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La validez crítica de la Escuela de Fráncfort 100 años después

Humberto Beck
Miscelánea

Este año se cumplen cien de la fundación del Instituto de Investigación Social, conocido como la Escuela de Fráncfort por su asociación con la universidad de esa ciudad alemana. En sus diversas facetas y encarnaciones, la Escuela de Fráncfort ha sido la sede institucional de la Teoría Crítica, una corriente de pensamiento y estilo metodológico que ha inspirado algunos de los desarrollos más revolucionarios y originales en las ciencias sociales y las humanidades del mundo contemporáneo. A cien años de su establecimiento, la Escuela de Fráncfort nos ofrece todavía una serie de coordenadas intelectuales para pensar las crisis del presente. 

Ante todo, la tradición de pensamiento de esa Escuela nos ha enseñado a pensar la tremenda ambigüedad de todo proceso de racionalización o modernización. Después de leer una obra como Dialéctica de la Ilustración, de Max Horkheimer y Theodor Adorno, ante cualquier avance tecnológico o social presentado como un “progreso” es ahora imposible no preguntarse por su reverso, es decir, por su sombra y su cuota de destrucción, irracionalidad o barbarie. La Teoría Crítica, por decirlo así, nos ha hecho perder la inocencia frente a los desarrollos de la humanidad después de habernos revelado la inquietante posibilidad de que la inteligencia pueda destruirse a sí misma. Las condiciones de realización de esta posibilidad han sido establecidas, nos dice la obra clásica de Horkheimer y Adorno, desde el momento en el que la racionalidad se configura como dominio sobre la naturaleza que desemboca en el dominio de los propios seres humanos. 

Pese a esa oscuridad, estos mismos autores dejaron un resquicio por donde entra la luz: la racionalidad puede librarse de un destino cifrado en la catástrofe si mediante el trabajo de la crítica llega a hacerse consciente de sus contradicciones, de su propio devenir dialéctico según el cual lo más avanzado puede llevar oculto en su seno lo más reaccionario.

La Escuela de Fráncfort ha legado un largo inventario de posibilidades críticas, sobre todo debido a su esfuerzo por recuperar un lugar significativo para la cultura dentro del pensamiento materialista moderno y, en especial, al interior de la tradición marxista. Una de sus grandes aportaciones en este sentido fue el descubrimiento del capitalismo como un sistema simbólico: como una red de imágenes y significados que es una construcción tan ideal como material. No es casualidad que la Escuela de Fráncfort en su segunda generación o vuelta, representada ante todo por Jürgen Habermas, haya producido una teoría del discurso, del lenguaje y de la discusión pública. Se trata de una recuperación de la agencia crítica en la construcción de significados sociales e imaginarios colectivos.

Este giro hacia lo que Habermas denominó “acción comunicativa” resulta revelador de una tendencia más amplia y profunda. Mirada desde el punto de vista de la historia del marxismo, se puede considerar que la Escuela de Fráncfort y su herencia intelectual cambiaron de hecho el lugar o la sede del dinamismo de la teorización marxista: del partido revolucionario a la academia y, más en general, a la esfera pública de las sociedades liberales. El momento clave de este cambio fue el fracaso de la revolución proletaria en Europa occidental después de la Primera Guerra Mundial. Esa “revolución ausente” o no acontecida fue no sólo un gran fracaso del marxismo internacional. Fue un golpe del que el socialismo revolucionario nunca pudo recuperarse del todo y tras el cual se transformó. 

La Teoría Crítica nació de los esfuerzos intelectuales por explicar este fracaso. Mediante este proceso de comprensión, contribuyó también a un cambio general en el rumbo y el sentido del pensamiento de inspiración marxista. Lo que surgió de todo esto fue nada menos que una nueva idea de la praxis política, que se amplificó para integrar otras formas de acción. La gran aportación histórica de la Escuela de Fráncfort en este sentido consistió en introducir la idea de que el conocimiento mismo puede tener una dimensión política emancipadora, de que, para parafrasear los términos de Marx en sus tesis sobre Feuerbach, se puede transformar el mundo interpretándolo. 

Tanto para los pensadores de la Escuela de Fráncfort como para Antonio Gramsci —un pensador de aquellos mismos años que también fue partícipe de ese “giro cultural” en la política marxista— se trataba de reivindicar la cultura, el pensamiento y las ideas como una forma de praxis, porque asumían que la crítica y el lenguaje representaban una parte constitutiva de la realidad y, por lo tanto, de los sistemas de explotación y dominación. Al ser productora de conciencia, la teoría podía desempeñar una función de revelación crítica. Es decir que, tras el fracaso de la revolución en Europa, la praxis y su relación con la teoría se reinterpretaron como una acción crítica sobre, en, y desde el discurso. 

La Teoría Crítica enarboló así el proyecto de concebir la investigación social como praxis para alumbrar una nueva sociedad más humana. Por eso, el nacimiento de la Escuela de Fráncfort marca históricamente el ingreso del marxismo en la academia, su consagración como perspectiva de análisis en el mundo intelectual institucionalizado de la universidad. Las implicaciones políticas concretas de este cambio en la sociología del pensamiento de izquierdas han sido variadas y ambivalentes: desde una defensa del trabajo intelectual como actividad política hasta un pesimismo fatalista que ha postergado indefinidamente cualquier tipo de compromiso con las realidades concretas del activismo. 

Al mismo tiempo, esta “academización” del pensamiento marxista no ha significado necesariamente su aislamiento de la realidad social, como lo demuestra el intenso diálogo entre las tesis de Herbert Marcuse, otra de las figuras fundacionales de la Escuela de Fráncfort, con las movilizaciones sociales de mediados del siglo XX. La entrada del marxismo en las universidades de la mano de la versión más abierta y culturalmente ecléctica y creativa de la Teoría Crítica ha significado en realidad una masificación del pensamiento marxista por otras vías, en medio de grupos culturales y estamentos sociales distintos del universo de influencia marxista original, que estaba integrado por el mundo de los partidos y los sindicatos socialistas.

Es en parte gracias a esta “masificación intelectual” a través de su influencia en la cultura que el marxismo ha llegado a transformar la conciencia pública sobre un número importante de aspectos políticos, sociales y culturales. Esta indudable influencia ha tenido, además, vasos comunicantes con el activismo de luchas y movimientos como el feminismo, el ambientalismo y el anticolonialismo. Sabemos, por ejemplo, que la radicalidad intelectual de la Teoría Crítica fue uno de los estímulos detrás de las movilizaciones estudiantiles y contraculturales de los años 60 y 70 alrededor del mundo. La idea de que no había posibilidad de reformar el sistema desde dentro funcionó como acicate para actuar desde fuera del sistema y crear algo nuevo mediante la movilización y la experimentación con nuevas formas de vida cotidiana y sociabilidad. 

El ascendiente intelectual de la Teoría Crítica en la cultura del siglo XX nos hace preguntarnos si es posible aplicar las herramientas críticas de la Escuela de Fráncfort en el presente para identificar las posibles nuevas dialécticas de la modernidad. Me parece que es necesario responder a esta pregunta afirmativamente. El mundo contemporáneo está lleno de instancias de procesos contradictorios y desarrollos ambivalentes que demandan un análisis dialéctico, como el auspiciado por la Teoría Crítica, para su elucidación. 

En este panorama, resalta en especial la cuestión de las tecnologías digitales, que alguna vez fueron celebradas como las posibilitadoras de una mayor libertad e igualdad para todos, pero que han expuesto su potencial para crear nuevas modalidades de dominio y de exclusión. Un índice revelador de este proceso ha sido la creciente presencia de los algoritmos—secuencias de instrucciones que pretenden resolver problemas mediante el cálculo y el trabajo sobre los datos—en la vida cotidiana y los imaginarios sociales. Horkheimer y Adorno abordaron la dialéctica entre el mito y la Ilustración, argumentando que el mito se convierte en Ilustración y viceversa. La actual expansión de la tecnología digital sugiere un paralelismo con este proceso. Podríamos estar presenciando una nueva “dialéctica de la Ilustración” en la era digital, donde los algoritmos parecen adquirir características míticas, pues se les atribuye la capacidad de constituirse en imágenes fundamentales que estructuran un orden imaginario. 

Otro objeto de elaboración crítica de nuestro tiempo son las nuevas formas que ha adquirido la dialéctica entre la masa y el individuo. La tradición liberal había propuesto entender esta relación en términos de la generación de un orden espontáneo a partir de la primacía del individuo. La Escuela de Fráncfort ha representado otra propuesta acerca de estas relaciones, analizando el conflicto entre el deseo de preservar la autonomía y “la marcha hacia el mundo administrado” impuesta por la modernidad. Lo cierto es que esa “marcha” ha llegado en nuestros tiempos a un nuevo estadio de radicalización, que se manifiesta por la aparición de una suerte de subjetividad cibernética que busca ser incorporada al sistema. Síntoma revelador de esta radicalización es que en la jerga de la inteligencia artificial se escuche hablar, ya no de “usuarios” ni mucho menos de “personas”, sino de una nueva entidad híbrida: la “infraestructura humana”.

Por todas estas razones, podemos afirmar que el trabajo crítico propuesto por la Escuela de Fráncfort no ha terminado. Nuestro tiempo se caracteriza por una acumulación de crisis sin precedentes. En los ámbitos del clima y el medio ambiente, la migración y la desigualdad, se manifiestan estas zonas de desequilibrio, unidas por su naturaleza global y sistémica. Las primeras décadas de este siglo podrían convertirse en un parteaguas decisivo en nuestra percepción colectiva: un momento auténticamente crítico, en el sentido kantiano, de nuestro entendimiento de la civilización. Frente a las nuevas circunstancias culturales y crisis sistémicas que revelan nuestra fragilidad colectiva se impone la tarea de repensar el papel del pensamiento. Esto nos obliga a preguntarnos, por ejemplo: ¿cuál es o debería ser el trabajo de la teoría: la crítica o la transformación, la lucidez o la esperanza? El modelo ya centenario de la Escuela de Fráncfort nos inspira a responder: la transformación mediante la crítica, la esperanza mediante la lucidez. 

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