En este ensayo, Elizabeth Mata indaga sobre la relación entre ficción e historia, enfocándose en cómo distinguir entre ambas y el aprendizaje derivado de narrativas no reales. Propone que la ficción opera como un juego de consenso, que permite explorar verdades profundas sobre la realidad humana. La autora argumenta que tanto la ficción como la historia construyen sus relatos a partir de elementos reales, ofreciendo una visión que va más allá de la simple imitación de la realidad.
En algún lugar del libro décimo de Los hermanos Karamazov, Aliosha, el hermano menor, platica con un niño llamado Nikolái Ivánov Krasotkin (Kolia) sobre la naturaleza de la ficción: “La gente que va al teatro, por ejemplo, es gente mayor y allí también se representan aventuras de toda clase de personajes, a veces también de ladrones y guerra […] Cuando los chicos juegan a la guerra durante los recreos, o a los ladrones, su juego también es un arte en gestación, es una necesidad artística que nace del alma de los jóvenes”.1 A lo que Kolia, entusiasmado de que Aliosha le hable de igual a igual, “como le hablaría a la persona más importante”, le responde: “¿Sabe?, usted ha expuesto una idea bastante curiosa; cuando vuelva a casa, me devanaré los sesos sobre esa cuestión”. Imagino que Kolia esa tarde pensó que así como los juegos de guerra en el recreo son arte, las obras artísticas podrían ser también juegos.
Cuando nos preguntamos qué hace que una obra de ficción sea ficción y no Historia, nos topamos con una pregunta filosófica nada sencilla. Si no es por el lugar que ocupa en la librería, ¿cómo distinguiríamos si Noticias del Imperio de Fernando del Paso es Historia o ficción?
La pregunta persiste y nos conduce a otras no menos complicadas: ¿Qué hay de verdad en la ficción?, ¿qué hay de ficción en la Historia?, y a una paradoja fascinante, ¿cómo podemos aprender tanto del mundo a partir de eventos que no sucedieron?
A esta pregunta, Kendal Walton, filósofo estadounidense, responde, al igual que Aliosha, que la ficción es como un juego. La forma de distinguir entre una obra de ficción y no ficción es que la primera es un acuerdo. Como cuando un niño dice: “Todas las rayas de la banqueta son de lava y si las pisas te mueres” y su interlocutor de apenas un metro de altura, empieza a brincarlas con cuidado para salvar su vida, cuando vamos al cine o abrimos una obra literaria estamos jugando a que eso que se nos cuenta realmente sucedió. El autor nos propone creer en lo que él dice, y quien no lo acepte queda fuera del juego. La ficción sólo funciona, según Walton, cuando otra persona acepta jugar el juego propuesto por el autor. Un libro de no ficción, en cambio, no nos propone imaginar. La creencia en lo que un libro de biología dice no la detona el autor, sino la veracidad de las pruebas y de las conclusiones propuestas: “Lo que es verdad hay que creerlo, lo que es ficticio hay que imaginarlo”.2 Por ejemplo, en el caso de El origen de las especies aceptamos como verdaderas sus oraciones, no porque lo proponga Darwin, sino porque se corresponden con la realidad.
Sin embargo, existen algunos huecos en esta primera respuesta: ¿qué pasa con las novelas históricas?, ¿qué pasa con el realismo? Si una obra es de ficción porque no se corresponde con la realidad, ¿por qué existen obras más reales que otras? Al respecto existen dos respuestas fundamentales. La que afirma que hay verdad en la literatura y la que la niega. El primer equipo se autodenomina “los cognitivistas” y el segundo, “anticognitivistas”.
Según los primeros, una obra de ficción como El llano en llamas es valiosa no sólo por ser estéticamente creativa y novedosa, sino también porque retrata de manera precisa la realidad social que vivían las personas en las zonas rurales del México del siglo XX. Sin embargo, para los anticognitivistas la verdad viene en paquetes de verdad proposicional y sólo admitirán un valor de verdad en la literatura si contiene verdades proposicionalmente explícitas, afirmaciones o juicios sobre el mundo que se correspondan con la realidad, al estilo de “el agua hierve siempre a 100 º C a nivel del mar”. Uno de sus argumentos se basa en la legendaria afirmación de Heidegger de que “la nada nadea”. ¿Qué significa eso? ¿Nos dice algo del mundo?, se preguntan los anticognitivistas. Por supuesto que no, en el sentido en el que ellos entienden la verdad. El filósofo, sin embargo, está usando el término “nada” como lo haría un poeta, sustantivándolo y confiriéndole la capacidad de realizar acciones.
Anticognitivistas los hay de todos los colores y sabores. Algunos piensan que no hay juicios proposicionales en la literatura y, por lo tanto, no hay verdad en ella. Otros piensan que sí hay juicios proposicionales, pero no están puestos intencionalmente para que los lectores los crean. Otros más afirman que aun habiendo juicios proposicionales en la ficción, éstos son tan vagos e irrelevantes que carecen de valor cognitivo real. No importa, por ejemplo, que Cervantes diga que “son dos cosas diferentes el amor y el deseo; no todo lo que se ama se desea, ni todo lo que se desea se ama”. Para el anticognitivista Petterson una afirmación de esa naturaleza no es lo suficientemente fuerte, carece de los argumentos necesarios para aportar un valor cognitivo.3 Por su parte, Olsen va más lejos al decir que esta clase de “afirmaciones” necesitan interpretación, lo que las convierte en objeto de debate y, por lo tanto, la verdad se escabulle porque nadie está seguro de haber aprendido algo.4
“¡No tan rápido!”, decimos los cognitivistas. Noël Carroll, un rockstar de la filosofía de la ficción, asegura que los juicios proposicionales de verdad en las obras de ficción están implícitos en la ironía, la alegoría, la presuposición,5 etc., o sea: hay que aprender a jugar. El arte puede ser más similar al juego que a la ciencia y no por eso ser menos verdadero. Peter Kivy, dice que las obras literarias son una especie de laboratorios de la ficción que plantean hipótesis vivas (término tomado de William James, por cierto) “extraídas de la interpretación de los lectores”.6 Las ideas verdaderas que obtenemos al leer o ir al cine están vivas. Su comprobación radica en el juego que la ficción proporciona. Cuando en Anatomía de una caída, por ejemplo, la esposa le dice al esposo que no tiene tiempo para escribir porque teme fracasar y no porque se repartan mal las tareas de la casa entre ellos, desarrolla una idea que podríamos extraer de un paper de psicología sobre las razones de la procrastinación, pero expresado y desarrollado de manera más emotiva y viva. Los veintes que nos caen al ver la película vienen acompañados de una dosis de emoción que un paper, por más logrado que esté, nunca podrá conseguir. No son ideas fijas y comprobadas, son hipótesis vivas. Basta que nos parezcan posibles para que busquemos confirmarlas o negarlas cuando vamos de regreso a nuestro auto comiendo los trozos de palomitas que quedan en el fondo del cartón. Aunque no lleguemos a conclusiones definitivas como en un laboratorio de verdad, el solo hecho de rumiar la película al salir del cine o mientras el “separalibros” duerme en alguna página de la novela, es suficiente para extraer de ello un valor cognitivo relevante. Tampoco es necesario que todos estemos de acuerdo en nuestras interpretaciones. La ficción está viva, es un juego, como decía Dostoievski.
¿La verdad puede entonces interpretarse? Para Ricoeur, la verdad en la ficción es similar a la verdad de la Historia. Tendemos a pensar que ésta es una ciencia y la historiografía una cosa muy seria y objetiva. Sin embargo, el historiador tiene más en común con el novelista que con el científico. Para Ricoeur la verdad es, en este sentido, un proceso tanto de representación como de creación. Así, semejante al novelista, que toma elementos del mundo para construir una historia, el historiador construye un “pasado” objetivo al narrarlo a partir de evidencias. En ambos hay representación y creación. Lo había dicho Aristóteles: “Sólo hay mimesis cuando hay creación (poises)” (Poética, 1448a 17-18). De hecho, muchos escritores, como Daniel Defoe, Samuel Richardson o Henry James, buscaban que sus novelas fueran tomadas tan en serio como la Historia, ya que éstas representan el mundo y la vida mejor o igual que un libro que busca dar cuenta de los hechos del pasado.7 Así, en su ensayo The Art of Fiction, Henry James defiende la idea de que el oficio del novelista es buscar la verdad, tanto como lo hace el historiador. Virginia Woolf, por su parte, dice que la ficción moderna no debe estar gobernada por una forma específica, sino por el modelo de la vida. Si es demasiado “realista” deja de ser verdad. La visión de Ricoeur contiene todas estas visiones sobre la verdad en la novela; la mimesis es, para él, una recreación de la realidad, más que una copia exacta de ella y siempre según sus rasgos esenciales magnificados.8 Por eso la verdad no está en la correspondencia exacta con la realidad, sino en su recreación.
Podemos aprender de la ficción. La invitación a jugar está abierta y aprender mientras nos divertimos (dirían las maestras de primaria) es siempre posible. Quizá, jugar sea una forma de entender mejor el mundo, de conocernos a nosotros mismos en distintos escenarios, con distintos nombres, en distintas situaciones, como cuando éramos niños. Si esto es verdad, sepamos darle a la ficción la relevancia que merece y seamos responsables con las obras que leemos y creamos. Tal vez, al hacerlo, nos caigan algunos veintes cuando menos lo esperemos.