Augusto Monterroso: penuria, parodia y piedad de los intelectuales

José Montelongo

Dossier
José Montelongo escribe acerca de Lo demás es silencio, de Augusto Monterroso, una sátira dirigida contra el vicio capital de los intelectuales, a saber, la simulación. Se trata de un libro-homenaje dedicado al más notable intelectual de San Blas, Eduardo Torres, crítico literario, bibliófilo, pensador, acuñador de aforismos desafortunados, mentor de jóvenes poetas y narradores, y suma viva de todas las cualidades que debe reunir un escritor chambón y solemne. José Montelongo es narrador y novelista. Ha publicado Quincalla (2015), Mi abuelo fue agente secreto (2012), y, en 2022, editorial Almadía publicó su sátira del entorno cultural mexicano No soy tan zen.  

A bordo del Pequod, en las prolongadas calmas de la navegación, el capitán Ahab pone sobre la mesa un cartapacio y ejecuta ociosos garabatos. ¿Cómo serían sus dibujos? Ondulantes y apacibles, a primera vista, pero con algunos detalles perturbadores. ¿Y los borroncillos de Pantagruel? Excesivos, abigarrados. ¿Cómo se manifestaría la neurosis de Emma Bovary si en un cuaderno nos hubiese dejado sus bocetos? Existe un personaje en la literatura hispanoamericana, Eduardo Torres, cuyos dibujos no hace falta conjeturar, puesto que aparecieron en la Revista de la Universidad de México en octubre de 1963. Con el pretexto de conmemorar el “Día Mundial del Animal Viviente”, Torres envió unas viñetas zoológicas a la publicación que dirigía Jaime García Terrés, acompañadas de lúcidas observaciones como la siguiente: “Puede decirse que, entre otros, en el reino de la Naturaleza hay de todo; pero es en el reino animal donde se da con mayor abundancia”.

Cuatro años antes, en la misma revista, Torres había hecho su debut en sociedad con el artículo “Una nueva edición del Quijote”, que habrá dejado perplejos a algunos lectores, en parte por sus errores de bulto, pero más que nada por su tono solemne, mayestático, al borde del absurdo, si no fuera porque dicho tono, entre abogadil y provinciano, impostadamente culto, sería en 1959 no sólo concebible sino perfectamente vivo en su acartonada realidad.

En 1978 se publicó Lo demás es silencio, una novela disfrazada de compilación de textos: un libro-homenaje dedicado al más notable intelectual de San Blas, Eduardo Torres, crítico literario, bibliófilo, pensador, acuñador de aforismos desafortunados, mentor de jóvenes poetas y suma viva de todas las cualidades que debe reunir un escritor chambón y solemne.

Fuera de las páginas de Lo demás es silencio, Torres figura en algunos epígrafes que encabezan textos de Augusto Monterroso, quien se daba el lujo de citar al sabio Torres en entrevistas y ensayos, siempre como una especie de gurú que emite tautologías desconcertantes. Cultivando de plano la confusión, Torres reseñó alguna vez un libro de Monterroso, y fue Monterroso, por supuesto, el sonriente y disimulado autor de Lo demás es silencio, volumen que comienza con un epígrafe equivocado y termina con una pedante lista de obras clásicas, como un guiño de despedida a Cervantes que en el Quijote se burlaba de esa costumbre.

El libro permite acercarse a Torres desde distintos puntos de vista: primero a través de testimonios sobre su vida, luego por medio de algunos de sus escritos, y al fin mediante aforismos y dichos tomados de sus textos o entresacados de sus conversaciones. Luciano Zamora, que fue ayudante de Torres y por lo visto lo conoció bien, dice que “nunca se logrará saber con certeza si el doctor fue en su tiempo un espíritu chocarrero, un humorista, un sabio o un tonto”. Un tonto, sin duda, pero un tonto vanidoso. Un humorista también, pero ¿adrede o involuntario? Un sabio en contadísimas ocasiones, como es de rigor. Y un fantasma benévolo que se divierte tumbando los objetos del buró, como para despertarnos de la ambarina costumbre de estar vivos.

La estimulante posibilidad de pensar en Eduardo Torres, el personaje de Monterroso, como contracara de Edmond Teste, el personaje de Paul Valéry, se debe, hasta donde yo sé, a la lectura de Francisca Noguerol, quien subrayó la manera en que la estructura de Lo demás es silencio parodia el orden elegido por Valéry para presentarnos a su extraño personaje. Monsieur Teste hizo su aparición en 1896 y permaneció oculto en la imaginación de Valéry durante treinta años, hasta que en 1926 se publicó una carta de su esposa, doña Emilia Teste, y luego la carta de un amigo, y finalmente los aforismos de Teste. De manera póstuma, Gallimard publicó en 1946  el libro Monsieur Teste, reuniendo los textos que Valéry entregó a la imprenta, más algunos fragmentos hallados entre sus papeles.

Sin ambiciones de filósofo ni de literato, Teste era puro intelecto, desmedida introspección, un ser engendrado “en medio de extraños excesos de la conciencia de sí”. Hombre huraño, enemigo de convenciones y cortesías, Teste procura a toda costa escapar de conceptos recibidos y maneras estereotipadas de pensar, incluyendo toda disciplina del conocimiento y aun toda escritura. Es un personaje abismado en sí mismo, entregado a una suerte de autoexamen incesante, reconcentrado, implacable. Su obsesión es alcanzar o por lo menos acercarse a un territorio enrarecido, casi irrespirable, donde la libertad de la razón es la única norma, la única actividad y la única recompensa.

Entre los “Extractos del cuaderno de bitácora del señor Teste”, encontramos un fragmento que dice así:

Querido señor, está usted completamente “desprovisto de interés”. Pero no vuestro esqueleto, ni vuestro hígado, ni siquiera vuestro cerebro, ni vuestra apariencia estúpida, ni esos ojos llegados tarde, y todas vuestras ideas. ¡Si tan sólo pudiera conocer el mecanismo de un tonto! (Trad. de Salvador Elizondo.)

Supongamos —ni la lógica ni la fantasía lo impiden— que estas líneas hayan sido leídas por Monterroso como un desafío literario, una provocación, y que al paso del tiempo su respuesta cobrase forma en el personaje llamado Eduardo Torres. Con interés científico y curiosidad entomológica, valdría la pena observar detenidamente los engranes del cerebro de un tonto. Sería estimulante, además, para observar su ecosistema, que el tonto se ganase la vida como intelectual.

¿Cómo no admirar a un hombre que jamás pronunció una sola vaguedad?, se pregunta el amigo de Teste cuyo testimonio da inicio al libro de Valéry. ¿Y cómo no poner atención a su gemelo enemigo, el señor Torres, que parece dedicar sus más pulidos esfuerzos a no salir de la pura vaguedad, un hombre que compone sus frases con la rebaba del estilo y con la más torpe y dislocada erudición?

En Lo demás es silencio se recoge la nota que escribió Torres sobre la “estrofa reacia”, ocho versos de muy ardua interpretación en la “Fábula de Polifemo y Galatea'', uno de los grandes poemas de Góngora. La estrofa undécima ha resultado un quebradero de cabeza para filólogos, poetas y lectores de a pie. Alfonso Reyes, Dámaso Alonso, Alfonso Méndez Plancarte, Rubén Bonifaz Nuño, el propio Monterroso, entre otros, han escudriñado el sentido de aquellos versos. Deseoso de agregar su nombre al elenco, Torres hace puntillosas precisiones y retorcida exégesis… a la estrofa equivocada. Su texto parodia el estilo erudito, la paciencia para desentrañar cada verso, las posibilidades de interpretación léxica, la problemática ubicación de las comas y los puntos. El resultado es un disparate crítico. Torres es el bufón en el simposio de los filólogos, el que los hace reír con la confección de un mejunje estrambótico elaborado con ingredientes y herramientas de su profesión. Las disquisiciones literarias de Torres producen un efecto de humor involuntario: la ilusión de escuchar las sandeces de un individuo que se cree docto.

La mala crítica en sus diversas formas —desde el ensayo académico hasta la reseña periodística, pasando por la explicación de texto y la nota erudita— es el motivo central en Lo demás es silencio. Si el crítico literario es, antes que nada, un lector atento y creativo, el crítico inepto tendrá que ser descuidado, parasitario, necesariamente paródico puesto que intentará disfrazar su torpeza detrás de varias capas de meticulosidad analítica, vocabulario especializado y jerga teórica. Sin embargo, la empresa de parodiar un abanico de malas prosas no se reduce a poner en evidencia, con cierta exquisitez, los vicios de un estilo, si es que se puede llamar estilo a lo que en nuestros días se publica en revistas académicas. Detrás de la mala crítica se esconde un pensamiento precario y, sobre todo, una incapacidad de leer, puesta en evidencia por la incapacidad de leerse a uno mismo.

El ojo que tiene Monterroso para identificar y parodiar prosas torpes, lo activa también para trazar unos dibujos encantadoramente fallidos. Al ver esas viñetas uno tiene la impresión de que Monterroso ha logrado no nada más comprender el mecanismo de un tonto, como quería Teste, sino reproducir sus operaciones motrices en las sintéticas líneas de un dibujo.

Metidos entre un grupo de aforismos risibles por ilógicos, o por ignorantes, o por gratuitos y obvios, Torres nos entrega algunos que no tiene nada de insensatos, y que expresan una paradoja con mucho filo, como los buenos aforismos. Personaje construido para engañar y causar perplejidad, Torres termina siendo algo más que la caricatura satírica de un mal escritor. En Viaje al fondo de la fábula, Monterroso afirma que, cuando le conviene, asume como propios los dichos de Torres, y que, si vamos a ser severos con las interpretaciones literarias del erudito de San Blas, habría que serlo también con las de otros intelectuales: “Las tonterías dichas con solemnidad por muchos señores que ‘explican’ la poesía, se enseñan en las universidades; las de Torres son recibidas con risa, ¿por qué? Las tonterías son las mismas”. El juego que Monterroso nos propone jugar suscita el síndrome del impostor en sus lectores y siembra la duda de que nuestro discurso sea digno de un Eduardo Torres.  

Basta tomar distancia de uno mismo al releer lo publicado, o mirarse disertando en un salón de clases como si uno fuera otra persona, separado de uno mismo, para provocar la pregunta: ¿En verdad sé de lo que estoy hablando? ¿No seré una suerte de perico de la institución académica o literaria, que repite con soltura conceptos que en el fondo no comprende? ¿No es todo este juego una farsa y yo, que lo juego, un farsante? En las profesiones que consisten en una interminable producción de discurso, esta duda puede ser producto de inseguridad personal, de agotamiento mental y físico, o de autocrítica genuina. Un cierto grado de simulación parece indispensable para formar parte de estos gremios. La duda, en cualquier caso, es aterradora.

Más aterrador aún es llevar la sátira del intelectual a su vertiente más íntima, pues nadie conoce nuestros defectos y manías como nuestro cónyuge, que los padece. El personaje de Valéry es tan solitario que raya en la misantropía, de modo que la mirada de Emilia Teste, transmitida en una carta sobre la personalidad de su esposo, resulta ser el documento fundamental para acercarse a Monsieur Teste, un erizo enroscado que se resiste al asedio. En su rechazo a toda convención, Teste se vuelve excéntrico y, de tan excéntrico, inhumano. Para entenderlo un poco hace falta el prisma de una persona de carne y hueso que, para colmo, haya cometido el error de quererlo y atarse a él por contrato matrimonial.

Eduardo Torres es gregario, pero su figura está envuelta en un prestigio que lo oscurece y mistifica. Su esposa, Carmen, es un informante tan cándido y transparente que no conoce la autocensura. Monterroso elige el artificio de poner frente a ella una grabadora: el tono de oralidad produce la ilusión de presenciar una demolición involuntaria, como si la esposa de Torres lo estuviera echando de cabeza sin querer. Para explicar “la responsabilidad que contrae una esposa cuando se casa con un hombre del prestigio de Eduardo”, la señora Torres confiesa que

uno se va dando cuenta cada día de que tal gran hombre no existe sino que lo que sucede es que tiene deslumbrado a medio mundo y cuando viene gente uno oye que él dice la misma frase, o cuenta el mismo chiste o la misma anécdota con palabras y gestos igualitos hasta que uno se los sabe de memoria y sin embargo debe reírse o hacer un comentario como si fuera la primera vez que lo escucha, para ayudarlo, o en todo caso exclamar admirativamente “¡cómo eres!”, para que los otros crean que uno mismo se sorprende de su frase ingeniosa; o que afirman muy serios que han estado escribiendo algo muy importante y uno sabe que se han pasado toda la semana durmiendo la siesta.

El testimonio de Carmen Torres, si bien cumple con la función primaria de mostrar la intimidad del intelectual chapucero, elabora también una breve comedia de la vida conyugal y contribuye a hacer de Lo demás es silencio algo más que un panfleto satírico contra los vicios específicos de una ocupación profesional. En las diversas voces de los testimonios, en las diferentes etapas biográficas de Torres y sus adláteres, en la visión cómica de la monotonía doméstica, en el asueto de la lógica, Monterroso confecciona un libro que no se deja interpretar de manera unívoca. Más allá de sus alardes en destreza literaria (puesto que la parodia auténtica requiere virtuosismo), Lo demás es silencio es notable por ser un libro indulgente en su capacidad de compasión y entendimiento de las cosas humanas, especialmente las más humanas, como la estupidez y el amor propio.

Al intelectual de San Blas lo balconea su esposa, su criado, su hermano; lo balconean sus propios escritos. “Balconear”, en el sentido de “dejar expuesto” que tiene la expresión, es el verbo preciso: en el balcón de este libro-homenaje, mientras agradece las loas de sus adeptos, las miserias de Torres quedan expuestas. Creyéndose vestido de frac para la ocasión, saluda en paños menores. Pero ¿en verdad ignora que va en ropa interior, o se está burlando de quienes aplauden, de quienes hemos sido incapaces de ver que el “afamado intelectual” va desnudo, o quizás peor aún, aunque hayamos visto la desnudez con toda claridad, de quienes hemos preferido aplaudir porque la gente de nuestro alrededor también aplaude? Monterroso coquetea con esta ambigüedad para dar un doble filo a la sátira.

A Carmen Torres le piden hablar de un día típico en la vida de su marido. Una cosa queda clara tras la entrevista: el señor Torres es un haragán que dilapida las horas en paseos y charlas y prolongados descansos, simula pensar, simula escribir, simula haber leído, hasta que él mismo queda convencido de que el simulacro es realidad. Engañarse a sí mismo, después de cierto tiempo, es fácil, pero venirle a Carmen Torres con que su marido es un sabio, eso sí que no:

Para mí todos son unos farsantes, casi empezando por mi marido que habla y habla todo el tiempo de cosas elevadas (ay sí) pero que en su tiempo apenas se ocupaba de sus hijos y me dejaba a mí toda la carga, o cuando lo hacía era para decirles que leyeran tal o cual cosa, como si eso sirviera para algo o diera para comer, aunque en esta casa nunca haya faltado nada, y gracias a Dios ellos ya están grandes y no salieron como él. Como yo nunca he tenido pelos en la lengua se lo digo siempre: ¿Qué hacen tú y tus amigos? Pasarse todo el día en el bar o en el café hablando de las mismas tonterías y divirtiéndose con lo que escriben o sintiéndose a saber qué.

La vida literaria —que solía transcurrir en tertulias vespertinas y nocturnas, en algún café moda entre intelectuales, presentaciones de libros y colaboraciones en revistas o periódicos— se presta maravillosamente a la simulación. Como el burócrata que obtiene plaza permanente y a partir de ahí sólo hace como si trabajara, entre la gente de letras puede darse una suerte de burocracia intelectual. Basta con ponerse bajo el brazo el periódico que leen los enterados, asistir regularmente a la base de operaciones (la cátedra, el congreso, la redacción de la revista, la reunión de becarios), demostrar un barniz de cultura y usar con cierta maña las frases al uso en el argot crítico y teórico. Agudizando los tics, reiterando los vicios estilísticos, haciendo desfilar a través de sus páginas la desnudez del rey, Lo demás es silencio es una sátira dirigida contra el vicio capital de los intelectuales, la simulación. Y, a pesar de todo, no es una novela encarnizada, una querella vindicativa como la de quien se encuentra resentido del prestigio inmerecido de los demás y la incapacidad universal para apreciar nuestro innegable talento. Es una novela que tiene piedad con las moscas, por las que tanto aprecio sentía Monterroso.

Un místico sin Dios, así define Emilie Teste a su marido, ella que lo conoce como nadie: una proposición matemática en pantuflas, una teoría fascinante y helada que se pasea por las calles. Más que un libro narrativo, Monsieur Teste es un bodegón metafísico, el asedio a un humanoide imposible por exceso de intelecto. Ya no soy un hombre, soy dinamita, se jactaba el más exaltado Nietzsche. Ya no soy un hombre, soy un asteroide intemporal que lo observa todo desde arriba sin conmoverse de nada (paráfrasis plausible del señor Teste). Ya no soy un hombre, ah caray, sí lo soy, soy un borrico, un fingidor, un chapucero, soy un perfecto representante de la especie humana (frase que Torres pudo pronunciar en alguna cantina, con toda sinceridad, pero que sus admiradores habrían considerado irónica).

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