Desde hace algunos años, Luis Bazet es un habitante más del barrio de Flogsta, un suburbio estudiantil en Suecia cuyos residentes gritan cada noche por la ventana exactamente a la misma hora. Nadie sabe por qué, pero tampoco tiene importancia. El porqué les es desconocido a él y a los participantes, pero esto no parece importarle mucho a nadie. En este ensayo, en donde hila sus experiencias personales con sus intereses teóricos, Bazet se inspira en esta peculiar costumbre de su cuadra —el “Flogsta scream”— para hablar sobre el papel de las tradiciones en la vida de los individuos y sobre la injerencia de los individuos en la vida de las tradiciones.
Duermo tarde. A veces, durante el invierno, no veo el sol en días. Amanece hacia las ocho y media y oscurece a las tres, justo mientras duermo. Los europeos, que siguen una rutina más natural, se recetan cocteles de vitamina D so pena de iniciar el día cansados y encontrarse cabizbajos e irritables durante nuestra noche anticipada. Personalmente, no comparto ni el mal ni el remedio. Me encanta dormir tarde. Por la madrugada trabajo con una falta de prisa angelical. ¿Qué diferencia hay entre terminar un ensayo o una revisión a las cuatro de la mañana en vez de a las tres? Además, nadie me mira ni me interrumpe. Preparo la cena (el almuerzo) con una diplomacia inmerecida. Me siento frente al escritorio durante horas; pienso en el día en el que conocí a mi hermana, en los libros que he acumulado, en cómo describir la textura de un nopal.
Sin embargo, mis ensoñaciones se ven interrumpidas por un suceso cronométrico. Cada noche, a las diez, mis vecinos se asoman por el balcón o la ventana y gritan a pulmón tendido por un par de minutos. El barrio entero, unas novecientas almas. Bueno, no gritan todos; sería ridículo. Algunos más bien cantan, si se les da (o no); otros azotan cacerolas. Muchos nos conformamos con escuchar y nos callamos, pero todos hemos participado en algún grito. No sé si callan más de los que gritan pero sé quiénes se notan más.
El café de la esquina —famoso, dada la fe de sus dueños, por no servir alcohol— lleva el nombre del fenómeno: Vrålet, “El grito”, llamado así por el Flogsta scream. Flogsta (que se pronuncia flugsta) es un barrio de estudiantes con forma de riñón. Al centro hay dieciséis edificios de un brutalismo soviético: los adornan sólo unos balcones purpúreos que engrudan los dos corredores que conforman cada piso. Apostólicamente, en cada corredor vivimos doce y compartimos mucho (aunque no el baño). Los suecos, sin empacho, lo llaman un gueto estudiantil.
Es difícil estar solo aquí. En la cocina siempre hay alguien, o cuando menos quedan sus huellas: un wok en la estufa, por lavar; una taza, de marca vasca, de ovejitas; un paquete de galletas. Uno no escapa de las huellas ni aunque cocine a las tres de la mañana. En el muro están las más longevas: postales y cartas de habitantes previos, fotografías, mapas, listas, folletos; en medio, un mapamundi repleto de tachuelas. He puesto ya la mía ahí, en la ciudad de los palacios. Recuerdo haber discutido con mis corridor mates si realmente habrá vivido aquí alguien de Siberia (ahora conozco a una, de otro edificio) o de Mauricio (otro, un segundo, sí tuvimos). En Flogsta nada es nuevo ni privado; todo está trastocado por un aire de presencia.
Nos quedan nuestros cuartos, pero, aunque los muros son gruesos, poca protección ofrecen a las diez de la noche. Y desde el cuarto también se grita: uno abre la ventana, himpla y de regreso. Así que ahí también escucha uno a los demás o se dirige a ellos.
Nadie le llama “el grito de Flogsta” o sus variantes, por cierto. A lo mucho los suecos chauvinistamente lo designan con su nombre original, ¿pero con qué derecho? Aquí sobre todo vivimos extranjeros, especialmente en los primeros ocho edificios. El saludo oficial no es hej, sino hey. Se pronuncian igual, pero en esa “ye” nos jugamos el carisma. Camino a la parada de bus lo que uno escucha es sobre todo inglés. O alemán o español, pero rara vez sueco. Quizás el Flogsta scream no nació en nuestra lingua franca, pero ahí floreció. El grito es de quien lo trabaja.
¿Por qué decenas de personas deciden gritar a la misma hora cada noche? En la medida en que el Flogsta scream nos dirige inexorablemente a esta pregunta, posee una irrenunciable dimensión filosófica. ¿Por qué, en efecto? Los cronistas afirman que la gente empezó a gritar en los setenta, desde que Flogsta es Flogsta. El grito nació, supuestamente, como válvula de escape: los estudiantes gritaban para liberar el estrés que les causaba la vida universitaria. Puede ser, supongo. A otros dejo las explicaciones genealógicas. Si lo que nos interesa es por qué grita hoy el prójimo, la respuesta es insatisfactoria. Un chico al que entrevistó Study in Sweden lo entendió bien: ¿qué estrés?; si aquí todo el mundo se la está pasando bien. Hay fiestas al menos cuatro días a la semana. En la mayoría de los edificios, las escaleras que llevan al tejado (en donde, por cierto, hay un sauna) están bloqueadas con puertas de metal porque antes la gente aventaba muebles desde el techo. A veces, cuentan, en llamas.
(No sé qué tienen los suecos con el fuego. Cada año, por Navidad, se erige una cabra gigante de paja en el centro de un pueblo cercano. La gente, ilegalmente, intenta incendiarla; lo logran casi cada año. El pueblo se llama Gävle, nombre que, al menos a mis oídos, es desafortunadamente similar a la palabra jävlar, una grosería. Como si en México hubiera un pueblo llamado Cingadazo).
El símil con un gueto es injusto. O al menos no se parece a lo que yo imagino como un gueto —aunque en esto, como en muchas otras cosas, los estándares de los suecos difieren de los míos—. Durante el día, la glorieta está bañada de un silencio atronador. En invierno se puede escuchar cómo se derrite la nieve o cómo la asperjan los árboles que deshielan. Estamos rodeados de árboles. Grisáceos, pálidos; delgados, altos y numerosos. Como una muralla, nos asedian a la vez que nos definen. Flogsta no estará llena de color, pero sí de sonido: el viento gélido que irrumpe en la nariz y tumba la nieve de las copas, las ruedas de una bicicleta; un grito cronométrico o un silencio nebuloso.
Apartados sí estamos. Vivimos a varios minutos a pie del pueblo y los suecos nos miran feo. Yo no vivo en Suecia, vivo en Flogsta. Y aquí, en nuestro arrabal selvático, algunos seguro gritan únicamente porque otros gritan: una forma de imitación. ¿Pero entonces por qué gritan esos otros? Algún papel debe jugar el silencio. Es tan extenso y persuasivo. Una que otra rata de ciudad como yo debe gritar sólo por no contribuir al silencio, por no darle la última palabra. Es una ceremonia de autoafirmación. Pero también estamos los que callamos, y que —notablemente— aun callando participamos de nuestra gracia comunal. Nótese, por ejemplo, que aquí todos compartimos una sólida inferencia. Cuando estás en la cocina y escuchas los gritos, volteas y, dejándote seducir por la máscara de inteligencia con que a veces se recubre la obviedad, declaras: ya son las diez.
Más allá de nuestra vocación de relojeros, del sentido de comunidad y de nuestro miedo al silencio, probablemente gritamos hoy porque otros gritaron ayer. Se podría retroceder así hasta el primer grito inmóvil. Suena poco poético, y ciertamente es extraño hablar así de un grito, pero creo que sólo estamos siguiendo instrucciones. Gritar es lo que se hace por aquí, y ya está; tomamos lo que había y lo usamos como nos dijeron. Tampoco debería extrañarnos tanto: si una persona grita, tiene un motivo, pero quinientas siguen una tradición. Para imitarnos y repetirnos con tal magnitud, para asentir cuando nos avisan que aquí se grita cada noche a las diez, cierta ligereza, alguna falta de reflexión es necesaria. No pienso que las tradiciones sean irracionales, pero creo que nuestras razones no son muy interesantes. Independientemente de cuál haya sido la motivación original, me queda claro que al menos yo grito sólo porque aquí se grita. La tradición es la hermana —ilustre, quizás, mas no necesariamente ilustrada— de la rutina. Se distinguen apenas por las canas.
La mayoría de los extranjeros que he conocido aquí llegan armados de dos creencias específicas, ambas verdaderas. Que en Flogsta se grita es, en orden de difusión e importancia, la segunda. El Flogsta scream es toda una atracción local. Traumatizados quizás por el olvido de sus primeros balbuceos, muchos suelen grabar su primer grito; cuando alguien va a mudarse, es casi una obligación gritar una vez más la última noche. Se han grabado podcasts, escrito artículos y filmado cortos sobre él. Claramente juega un papel en nuestra autoconcepción como grupo. ¿No es especial una tradición que nos hace sentir que somos alguien en vez de alguien más, una que alcanza a barajar las ideas que tenemos sobre nosotros mismos? Me pregunto cuándo ha dado este paso, bajo qué circunstancias se cruza del ademán idiosincrático a la tradición definitoria; cómo, con qué excusa, se le infunde un alma a la rutina, de modo que tenga agencia y se vuelva objeto de respeto.
Cuando era niño y debía subir solo al ático de mi casa, mi padre me decía que, si tenía miedo, rezara el Credo. (Ya debía él imaginarse que era yo un niño temeroso porque bien me pudo haber dicho que rezara algo más corto). Y así lo hacía. Hoy, que ya no creo en dios, ya no me sorprendo a mí mismo haciéndolo; en todo caso, meramente pienso en ello, como ahora. El recuerdo me trae más serenidad que el rezo porque me hace pensar en algunos momentos, tal vez imaginarios, de calma en mi niñez. Recuerdo a mi padre enseñándome las palabras; a él se las habrán enseñado los suyos. Cuántas generaciones de labios diciendo lo mismo. Es algo monstruoso, pero también admirable, que nosotros, los humanos, que somos tan débiles, hayamos logrado que ciertas cosas duren tan largo tiempo. Y es placentero también dejarse sobrecoger por aquello que se presenta como bueno, supremo y antiguo.
En realidad, y por natural que ello parezca, es extraño que una tradición pueda trastocar nuestra identidad personal. Una tradición puede ser subyugante además de antigua; creería que nos subsume, por no decir ahoga, antes de perfilarnos, como un mar de lava que lijase las rocas al lanzarlas de regreso a la orilla. Pero para apropiarnos de una tradición debemos adaptarla a nuestras circunstancias, y en este movimiento pierde algún componente. Algún vidrio se desprende de su mosaico total; se particulariza. Creo que esto lo subrayan con frecuencia los defensores más razonables de una tradición cualquiera: en ella hay sitio para la experiencia personal, la innovación, el caso no previsto, la particularidad, la excepción. Sólo la dejamos entrar a nuestra casa bajo la promesa de que no ocupará todos los cuartos. O sea que le debe su poder a su ausencia: si hay algo de nosotros que puede trastocar es porque otras cosas le son inaccesibles, porque en otros ámbitos no muestra la cara. Mejor así; ¿cómo podría andar con la consciencia tranquila un cristiano temeroso de dios que una mañana descubriese que, además de los límites y metas que ya se imponía, también debe aprender a pisar como cristiano, usar lentes como cristiano, ponerse crema como cristiano, freír huevos como cristiano? Se le escaparía el cielo antes de salir de la cama.
La primera creencia —primera no sólo para el que la cree sino también respecto a lo creído; es el axioma fundador del Reino de Suecia, la piedra angular del palacio real— con la que llega el viajero instruido se relaciona con ciertos pasatiempos juveniles de por aquí. Entre los dieciocho y los veinte años, los suecos tienden a comprar botellas de vodka y latas de cerveza de camioneros polacos en parajes solitarios, o a irse de fin de semana a Finlandia casi con el único propósito de ahondar en el bar del ferri, o conducen a Alemania o a Dinamarca para traer llena de menjurjes la cajuela a su regreso. Porque se sabe: en Suecia, el Estado tiene monopolio sobre el alcohol. Se pueden comprar las agridulcemente llamadas baby beers (que tienen menos de tres punto cinco porciento de alcohol) en el súper, pero para todo lo demás hay que ir a las tiendas del gobierno, Systembolaget (literalmente “la empresa del sistema”), cuyos horarios son calamitosos: de diez a siete entre semana y de diez a tres los sábados; no abren los domingos. Hay que tener veinte años para comprar, pero en un bar se puede beber desde los dieciocho. Durante esos dos años, la juventud sueca reniega de su mito fundador.
Pero a los veinte se extingue la rebeldía juvenil. Ya invitados al sistema, el único problema que le encuentran es que podría tener más sucursales, problema que, por lo demás, consideran superado por las virtudes de la empresa. El alcohol está fuertemente gravado, y ese dinero paga algunos programas gubernamentales. A los suecos les gusta hablar de variedad y detallismo: como sólo ahí puedes comprar, al menos tienen la decencia de vender alcohol de todo tipo y origen; frente a cada producto hay una tablita con datos como el país de origen, el nivel de dulzor o con qué carne va bien; entrenan a los vendedores, que van con uniforme de chaleco verde y pajarita, para dar recomendaciones informadas. (Lo que casi nadie cuenta entre los beneficios del sistema es la misión por la que fue creado en primer lugar: hacer que la gente beba menos. El motivo es que los suecos no beben poco ni quieren hacerlo).
Quizás de lo que más orgullosos deberían estar es lo que con mayor frecuencia olvidan: cada ínfima comodidad la tuvieron que arrancar. En los años veinte hubo un referéndum sobre la prohibición total del alcohol, en contra de lo cual votaron. Cuando el sistema acababa de ser implementado, y para que le diera a uno vergüenza comprar mucho, el encargado era quien te pasaba las botellas; debías pedírselas una a una. Racionaban el alcohol por individuo; el género y la clase social formaban parte de los criterios de venta, y algunos, como los desempleados, no podían comprar aunque pudiesen pagar. Hace no mucho se negaban a vender vino en caja. Pero todo esto lo pelearon los suecos. No fue la costumbre (el sistema) la que moldeó al acostumbrado, sino al revés, con el resultado de que la mayor excelencia de todo el sistema es que lo han dejado en los huesos.
Huesos robustos y engorrosos son, empero. Me costó trabajo entender por qué los suecos no habían llevado sus acciones a último término. ¿Por qué no triturar los huesos que quedaban? Eventualmente comprendí que, a pesar de todo, a la gente le gusta este sistema que tanto se ha empeñado en debilitar. Podían consolarse con la oferta, pulcra y variada, de bienes (a los europeos no escandinavos, más allá del monopolio mismo, les sorprende que pueden encontrar todos los productos a los que estaban acostumbrados y algunos más, aunque más caros, y que un establecimiento dedicado únicamente a la venta de alcohol no huela a orines), y decirse que las cervezas del viernes mantienen prendidas las luces del hospital el martes. Era más cómodo, más sencillo, seguir como se estaba aunque se hicieran cambios aquí y allá. Amparándose en la ley del mínimo esfuerzo, la inercia falló en favor de Systembolaget. Los suecos han elegido vivir así, pero no tenían que hacerlo. Bien pudieron haber decidido otra cosa.
Si el monopolio sueco o el Flogsta scream desapareciesen mañana, seguramente habría quien les dedicaría el equivalente a un obituario. Yo al primero preferiría escribirle un epitalamio en honor de su boda con la nada. (Simplemente para calmar cierta ansiedad de panfletista que me queda de años más vivaces, he pensado algunas veces que me gustaría escribir un librillo en sueco, si lo hablara, defendiendo que el monopolio este no funciona. Le pondría un título en latín: Contra systema). Es el problema de discutir la muerte de una tradición: por lo general, o se hace muy melodramáticamente o no se piensa en ello en lo absoluto. Creo entender el sentimiento —aunque tenga algo de apodíctica y un cierto parecido de familia con la línea de ensamblaje, la tradición puede ser íntima—, como también entiendo la falta de. Si bien a algunos la idea de que cambien o desaparezcan las tradiciones nacionales o religiosas de su preferencia les provoca una ansiedad similar a la que experimentarían si se les dijese que están a punto de vomitar los intestinos, la causa de sus miedos es más bien similar a un corte de cabello. Algo nuevo nacería si readaptásemos las iglesias para que fuesen bares o museos, como en su momento fueron injertos nuevos e invasivos las iglesias respecto de las pirámides. Piense lo que quiera pensar el conservador mexicano, en buena parte de Europa la Navidad es hoy una tradición secular; su función de conmemorar el nacimiento de Jesús le es un mero antecedente histórico. Quizás el conservador nos dirá que esa es una Navidad cercenada. Pues tal vez; ¿qué importancia tendría? No todo lo mutilado es feo. En nuestra Plaza de la República, el Monumento a la Revolución es el emblema de que también somos lo que quisimos interrumpir. Haber querido dejar de ser algo también es cultura.
No pienso así por ser enemigo del perdurar. Hace algunos meses estaba viendo una película, Der Havarist, sobre un actor al que yo creía conocer solamente por El Padrino, Sterling Hayden, que delató a miembros del Partido Comunista gringo ante el Comité de Actividades Antiestadounidenses a finales de los cuarenta. Se arrepintió poco después, y se esmeró en ayudar a quienes había afectado. Al final de la película aparece una frase en un intertítulo:
Hayden did more than just regret and seek the forgiveness of those whom he had harmed so much. He did the most radical thing possible: He changed.
Hay quien, como estableciendo una jerarquía, dice: cambiar es fácil, mejorar es difícil. Pues bien, lo que es casi imposible es perdurar. Física, moral, intelectualmente. Entre la pluralidad apabullante de cambios buenos o inevitables, con cuánta dignidad experimentamos el deseo de seguir siendo los mismos. Es con sinceridad (y llevando encima la fatiga de las celebraciones de Nochevieja) que algunos años quiero hacer oídos sordos a la exhortación de Gramsci de arrancarle al Año Nuevo el privilegio de mover al cambio, de hacernos propósitos, de querer ser diferentes: habría que arrancárselo a todos los otros días también. Tiene una versión espiritual el deseo resacoso de yacer, yacer solo en calma. Algo semejante nos prometen la tradición, la costumbre, la repetición, la rutina, que, en su rechazo de la omnipotencia del cambio, nos convidan a algo de paz, y nos unen a los demás y a nosotros mismos a través del tiempo.
Pero si es tan infrecuente la ocasión de decidir nosotros qué perdura, si tan pocas veces tenemos la posibilidad de elegir qué salvar del fuego del cambio invariable, ¿por qué habríamos de rendirle esa libertad al pasado? México ha sido católico por medio milenio; ¿por qué significa eso que tiene que serlo un día más, o que hay que asegurarnos de que lo sea, o que hay que pretender que no puede ser de otra forma? En un boscoso antro del planeta, la gente grita por la ventana cada noche desde hace cincuenta años. ¿Por eso deben gritar todos? Qué más da si callo. Y qué más daría si una noche callásemos todos, y así también la noche siguiente. Mientras sean fruto de nuestra elección, grito y silencio nos llenarán de igual modo.
Las cosas que han durado a través del tiempo nos hechizan. A veces nos intoxican con humos de tonos metafísicos. Hay algo en lo que he estado pensando recientemente, una frase de El crepúsculo de los ídolos: “Me temo que no nos libraremos de Dios mientras sigamos creyendo en la gramática”. La idea es, me parece, que el hecho de que el lenguaje en general tenga una estructura lleva a algunos a contemplar la idea de otras estructuras, otras estabilidades, y así hasta creer entrever el paroxismo de una estabilidad total, un modo de ser perfecto: la divinidad. Pero el lenguaje —que a fin de cuentas también es una tradición, una herencia— puede ser entendido de otra manera. El hecho más sobresaliente sobre el lenguaje es de naturaleza pragmática. A pesar de todas las diferencias de pronunciación, vocabulario, registro y uso entre el modo de expresión de un hablante y otro, nos entendemos. El lenguaje funciona; nos comunicamos. Y sin embargo esto no anula las diferencias que enmarcan el prodigio. Cada uno ha conquistado su parcela específica de la lengua, y probablemente no hay dos idénticas. No sólo nadie habla todo el español, sino que cada quien habla su propio idiolecto, en el cual, además, cada término puede adquirir un significado distinto a la vuelta de un instante. No hay palabra inmune al influjo de la estipulación, la metáfora, la modulación. Por eso un filósofo como Peter Ludlow se permite decir (en Living Words): We cannot be imprisoned by something that does not exist (that is by a fixed language). Y si la fluctuante estabilidad del lenguaje no puede apresarnos, yo creo que tampoco puede llevarnos a dios.
Pero estabilidad tiene, y probablemente sea más penetrante de lo que Ludlow se permite sospechar. Aunque le envidio la liberalidad con la que se ha deshecho del problema —encontró el mensaje en la botella, echada miles de veces por la filosofía, sobre cómo el lenguaje nos limita y tiró la nota al agua para seguir paseando por la orilla—, es harto razonable creer que del lenguaje, como de tantas otras cosas, hemos hecho un ocasional instrumento de autoflagelación o enajenamiento. O de perversión. Temeroso de hasta qué punto podrían entrometerse esas nuevas palabras y la comprensión (de libros, frases, señalamientos) que posibilitarían, con frecuencia deseo poder dejar registro de mis pensamientos sobre Suecia antes de aprender sueco (o de aprenderlo bien). Muy poca literatura sueca he leído, por ejemplo. Apenas unos cuentos adquiridos en la English Bookshop de la calle principal. En este caso en específico, creo que me ha hecho bien. Pero quiero aprender sueco eventualmente, aunque entonces me vea obligado a entender un poco mejor cómo se ven los suecos a sí mismos.
¿Cómo habría sido descubrir el Flogsta scream en lengua vernácula? Para mí es una tradición extranjera, quizás no iniciada pero sí sostenida por gente que no es de aquí, mantenida cronométricamente por puro amor a la idiotez. Pienso en ella con cariño. Me hace sentir que conseguimos adueñarnos de un pedazo del iceberg.