La obra de Jorge Luis Borges está repleta de contradicciones, hipérboles, ironías, paradojas, antítesis, y un fascinante y extensivo catálogo de todas las figuras retóricas habidas y por haber. Se le podría estudiar como una pinacoteca de figuras retóricas. En este ensayo, Jorge González León explora algunas de ellas y, en particular, su capacidad para hacer de lo relativo algo absoluto, y de lo inverosímil algo verosímil y hasta verdadero.
Entre las pilas de libros que tengo pendientes por leer (o releer), no estaba Jorge Luis Borges. Ficcionario. Una antología de sus textos, elaborada por Emir Rodríguez Monegal; estaba, como la muñeca fea, en un olvidado rincón. Extraño, puesto que es Borges uno de los autores que más disfruto releer —impensadamente, incluso, porque me refiere a una parte central de mi formación— y porque el uruguayo Rodríguez Monegal es un crítico al que admiro y respeto. Pero, como tantas cosas con el autor de “La escritura del dios” o “El Aleph”, lo inesperado es lo que con seguridad podemos esperar. Por supuesto, la selección no está exenta de astucia y obedece, en un prólogo ejemplo de síntesis y visión, a etapas bien definidas en la obra, a decir de muchos, del “Nobel que nunca fue Nobel”. Como con pocos autores, es con Borges con quien vivo una experiencia notable por gozosa y aleccionadora: la de abrevar de una erudición generosamente compartida —pocos escritores, en medio de la parquedad y avaricia latinoamericanas, refieren fuentes puntuales, con desprendimiento bondadoso tal— y la de descubrir durante décadas paisajes y territorios, a veces indispensables, a veces singulares e imprevistos: Whitman y Plotino; Swedenborg y Macedonio Fernández; Marco Aurelio y Bioy Casares; Lugones y Dante; Cervantes y Blake; Joyce y Quiroga; Las mil y una noches y los mapas de Royce… y un etcétera pasmoso, prolongado —al punto de parecer interminable— y lleno de asombros e intrigantes monstruosidades, paisajes que embrujan, y permancias.
Durante años me dejé llevar de la mano por las peregrinas y desconcertantes guías de lectura que la obra de Borges dibuja, con la sensación cierta de que jamás llegaría a agotarlas. Siempre en esta obra singular hay la percepción de estar en un museo —Borges preferiría llamarlo biblioteca (él, que se figuraba “el Paraíso/ bajo la especie de una biblioteca”)—, por cuyas lentas galerías desfilan los conocimientos y saberes de todos los hombres de todos los tiempos.
Aunque, al igual que en la poesía, en el conocimiento hay la intuición de que se trata de un solo hombre y de que los autores han estado escribiendo un solo libro desde tiempo inmemorial, en Borges la propuesta es definitiva: es un solo autor, de una sola obra escrita bajo un vasto número de rostros, bajo un largo listado de nosotros. Si en ciertas noticias modernas se concibe la identidad como otredad —Rimbaud dixit—, en Borges la “otredad” es una forma diferente de lo “mismo”: somos otro, pero somos el mismo; o, más claramente, el otro es el mismo. No hace falta señalar las disimuladas ventajas de esto en el no nimio asunto del ego, y en sus derivaciones literarias.
En “La postulación de la realidad”, luego de jugar con la dicotomía de Clásico y Romántico —que podríamos renombrar, en aras de la simplificación, como Tradicional y Moderno—, Borges manifiesta que el primero descubre, y describe los hechos, mientras el segundo privilegia la expresión; uno es narrativo, el otro expresivo. Siempre expuesto como hipótesis, el argentino no se atribuye la idea, sino que la infiere de la historia de la literatura estrictamente occidental. Y en ninguno de los dos modos, que él llama con maliciosa neutralidad procederes, pero que podríamos nombrar actitudes o, con más precisión, temperamentos, se adivina otra pretensión que la de dar claridad al análisis, es decir, ensayar la crítica.
Sin embargo, es importante mantener el asunto de la otredad y la mismidad presentes para el desarrollo que viene más adelante, porque la otredad se presenta como moderna mientras esta suerte de mismidad se puede (¿se puede?) considerar como clásica o tradicional. Son fácilmente apreciables, las emociones —no los sentimientos, ni las ideas— los que juegan un papel central en la distinción.
No obstante, es necesario no caer en la cómoda tentación de suponer que uno de estos temperamentos es racional y el otro emotivo. Las desigualdades entre uno y otro —combinadas con las similitudes, que las hay— se entrelazan en una delicada sutileza: así, no deja de haber una poderosa emoción intelectual en el ejercicio especulativo (sobre todo en las conclusiones, y sobre todo cuando son acertadas), como, por el otro lado, no deja de haber una lógica en lo expresivo, así sea una lógica que no obedece a las mismas reglas de la lógica formal, o mejor dicho, racional; podría incluso ensayarse llamar a la segunda una “ana-lógica” o, sin pretensiones, una “lógica poética”. El primer tipo de lógica obedece a las diferencias (principio de la no contradicción) mientras el segundo se desata y alcanza una lógica que incluye a las semejanzas —las analogías, las metáforas— y aun, en algún extremo, a las identidades.
En Borges no hay el arrogante distanciamiento racional de otros escritores; pero, aun así, hay un dejo sabio, a veces irónico, de desapego, más propio del temperamento que de la inteligencia; en el sentido claro de Persona, en su modalidad dramática griega, aunque no la trágica exactamente, sino una suerte de mezcla entre la comedia y la épica.
Habría que agregar aquí otra noción que en nuestro autor muestra el balance ejemplar entre los dos modos enunciados —Clasicismo y Romanticismo— y que podríamos nombrar con una palabra humilde pero contundente: carácter. Es por esa inflexión, esa modulación, que Borges se logra colocar en un plano por encima de la narrativa misma; me explico: la Persona que toma la voz conductora es una mezcla de desprendimiento —lo llamaría yo indiferencia, si no supiera que es fingida—, humor, y a la vez una muy escrupulosa intención de alcanzar exactitudes insospechadas que con éxito disfrazan la intensa pasión que anima a la narración y a las palabras mismas. Maliciosamente, Borges es consciente de esto. En un discurso que con frecuencia se vuelve retórico —en ese moderno y equivocado sentido del término— en Latinoamérica, la prosa del argentino suena más cerca de las palabras que de las ideas. Eso le da, aunque en el fondo sea falso, una humildad astuta y literariamente muy efectiva; el suyo, solapadamente, es un discurso encantador, francamente seductor, incluso divertido; como sea, siempre entretenido y singularmente provechoso.
Es interesante observar las decisiones de léxico (que sabemos rigurosas y obsesivas) conforme su obra crece y el tiempo la refina. Sus escritos tempranos están llenos de términos superlativos: “El tardío carro es allí distanciado perpetuamente, pero esa misma postergación se le hace victoria, como si la ajena celeridad fuera despavorida urgencia del esclavo, y la propia demora posesión entera de tiempo, casi de eternidad.” E inmediatamente agrega: “Esa posesión temporal es el infinito capital criollo, el único. A la demora la podemos exaltar a inmovilidad: posesión [“absoluta”, agregaría yo, a forma de hipérbole] del espacio.” Se puede acusar a estos pasajes —tomados del texto “Las inscripciones de los carros”— de excesivos o hasta ampulosos o afectados, pero en rigor, aun para el oído melindroso y exigente, las líneas suenan bien, es decir, poseen una sonoridad intensa y no exenta de exquisitez.
En un reciente ensayo memorable (“Más allá de los géneros literarios”, publicado en Taller Igitur, Revista Literaria), Antonio Gamoneda, en medio de una lúcida reflexión sobre la distinción de los géneros literarios —o, complementariamente, a la ya ahora resbaladiza distinción entre poesía y prosa— termina por concluir o, más claro, postular una hipótesis sin duda provocadora: la de la música que producen, ya no las palabras nada más, sino también las ideas; la posibilidad de borrar el engañoso límite entre forma y contenido.
Al margen, en otro lado, Borges afirma de la música —a propósito de lo dicho por Walter Pater acerca de que todas las artes aspiran a la condición de la música—, y con un dejo de envidia, que es el arte donde la forma es contenido. Los ortodoxos seguramente condenarían la herejía, pero para los avispados siempre ha sido obvio que la prosa, como el verso libre, no está en nada dispensada de sonoridad, ritmo, respiración, poesía. Si no, que le pregunten a Rulfo, o de plano al mismo Borges.
Aun así, con la retórica a vuelo de campana, el del Sur termina el texto de las carretas con una de sus joyas a las que estamos acostumbrados y tanto saboreamos sus lectores devotos:
“No hay ateísmo literario fundamental. Yo creía descreer de la literatura, y me he dejado aconsejar por la tentación de reunir estas partículas de ella. Me absuelven dos razones. Una es la democrática superstición que postula méritos reservados en cualquier obra anónima, como si supiéramos entre todos lo que no sabe nadie, como si fuera nerviosa la inteligencia y cumpliera mejor en las ocasiones en que no la vigilan. Otra es la facilidad de juzgar lo breve. Nos duele admitir que nuestra opinión de una línea no pueda ser final. Confiamos nuestra fe a los renglones, ya que no a los capítulos.”
Como este recurso literario, la obra borgeana está llena de contradicciones, hipérboles, ironías, paradojas, antítesis, y un fascinante y extensivo catálogo de todas las figuras retóricas habidas y por haber. Se podría, y no sería ocioso, estudiar a Borges como una exhaustiva pinacoteca de figuras retóricas. Sin embargo, una de las que, en lo personal, encuentro más atractivas, es esa malicia que se disfraza de humildad e inocencia y que logra con maestría lo que pocos autores en Hispanoamérica: la rara facultad de convertir los relativos en absolutos (y viceversa) y de hacer de lo inverosímil algo creíble. Por eso en él la ficción se vuelve ensayo y el cuento, fundamentado documental. La hipótesis se convierte, cae bajo sospecha de inquietante certeza, y la leyenda o el mito —en sentido laxo— se hace emblema de contundente realidad, se erige en una llana declaración de hechos. Borges mismo es prueba viva de ello —es mito encarnado—, y nos enfrenta a cada uno de nosotros con nosotros mismos, o con el otro que somos y no somos en una realidad vacilante pero dibujada con nitidez. Logra, si no es exagerado decirlo, una rara especie de fingimiento honesto, una mentira que cuenta una verdad, la señal de que estamos ante un arte verdadero.