A partir de los conceptos de pueblo y sociedad civil, Roberto Ochoa analiza la situación por la que hoy atraviesa la vida política en el mundo, particularmente en México, y propone la reformulación de los mismos, junto con un método de acción desde la noviolencia gandhiana para defender las libertades democráticas.
En los muchos análisis que se realizan respecto a la actual crisis de las democracias occidentales, se pasa de largo una dicotomía fundamental que está tensando nuestras sociedades al extremo. Se trata, como todas las disputas civilizatorias, también de una disputa conceptual. Tal como ocurrió en los tiempos de la Ilustración y posteriormente de la Revolución Francesa, lo que está en juego es la determinación sobre cuál es la fuente de legitimación del poder público. Hoy en México, pero también en los Estados Unidos, prácticamente en toda América Latina y en gran parte de Europa, los conceptos de pueblo y sociedad civil se enarbolan como banderas. Detrás de ellas, en polos opuestos, se agrupan en posturas extremas quienes se disputan el poder.
Es un error grave, aunque muy común, considerar que las confrontaciones político-electorales de nuestro tiempo son entre izquierda y derecha, o entre liberales contra conservadores. Parte de nuestra confusión está en el hecho de que seguimos repitiendo y reproduciendo términos que servían para comprender otras épocas, pero que nos apartan del sentir y del pensar de la gente de nuestros días. En Europa se agrega al análisis un elemento que de cierto modo permite acercarse más a la realidad: los nacionalistas contra los europeístas. Pero son otros dos los conceptos que deberíamos estar analizando para verdaderamente acercarnos a comprender lo que ocurre. El núcleo de la disputa es en torno a la entidad social desde la cual dimana la legitimidad del poder público: el pueblo o la sociedad civil.
En febrero de 2017 publiqué en la revista Voz de la Tribu un artículo titulado “La disolución del pueblo”. Me movía la pregunta: ¿Quién actúa, en principio, para instaurar nuestro orden social actual? ¿Quién es el sujeto político fundamental en el que descansa la legitimidad del orden jurídico y que es la fuente de la que emerge todo poder constituido? Veía ya la disputa que ahora intento explicar mejor. En él menciono un texto de referencia obligada, publicado tres años antes. Se trata del artículo de la antropóloga Alejandra Leal Martínez, “De pueblo a sociedad civil: el discurso político después del sismo de 1985”, que describe cómo cambiaron los términos utilizados en México para referirse a la reacción social después del terremoto que, para muchos, marcó un antes y un después en el proceso de democratización del país.
Mediante el análisis de textos periodísticos producidos en torno de los sismos –describe la autora–, el artículo demuestra que la idea de sociedad civil ha pasado a sustituir al pueblo como la colectividad nacional legítima. De ser el símbolo de la colectividad nacional, el pueblo ha sido resignificado como un actor colectivo caduco: la antítesis, así como el antecedente temporal, de la sociedad civil (Martínez, 2014).
Lo que se muestra en ese artículo es cómo en el transcurso de treinta años, en el contexto de la imposición del neoliberalismo en México, el concepto de pueblo, que como en otras partes del mundo había emergido triunfante de la Revolución Mexicana, fue rápidamente suprimido de los grandes discursos y los relatos. El resultado, concluye Leal Martínez, es la pérdida, en la sociedad, de la fuerza moral y de resistencia tradicional que ha acompañado a ese concepto a lo largo de la historia. La idea de sociedad civil, en cambio, con su componente de responsabilidad racional de los individuos, se amoldó mejor al pensamiento neoliberal que llegó a dominar la esfera pública mexicana en ese periodo y por ello fue promovida con gran entusiasmo.
En mi texto publicado en Voz de la Tribu propuse que la disolución del pueblo fue un fenómeno que también impactó claramente en los debates que, en la década de 1990 y principios del 2000, se dieron en torno a las propuestas de una Constitución política para Europa. El neoliberalismo condujo, entre otras cosas, a la idea de que era factible renunciar a la concepción de un sujeto-pueblo capaz de expresar una voluntad colectiva. Por el contrario, la idea de sociedad civil era más acorde con la propuesta de acción comunicativa propuesta por el filósofo Jürgen Habermas, quien marcó las pautas hegemónicas en este tema. Habermas sostuvo que era inocuo hablar de una constitución europea, en una época en que lo crucial ya no es la identidad de un pueblo que sea capaz de expresar una voluntad común, sino la construcción de un espacio comunicativo a partir del cual la opinión pública oriente las decisiones políticas.
Sin embargo, justo en ese 2017, tras la elección de Donald Trump y el referéndum del Brexit en los dos países sede de las capitales financieras más grandes del mundo, se desencadenó un fenómeno muy inquietante. A falta de una traducción que me satisfaga, emplearé un término ampliamente usado en el inglés de nuestros días. Lo que hemos presenciado en los últimos siete años es un tremendo backlash, es decir, una reacción o respuesta social violenta que emula el movimiento de ida y vuelta que se realiza con el brazo para asestar un latigazo. Como ocurre de un modo tan común en el comportamiento humano, eso que se ha pretendido suprimir vuelve con una fuerza inusitada. Los componentes de fuerza moral y de resistencia tradicional en la idea de pueblo, asociados por supuesto al orgullo nacional, están hoy levantando apoyos masivos en las sociedades de todo el mundo. Como consecuencia, el término “pueblo” ha vuelto y está siendo utilizado en nuestros días como arma, o más que como arma, dado su talante, como maquinaria de destrucción para aplastar a los del bando opuesto. Atravesamos una era de enorme peligro civilizatorio y no podemos ser autocomplacientes con nuestros propios pensamientos y los términos que empleamos.
Por una no disyuntiva: pueblo con sociedad civil
“Pueblo” es un término antiguo, tanto como la Antigua Roma. Nos remite al territorio, es decir, a la tierra y a la historia humana que en ella se desenvuelve. Fue desde sus orígenes un concepto político y jurídico. Tiene un peso específico, un valor que no puede ni debe ser regateado. Gracias al invento de esa idea genial ningún pueblo del mundo tuvo un desarrollo tan regular y metódico como el romano. Los difíciles equilibrios de una sociedad que necesariamente se fue haciendo cada vez más compleja conforme crecía, estaban asentados “en el acoplamiento no disyuntivo” (Colliva, 2002) de sus dos componentes fundamentales, el senado, o sea la representación del núcleo de las familias gentilicias originarias, y el pueblo, o sea los plebeyos, el grueso de la población que fue progresivamente integrado al concedérseles los derechos de la ciudadanía romana. Así, desde sus orígenes, el concepto de pueblo se emplea para designar al segmento bajo de la sociedad que se encuentra contrapuesto al de la nobleza, o también, ya desde las ideas de Aristóteles, a quienes rigen en una aristocracia.
La antigüedad del concepto hace que esté dotado de una gran fuerza, tanto de acción como de resistencia. No por nada, en el alemán volk (Ein Volk, ein Reich, ein Führer: Un pueblo, un imperio, un líder), fue un concepto clave para el ascenso del nazismo, así como “pueblo”, en general, lo ha sido para las distintas manifestaciones del fascismo en el mundo. No por nada, también, un eslogan cantado está presente en todas y cada una de las manifestaciones populares en México y varios países de América Latina: “el pueblo, unido, jamás será vencido”.
El concepto de “sociedad civil”, en contraparte, es un término moderno que lleva en sí las características propias de la época: individualidad, racionalidad y libertad. Ha tenido una evolución más accidentada y menos consistente que la del concepto “pueblo” en sus largos siglos de existencia y, sin embargo, conserva esa impronta que le dio Thomas Hobbes al hablar de la sociedad como una especie de contrato originario. Se trata del concepto fundamental de la tradición contractualista que va de Hobbes a Kant, pasando por Rousseau y Locke, y que sostiene que un pacto originario es el que permite a los hombres pasar de un hipotético estado de naturaleza a uno de sociedad civil. En Hegel se perfeccionó la idea y adquirió los rasgos fundamentales que conserva hasta ahora. Con la explícita intención de hacer frente a las complicaciones y complejidades de las sociedades modernas, introdujo un esquema basado en la idea de que la sociedad en su conjunto está integrada en tres partes, familia, sociedad civil y Estado, siendo la segunda una especie de mediación entre la familia y el Estado (Cohen, 2000). La sociedad civil está compuesta por múltiples asociaciones legales que van más allá de las necesidades de todos los días y que son las que median entre los intereses en conflicto. Son el paso previo para la integración del todo social en el Estado. Después en Marx, pero sobre todo en Gramsci, se separan las necesidades económicas del ámbito de la familia por lo que, con ellos, se inicia la concepción de la sociedad civil como el ámbito de formación de la superestructura burguesa.
El concepto de sociedad civil fue empleado por Hegel como un concepto modular en medio de ideas enormes y aplastantes en ascenso: el individuo y el Estado. Su esfuerzo por sistematizar el pensamiento moderno frente a una sociedad que, tras la Revolución Francesa, se arremolinaba en torno a los grandes ideales de libertad, igualdad y fraternidad, lo llevó a utilizar ese concepto como una especie de bisagra, una idea no grandiosa que permitiera que la sociedad pudiera funcionar en los hechos. Las grandes ideas son el horizonte ético, pero la sociedad civil es, para Hegel, una realidad intermedia que permite que las necesidades y los intereses cotidianos se articulen con la idea. Paradójicamente, así como en Roma el concepto de pueblo permitió los equilibrios de una sociedad en expansión, lo mismo ocurrió con el concepto de sociedad civil en el ascenso del proyecto moderno.
Sin embargo, el concepto de pueblo permaneció y se convirtió fundamentalmente en un concepto de lucha, la lucha de las clases desfavorecidas en defensa de su dignidad. En última instancia, fue el pueblo quien llevó a cabo las grandes revoluciones que terminaron por deponer al Antiguo Régimen. De ser originalmente un concepto jurídico y político para el equilibrio social, se convirtió en un concepto retórico para convocar a las masas a la lucha por la reivindicación de sus derechos. Su larga tradición le dio una enorme fuerza, esa fuerza que, por lo mismo, quiso ser absurdamente abolida durante la hegemonía neoliberal. La paradoja está en que, si en sus orígenes fue un concepto de mediación que permitió la armonía en una muy compleja sociedad romana, en la modernidad se convirtió en uno que exalta los sentimientos y la voluntad. Finalmente, en los últimos años, como reacción violenta frente a la hegemonía neoliberal, el término “pueblo” se ha convertido en la bandera principal de los discursos políticos extremos.
Lo que vivimos hoy nos obliga a repensar los términos del debate. Los discursos polarizantes desgarran a nuestras sociedades y éstas no aguantan más. Mientras “pueblo” es un término que nos identifica con la tierra y con la historia, “sociedad civil” nos identifica con la racionalidad y con el acuerdo colectivo desde la pluralidad. Necesitamos ambos. Estamos llamados a buscar una síntesis, un nuevo acoplamiento no disyuntivo entre estos dos conceptos básicos de la teoría política, antes de que nuestras sociedades terminen de desgarrarse por completo y no queden en el horizonte más que la guerra, la miseria y la opresión.
Puño de hierro o abandono del razonamiento
Desgraciadamente, no es eso lo que está ocurriendo. El concepto de pueblo ha vuelto, pero con deseo de venganza; llega para dominar los discursos políticos como un ente que engloba el todo social, borrando al mismo tiempo los matices y las distinciones que la historia le ha dado. En el español moderno el término “pueblo” tiene al menos tres acepciones claramente distintas que si se confunden pueden conducir (como ya ha ocurrido en la historia) a la peor de las tiranías. Pueblo puede significar: 1) Población pequeña en un lugar, una aldea o un villorrio; 2) Gente común y humilde de una población, y 3) Conjunto de personas de una región, de un país o de una nación. Para cada una de estas acepciones hay un concepto contrapuesto: 1) pueblo/ciudad, 2) pueblo/aristocracia y 3) pueblo/gobierno. De la primera a la tercera acepción se pasa de la multiplicidad de voces a la univocidad, de una idea de pluralidad de pueblos en torno a las ciudades, a la de un solo pueblo bajo un gobierno. La radicalidad actual en el uso del término, ese backlash o reacción violenta a la que me he referido antes, viene dada por la intención explícita de borrar la tercera de las dicotomías y afirmar que el gobierno es pueblo. Si ya la tercera acepción es en sí misma la más unívoca, al borrar por completo la dicotomía que le da sentido al concepto se abre paso a todo tipo de totalitarismos. De lo que se trata, en resumidas cuentas, para quienes emplean hoy el término así, es de cerrar el puño y, como es lo propio de las tiranías, monopolizar primero el discurso y después el uso de la fuerza.
El backlash o latigazo viene potenciado por un fenómeno que muy correctamente se ha dado en llamar la era de la posverdad, un mundo en el que las afirmaciones en los discursos políticos se amplifican instantánea y mediáticamente hasta convertirse en supuestos hechos. La dinámica del algoritmo en las redes sociales, tal como quedó de manifiesto durante la pandemia del coronavirus, está constituyendo una especie de enormes bolsas de verdades alternativas que chocan entre sí sin ningún puente o diálogo posible. Es un campo yermo que se da como condición perfecta para la instauración de la tiranía, pues desaparece la posibilidad de que las resistencias sociales frente al poder se articulen entre sí.
Si el concepto de sociedad civil nos identifica con la racionalidad y con el acuerdo colectivo desde voluntades varias, el acto rebelde de atribuir las nuevas acciones de poder al pueblo, pero desde la cúspide del Estado, está excitando de tal modo las sensibilidades que los debates racionales suenan cada vez más a palabras huecas y prima la lógica de que el golpe dado nadie lo quita. La política es hoy, cada vez más, lo que ocurre por la vía de los hechos y ya no tanto el convencimiento por medio de las palabras. En estas circunstancias, tenemos que volver a pensar todo de nuevo.
En muchas partes del mundo, cada vez más y cada vez más velozmente, el poder se emplea con puño de hierro. Tenemos que adaptar rápidamente nuestro pensamiento al hecho de que ya no es el neoliberalismo lo que va en ascenso, sino una postura que se le opone en el discurso pero que es blandida por quienes ambicionan apoderarse de la sofisticada maquinaria, ya diseñada y puesta en práctica, para el control social. Se anuncia el fin del neoliberalismo, pero se gesta una nueva tiranía que, en la era de la posverdad, no requiere de ideología, pues ya se ha diseñado y puesto en práctica el mecanismo probablemente mejor perfeccionado para hacer que la gente crea lo que el poder le dicta. Es así como los nuevos tiranos de la era de la posverdad están empleando la fuerza y la grandeza del concepto “pueblo”. Su propósito, simple y llano, es el ejercicio del poder.
En México, esta tremenda sacudida civilizatoria se muestra con gran crudeza. Tras más de dos décadas de estar hundido en el pantano de la violencia criminal, el país ha caído en la trampa y, finalmente, ha sucumbido ante el retorno de un poder autoritario y unilateral. Tal como se ha visto en muchos países y en muchas épocas de la historia, el miedo y la angustia social dejan muy poco espacio para la reflexión. Las consecuencias son imprevisibles. Sin embargo, algo se muestra ya muy claro: la voluntad pública en nuestro país ha dejado de ser deliberativa. Desde los primeros días y semanas tras la elección del 2 de junio de 2024 se expresó, sin ambages, la nueva hegemonía aplastante de un partido-movimiento que se ha apoderado de las dos terceras partes del Congreso de la Unión y que puede, por sí solo, cambiar la Constitución política del país. Los debates y las negociaciones públicas son cosa del pasado. La voluntad hegemónica expresada por el presidente de la República cumplirá con su palabra porque, en sus términos, esa es la voluntad del pueblo. Ya no hay discusiones posibles, no hay razonamiento que valga, Andrés Manuel López Obrador y Claudia Sheinbaum han sido tomados por el alma de la tiranía e impondrán la máxima univocidad posible, su absurda versión de que el Ejército es pueblo.
Pero la historia da vueltas y, tal como ocurrió con Carlos Monsiváis tras el terremoto de 1985, hoy el uso del término “sociedad civil” puede recuperar su efecto emancipador. Fue paradójicamente Monsiváis, un referente intelectual de la izquierda mexicana, quien le dio arraigo al concepto en nuestro país. El texto ya citado de Leal Martínez lo explica con mucha claridad. “Sociedad civil” fue el concepto que Monsiváis encontró para describir la acción independiente de la sociedad libre frente al Estado mexicano autoritario y corporativo. Si la pluralidad es precisamente lo que hoy está gravemente amenazada y, a diferencia de la idea en singular de pueblo, la sociedad civil está compuesta necesariamente por múltiples entidades diversas, ella se convierte en el sujeto social apropiado para el desafío que tenemos enfrente, que es el de preservar nuestras libertades.
Toda sociedad civil está impulsada por la racionalidad autónoma en la búsqueda de acuerdos colectivos que ayuden a mejorar las condiciones de todos. Ejerce la libertad y la pluralidad de los miembros para la retroalimentación y el consenso. Sin embargo, dado que en las últimas décadas quedó incrustada dentro de la estructura capitalista de libre mercado, se volvió excesivamente dependiente de los financiamientos internacionales. Esa es su profunda debilidad. Ahí atrapada ya no sirve de gran cosa, sobre todo porque ha quedado a merced de la revancha populista. Lo que se ve de forma burda y descarada en Rusia y en Nicaragua, por poner sólo dos ejemplos (uno el más notorio y el otro el más cercano), donde hay un cierre draconiano y hasta una persecución a todas las organizaciones de la sociedad civil, con el argumento de que sus financiamientos las convierten en agentes extranjeros, ha comenzado a ocurrir también en México. En el discurso del presidente ha quedado muy de manifiesto y muy pronto podría materializarse en hechos más contundentes. Es la lógica del “pueblo” que cobra venganza y echa fuera a la “sociedad civil”.
De la racionalidad al sufrimiento
En estas condiciones, la sociedad civil mexicana está urgida a cambiar, comenzando por salir de su zona de confort. Deberá pasar de la racionalidad, es decir, de la presentación de informes, análisis y números, a las manifestaciones y actos de resistencia civil como actividad principal. Tendrá que abandonar la autocomplacencia característica de todo grupo dominante, posición que tenía al ser beneficiaria del proyecto neoliberal que la había dotado de tanto poder. Tendrá que saber renunciar a esa herencia maldita para convertirse en el horizonte de la resistencia civil que, seguramente, estará llamada a ejercer. Sólo podrá convertirse en auténtico espacio de resistencia si es capaz de pasar del sillón cómodo de la oficina en la Ciudad de México, en torno al que se ha analizado y debatido por décadas la planificación de políticas públicas, a las acciones directas de no cooperación y hasta de desobediencia civil en la calle, en las plazas, en los pueblos y en los caminos. Frente a la hegemonía político-militar que se nos viene encima, esa será la única vía efectiva para defender y proteger las libertades públicas. ¿Hasta qué punto estará dispuesta a los sacrificios que ello implica?
Entre quienes por años o incluso décadas se han dedicado a reflexionar sobre lo que ocurre en el espacio público, cunde el desconcierto y la desesperación, si no el cinismo y la ironía seca. Hay explicaciones para ello. La principal, tal vez, es el hecho de constatar que las argumentaciones y lo que se pretende demostrar con datos duros han perdido todo tipo de valor. Lo que cuenta, más que nunca, son los resortes emocionales que llevan a la gente a actuar o, en la mayoría de los casos, a no actuar frente a tantas calamidades que están a nuestro acecho.
¿Qué está ocurriendo? se preguntan la mayoría, ¿qué hacer? se preguntan otros. Muchos dicen que la oposición política en México tiene que refundarse, otros, que del movimiento denominado Marea Rosa, que surgió para defender al Instituto Nacional Electoral y después a la Suprema Corte de Justicia de la Nación frente a los ataques presidenciales, tiene que surgir un nuevo partido político. Independientemente de cuáles vayan a ser las posturas o definiciones específicas, lo que queda claro es que para defender la pluralidad política y el equilibrio de poderes en nuestro país, habrá que recurrir a los principios y a los métodos de la noviolencia gandhiana.
Pero para que la sociedad civil sea capaz de dar ese paso habría que preparar muy bien a la gente. Los dirigentes tendrán que ser muy claros en todo momento respecto a lo que este camino implica. La resistencia civil es un tipo de acción colectiva que no está llamada a ser actividad permanente, o de todos los días, como algunos admiradores idealistas de Gandhi han pretendido. Es una reacción colectiva y popular extraordinaria frente a una imposición y un dominio que también son extraordinarios. Es dura, difícil, llena de sacrificios. Es la acción de encarar, asumir e incluso, en circunstancias específicas, de buscar el sufrimiento, ahí donde la razón ya no alcanza para convencer al otro de que sus acciones son equivocadas.
Gandhi fue el creador indiscutible de la noviolencia como método de lucha porque, como lo señala Richard Sorabji (2012), si bien se basó en las ideas de Thoreau y Tolstoi, su comprensión de la noviolencia fue mucho más allá. Una de sus aportaciones más importantes fue que entendió la necesidad de abordar directamente el sufrimiento que cualquier activista de la noviolencia debe esperar. Vio un valor intrínseco en el castigo sufrido por desobedecer la ley del poderoso, pues así se puede apelar a la conciencia y contribuir de modo importante a persuadir a los oponentes.
Ha crecido mi convicción –dijo Gandhi– que las cosas de fundamental importancia para la gente no se consiguen sólo por la razón, sino que tienen que ser pagadas con sufrimiento. El sufrimiento es la ley de los seres humanos, la guerra es la ley de la selva. Pero el sufrimiento es infinitamente más poderoso que la ley de la selva para convertir al oponente y abrir sus oídos, que de otra manera permanecerían cerrados a la voz de la razón […] El llamado a la razón es más para la cabeza pero la penetración del corazón viene del sufrimiento. Abre la comprensión profunda del hombre (Gandhi, 1931).
La noviolencia goza de mucho prestigio por lo que ha demostrado ser capaz de lograr en el mundo, sin embargo, se conoce muy poco lo que es. Se aprecian sus resultados pero no el proceso, las renuncias y esperanza que la guían. Las prédicas de Gandhi no se basaban en promesas, es decir, en que la gente se imaginara la libertad de la que gozaría cuando lograra que los ingleses abandonaran su dominio sobre la India. A lo que Gandhi se dedicó, en la lucha por la libertad, fue a preparar a la gente para afrontar el sufrimiento que viene asociado con la resistencia civil. Su éxito se basó, sobre todo, en su palabra realista y verdadera que inspiró la confianza en todos aquellos que siguieron sus pasos. Los resultados dependen del proceso y en el proceso se requiere fundamentalmente de una frugal aceptación del sufrimiento. No se trata de dolorismo, es más bien una enseñanza que parte de una reflexión auténtica y profunda, religiosa y espiritual, sobre el mal en el mundo, sobre la miseria social como la nombra Leopold Kohr. Pero también sobre la posibilidad que existe en la mente y en el corazón humanos de volver a la razón, a la verdad y a la justicia a pesar de que por largo tiempo se haya adueñado de ellos la mentira y el oprobio.
El primer paso es no engañarnos a nosotros mismos. La paz no es algo que “se construye”. Es un don gratuito que sólo nos llega como una especie de redención.