca referirse a ellos de tal manera. Alguna vez cierto profesor de retórica latina subrayaba que estar dentro de un edificio es ocupar también el pensamiento de una persona, pues la construcción, antes de adquirir su presencia en el espacio, también se proyectó, se pensó, fue una idea; existió primero en el tiempo. ¿Serán entonces los edificios fantasmas, recuerdos, sueños de los arquitectos?
Acaso esta sensación de disonancia provenga de una armonía distinta, más íntima, que establecemos con los edificios: puesto que a la perennidad aspiran, continuos como los árboles, se integran a nuestra cotidianidad. Los objetos suelen poseer, sin embargo, una naturaleza más bien cíclica. La inmensa mayoría de ellos está destinada a reemplazarse y, en su condición de bienes muebles, a desecharse; lo que no es complicado. El edificio, en cambio, aspira a la perdurabilidad y toda característica contraria a este propósito violenta su esencia misma.
Me reprocharán los versados en historia de la arquitectura que muchos edificios se pensaron para permanecer en pie sólo un tiempo. ¡La Torre Eiffel, por ejemplo! Es verdad, pero la propia Torre atestigua que su solidez estaba pensada para superar con creces su inicial esperanza de vida. Mi designio, sin embargo, no es hablar de los pabellones de las Exposiciones Universales, sino de los edificios del mundo actual cuya perennidad depende de lo contablemente benéficos que sean para los grandes regímenes corruptos.
En el centro del paradigma de las relaciones con los edificios está el hogar, el núcleo de lo cotidiano. Camuflada por el hábito, la casa sólo existe como escenografía que oculta su fragilidad: el trauma de vender la vivienda de la infancia es más grande que el de deshacerse de las pertenencias ya sin uso.
Esta característica de lo íntimo es uno de los elementos centrales de los procesos de monumentalización de la ciudad. Los edificios participan de esa matriz de muy diversas maneras. Algunos son autotélicos. Se les visita únicamente con el fin de realizar en ellos la tarea de rememoración que los justifica. A ellos pertenecen los hemiciclos, las ruinas, los museos y, de modo distinto pero análogo, pues en ellos se actualizan las obras canónicas, también los teatros.
Otros edificios, en cambio, devienen, muchas veces sin proponérselo, paramonumentos: edificaciones de naturaleza híbrida que tienen, por un lado, un carácter utilitario; por otro, un valor simbólico añadido que les permite ejercer la actividad conmemorativa y rociarla con total naturalidad sobre quienes frecuentan el inmueble. Es el caso del plantel escolar y, más en concreto, del nombre que porta y que cumple, la mayor parte de las veces, una función rememorativa o legitimadora.
Cuando niño, escuchaba curioso la narración de mi tía sobre su trajín de ir a recoger a mis primos a la escuela. Lo que me fascinaba de su relato no eran tanto sus vicisitudes sino el hecho de que hubiera otro edificio con otras clases y otros alumnos además de los que yo frecuentaba. No encontraba la manera de representármelos. Cuando lo intentaba me extraviaba porque no conocía siquiera la calle donde se encontraba. El único dato que tenía es que ese plantel escolar era conocido como “La Checoslovaquia”, que me sonaba como un golpeteo lejano.
Hablo de 2002. No soy tan viejo. Supe por mi madre que el nombre se refería a un país que había desaparecido. Cuando comencé a estudiar geografía, no fue difícil suponer un parentesco con la República Checa que aparecía en los mapas. Supe después que el caso de ese topónimo desaparecido no era único; otra constelación de países había sufrido reacomodos que les habían deformado tanto el rostro que guardar el nombre habría sido un equívoco innecesario y hasta estorboso.
Esporádicamente, objetos diversos que encontré por aquí y por allá evocaban esta región ya imposible. De vez en cuando, en ciertas papelerías un mapamundi viejo me recordaba que una Checoslovaquia existió en el corazón de un racimo de países que orbitaban, cada uno a su manera, alrededor de la Unión Soviética. El último sitio donde la vi, muy recientemente por cierto, fue en la habitación de una querida normalista española en París. En uno de los muros de su departamento colgaba un avejentado planisferio que guardaba su recuerdo. El mapa, uno de los artefactos que se suponen más duraderos, resiente con dureza los golpes de realidad que lo transforma en basura, en curiosidad o, en el mejor de los casos, en reliquia histórica.
Pasó algún tiempo y aprendí que una Escuela Primaria República Española existe no muy lejos de donde vivo en la Ciudad de México. Si mal no recuerdo, la República Española sobrevivió únicamente 2,909 días; la existencia de esa escuela rememora con creces aquel experimento democrático aplastado por el franquismo.
Quisiera aconsejar al lector, si acaso nada que hacer tuviere y de mi juicio se confiara, que recorriera el directorio de escuelas —principalmente de primarias— en la Ciudad de México y en otras entidades. La liga de naciones que acoge es tan diversa como anacrónica. Hay otra Escuela República Española en Puebla, y otras tantas que llevan el nombre de otras tantas repúblicas desaparecidas: República Popular de Bulgaria, República de Yugoslavia, República Democrática Alemana, República Árabe Unida.
El asunto no termina allí. Muchas escuelas conmemoran a profesores, pedagogos, efemérides, instituciones, eventos históricos y personalidades entregadas a distintos menesteres. La mayoría —hombre soy de cultura escasa—, nada me dice. En Avenida Centenario está la Escuela Primaria Lic. Protasio Tagle. Qué nombres escogen los padres para sus hijos y las autoridades para sus planteles. Nomen est omen. Escandalizado por el nombre, busqué para darme cuenta de que Protasio (“el que está parado delante”) Pérez de Tagle Frago fue en 1876 gobernador del Distrito Federal durante siete días.
Hay algunos planteles que llevan nombres de poetas que sí conozco como Pellicer y Villaurrutia, y otros que he conocido gracias a mi breve investigación, como Tecayehuatzin. Hay una Escuela Primaria Liberal, nombrada así no sé por qué corriente del liberalismo. Hay una República de Suazilandia. No soy especialista, pero creo que Suazilandia es y ha sido una monarquía absoluta, incluso durante la ocupación inglesa, que no intentó destruirla. Es más, el rey Sobhuza II (1899-1982) de Suazilandia (hoy se prefiere para nombrar a ese país la voz Eswatini) posee el récord del monarca que más tiempo ha pasado sentado en el trono: Ochenta y dos años, doscientos cincuenta y cuatro días, un récord que Isabel II habría querido romper y no pudo. Sobhuza la superó por algo más de 12 años.
Oscilo entre lo público y lo privado para referirme a planteles escolares que aluden a personalidades predecibles, como el preescolar Walt Disney; los hay también de inesperados notables, como es el caso de Guillén de Lampart, el conspirador abolicionista irlandés que fue sentenciado a la hoguera por la Santa Inquisición en México cuando intentó hacerse pasar por un hijo de Felipe III. Fue además autor de casi mil salmos y de férvidos escritos políticos. No podía faltar Valerio Trujano y el Donal’s Kinder Mrs. Farfán, un atentado a la inteligibilidad. Aparecen de igual modo muchos dedicados a Windsor, a pedagogos de la vieja escuela como Anton Semionovich Makarenko y a otros seres de los que nada he podido saber, como un tal David Vílchis. Existe un jardín de niños La Montaña de Cristal, tomado de una película romántica inglesa ambientada en la Segunda Guerra Mundial. Hay, según parece, algunos cuyos nombres son vocablos del francés, del alemán, del inglés, incluso del hebreo, así como secundarias técnicas sin más nombre que un código.
Volviendo a la cuestión de los países, me pregunto por los motivos que llevan a vincular una escuela con un país. Los mexicanos tienen un peculiar cariño por los campos semánticos. Quizá en un futuro hable de los conglomerados temáticos que dan identidad también a las calles, cuya nomenclatura es todavía más diversa que la de los planteles escolares y que nos despiertan la misma indiferencia.
Estoy lejos de México, no tengo dinero para contratar agentes y nadie en la entera jerarquía burocrática parece interesarse por responder a mis correos. Hay poca información en línea y me niego a endeudarme con más horas de sueño para hacer una investigación exhaustiva. Quisiera saber más sobre lo que estaba ocurriendo cuando los planteles recibieron sus motes. No puedo, sin embargo, proponer datación alguna basándome sólo en los nombres. Si tomo como referencia la escuela llamada República Popular de Bulgaria y asumo cierta homogeneidad temporal entre aquellas que portan apelativos patrios podría inferir que, del mismo modo que, en la Ciudad de México las colonias que poseen una constelación temática unificadora suelen ser construidas en un mismo período, algunas de aquellas instituciones educativas con nombres de Repúblicas deben haber sido fundadas entre 1946 y 1990. Ahora bien, la Segunda República Española existió entre 1931 y 1939, lo que la separa misteriosamente del otro rango que ya es de por sí amplísimo, y me atrevo a sospechar que fue llamada así de manera póstuma, cuando la República ya no existía. La iniciativa acaso viniera de algunos miembros de la comunidad de refugiados españoles que llegaron a México obligados a huir por la Guerra Civil.
Los cálculos al tanteo no me ayudan a penetrar en el propósito. Acaso se trata de uno de esos refinados gestos diplomáticos que suelen distinguir a los mexicanos. La práctica de nombrar escuelas de esa manera sería así un acto consciente de un país que ha comprendido, desde el inicio de su itinerario como nación independiente, el valor de las relaciones internacionales para su supervivencia. Habría que pensar entonces que bautizar centros de formación escogiendo como padrinos a los países jóvenes habría sido un guiño simbólico de fraternidad y bienvenida. No sé, sin embargo, qué sucedería si comprobamos que la tasa de mortalidad de los niños de esos planteles fue muy alta cuando se fundaron y que, contra el espíritu socialista, uno por ahí de los críos le salió Quimera.
Pero, ¿las autoridades habrán tenido la fineza de invitar a las representaciones de aquellos países? Ni siquiera creo que fuera logísticamente viable en varios casos; muchas naciones no habrían tenido ni una representación directa, pero no me sorprendería que en un puñado de ocasiones esto hubiera sucedido. Mi padre recuerda que algo así tuvo lugar en una escuela que conmemora a la República Popular China. El portal China.org tiene, en efecto, una nota sobre una primaria localizada en la Magdalena Mixihuca. Nada menciona sobre la inauguración ni sobre presencia alguna de las autoridades chinas, pero sí da información relevante sobre el proceso de selección del nombre:
La escuela se construyó a mediados de la década de 1970. Las autoridades de la escuela querían nombrarla con el nombre de un país, y China logró la mayoría de los votos de los alumnos y sus padres. En aquella época, las relaciones mexicano-chinas experimentaban un desarrollo rápido. El nacimiento de la “Escuela Primaria República Popular China” es uno de los testimonios.
El texto no explica, sin embargo, la motivación que llevó a ponerle ese nombre. Bien pudo no haber un objetivo explícito y sólo tratarse de una moción espontánea. Tampoco explica por qué los niños escogieron China sobre otras naciones. Nos precisa, en cambio, en palabras de la directora de la escuela, que “los niños quieren a China mucho. Son pequeños, pero tienen una relación extraordinaria con China”. ¿Qué tanto y cómo habían aprendido sobre ese país cuando se escogió el apelativo? ¿Un experimento similar se habrá llevado a cabo en la primaria República Popular de Bulgaria? ¿Qué habría impulsado a estos niños a escoger tal nombre? ¿Lo habrían escogido por sí mismos o como sucede con los números de un equipo de fútbol, por la exclusividad de posesión del identificador?
Si la iniciativa provino solamente de las autoridades escolares del plantel, el asunto pudo haber tenido una repercusión menor de la que imaginé líneas atrás cuando me referí a la cuestión diplomática. El hecho de que los chinos continúen leyendo el acontecimiento como un acto diplomático y que la embajada China haya dotado a la biblioteca con libros sobre ese país, no dice mucho. La pequeña nota arriba citada no especifica quiénes realizaron el recorrido. El sitio en Internet, que da cuenta del plantel, reproduce, sin embargo, el cuestionario que, en relación con el nombre, se aplicó a los doscientos veintidós alumnos que lo conforman. Eso permitiría suponer que son hijos de ciudadanos y que la escuela sería entonces un punto de contacto entre los dos países, un puente simbólico que lo clasificaría como monumento.
Este tipo de gesto es más claro en las primarias que conmemoran a los estados que han tenido la fortuna de sobrevivir, y digo “han tenido” y no “tuvieron” porque debe reconocerse, y más en tiempos como los que hoy corren, que el futuro de ninguna nación está jamás garantizado.
Pero, ¿cuál será la situación de aquellas cuyos referentes físicos fueron enterrados en el alud de los tiempos? No puedo adivinar lo que las autoridades —en el nivel que se antoje— piensen de estos anacronismos en los nombres, si es que acaso en ellos piensan.
Juzgo poco probable que así sea. No obstante, el acto de dar nombre es, por definición, un acto semántico y tiene consecuencias incluso en la pasividad, pues irradia memoria a veces a pesar de sí mismo. Este es un rasgo común de los paramonumentos. En ellos prima, como he dicho antes, la naturaleza funcional, pero junto a ello el nombre, esa obsesión por la remembranza aunque desconozcamos su referencia. Cuántos no hemos escuchado centenares de veces los nombres de ciertos personajes históricos o literarios antes de encontrarlos en una fuente escrita o en la viva voz de alguien que finalmente nos brinda alguna información, la mínima que sea, para sentir que estamos por primera ocasión frente a un ser y no frente a una coordenada. En esa anagnórisis se consuma su labor memorial. Los paramonumentos son níscalos que dan al viento esporas retentivas cuyo significado está disuelto en la cotidianidad, como mero potencial que sólo se realiza cuando por azar nos encontramos con el ente aludido y se aprende algo sobre él. Es allí donde se solidifica la relación entre el apelativo y el ser evocado.
Vuelvo a mi reflexión sobre los vínculos que existen entres planteles educativos y países. Por el papel, no principal y sí estratégico, que tienen en la selección de lo que se recuerda y lo que se olvida, no es baladí preguntarse cuáles son las ramificaciones de esta operación de remembranza. Si la decisión de conservar el nombre es consciente y proviene de las autoridades educativas, ¿qué conmemoran entonces estas escuelas que llevan la seña de países desaparecidos? ¿Se recuerda su proyecto, su fracaso? ¿Su simple paso por el galopante torbellino del tiempo o, espero que no sea así, sus actos?
Si el objetivo, como señalaba unas líneas más arriba, es el de establecer lazos amistosos con las naciones honradas, ¿no sería lógico volver a dedicar la escuela a la configuración contemporánea de los estados interesados? Claro que habría problema con algunos de ellos. Sería complicado escoger de entre los siete países que la conformaron a quién habría de atribuirse la herencia de la República de Yugoslavia. Podría pensarse también en obrar en favor de la concordia y nombrar al plantel Escuela Primaria “La paz eslava” o algo por el estilo, que peores cosas he leído. Por suerte no hay ninguna que se llame República del Rif, ni otra que honre a la Gobernación militar de las Islas Malvinas, Georgias del Sur y Sandwich del Sur, y espero que a nadie se le ocurra fundar una Secundaria República Popular de Crimea. En fin, me parece que no existe una primaria Reino de España. Pero si sucediera, su inauguración sería una buena ocasión para limar asperezas con nuestra parentela, y podría invitarse a Don Felipe y a la joven Leonor para que presidieran la ceremonia.
En todo caso, los modestos rótulos que proclaman sus nombres son los frascos de antiguas criaturas, pasos atrás en la evolución, conservadas en formol y expuestas en el insólito laboratorio de la ciudad. Preservadores de imágenes pasadas, no sé cómo esos nombres se insertan en la red memorial de la ciudad, aunque he avanzado algunas hipótesis. Quisiera exculparme de toda sobreinterpretación al enunciar siempre la posibilidad de que se trate de un hecho adventicio. Acaso sólo están ahí como marca de los naturales impulsos humanos por establecer vínculos, por más arbitrarios que sean —piénsese en Rimbaud y los colores de las vocales— y entre los elementos más aleatorios. Hay algo de azaroso en todo acto de nombramiento. Nadie podrá jamás explicar por qué Macondo se llama de tal modo ni decir la etimología secreta que se pronuncia cuando se evoca la legendaria Ávalon. Es innegable, sin embargo, que algo dicen y que todo nombre repetido deja algunas veces una marca en la memoria de quien lo escucha o lo pronuncia y que con cada iteración se ennegrece más la tinta.