Las acciones humanas, ¿son fruto de aprendizaje a partir de la infancia o una serie de condiciones preestablecidas biológicamente? Este dilema forma parte de una eterna discusión entre humanidades y ciencias exactas. Frente a él quiero colocarme del lado del aprendizaje, sobre todo del lado del lenguaje. El mundo humano es un mundo lingüistizado, cualquier separación que hagamos entre lo simple y lo complejo dependerá de un contexto específico. No hay ninguna razón a priori para separar un árbol de la tierra en la que creció; bien podríamos llamarlo tierra-árbol y sería un objeto diferenciado; es por organización humana que le ponemos etiquetas y nombres a las cosas; de esta forma organizamos nuestra realidad. Un árbol será, en este sentido, simple en el contexto de un bosque, pero complejo si lo que observamos son las ramas o las hojas o el tronco… Así sucede con cualquier objeto. De otra manera todo lo veríamos como átomos (o por la materia de la que están formados los átomos y así al infinito).
Ahora bien, no es lo mismo hablar de objetos que de acciones humanas, acciones perceptibles o actuadas a partir de los sentidos y del movimiento. Aquí, la experiencia de los sentidos, al ser categorizados, se vuelven al mismo tiempo conceptos. La separación, por ejemplo, que hacemos entre el gusto y el olfato es conceptual y no necesaria. A pesar de que hay representaciones físicas, la manera en que damos cuenta de ellas es a partir del lenguaje. En su artículo On Observation (2009), Hanson menciona que incluso el ver, siempre es un ‘ver cómo’. Al recrear un experimento de química, por ejemplo, una reacción exotérmica, una persona que no está familiarizada con los conceptos de la disciplina observará únicamente una simple explosión, el resultado de combinar dos líquidos; mientras tanto un químico verá dos sustancias específicas produciendo una reacción. En este sentido no hay observación objetiva, es el aprendizaje dentro de la disciplina lo que hace que dos científicos vean (más o menos) lo mismo. Podemos decir entonces que cualquier acción percibida por los sentidos, es una acción conceptualizada, y damos cuenta de ella a partir del aprendizaje de conceptos.
A pesar de esto, hay que aceptar que existen reacciones involuntarias, aquellas que llamamos instintivas y que compartimos con el resto o con una parte de los seres vivos, sobre todo con aquellos del reino animal. Todos los seres vivos respiran, muchos animales se espantan, lloran o tienen una conducta parecida al llanto; pueden sentir miedo, adquieren conductas para evitar el dolor, sienten placer. Todas estás son características que compartimos, pero hay una en específico que nos interesa aquí y que parece ser una reacción instintiva única de los seres humanos: la risa. Desde una edad muy temprana, incluso antes de casi cualquier gesto o lenguaje, los bebés ríen, ya sea a partir de un juego de escondidas o por cosquillas. Esta es una primera etapa de la risa, muy parecida a una reacción involuntaria, que con el aprendizaje se va complejizando hasta reírnos con juegos de palabras o ante la caída de alguien. Esto pasa con todas las reacciones involuntarias, las complejizamos y aprendemos conductualmente. Lo hacemos incluso con la respiración. Podemos, en este sentido, calmarnos y meditar haciendo respiraciones atentas y conscientes. Los deportistas aprenden a modular su respiración para tener un mejor rendimiento. Todo ello es conducta aprendida. Lo mismo sucede con el dolor. Todos lo sentimos. Pero el cómo lo sentimos depende del aprendizaje. Aprendemos a decir “me duele”, a llorar o a gritar cuando sentimos algo que hemos nombrado dolor. Pasamos así de un dolor instintivo a una conducta del dolor, a un lenguaje del dolor.
Lo mismo pasa con el humor. La risa es un impulso que tenemos ante algo que nos hace reír, pero aprendemos a reírnos de unas cosas mientras que de otras no. Es por eso que distintas personas y diferentes culturas desarrollan un distinto sentido del humor. Incluso de una generación a otra, la brecha humorística puede ser inmensa. De hecho, podemos utilizar la risa más allá del impulso, como una herramienta social: nos reímos muchas veces para transmitir un mensaje, tomamos el impulso estratégicamente y lo usamos con otras personas para transmitir vergüenza, seguridad, empatía y demás. No obstante, no podemos adjudicar la risa a algo completamente cultural o meramente aprendido (y por lo tanto lingüístico). Existen, como ya dije, reflejos como las cosquillas, recordemos que los bebes se ríen mucho antes de aprender lenguaje de gestos y palabras. Hay un impulso involuntario, que por alguna razón sólo experimentamos los humanos. ¿Por qué sólo nosotros poseemos este impulso? Habrá quien argumente que las hienas también ríen o que otros homínidos sonríen. Pero bien sabemos que esto sucede por razones distintas. Esa “risa” no es el impulso causado por la sorpresa de lo inesperado.
El que la risa sea también un impulso, no significa que sea incontrolable. El hecho de que algo sea instintivo no justifica que podamos reír de todo. Así como no vamos por la vida vinculándonos sexualmente y aprendemos a contextualizar nuestra sexualidad, también el humor se aprende. Es injustificable reír con hechos trágicos o burlarnos de acciones crueles. Tenemos el lenguaje y, por lo tanto, hacemos conducta de los instintos. No caigamos en justificaciones deterministas. Lo que nos hace humanos es nuestra capacidad de reflexionar, incluso sobre nuestras reacciones más elementales.
No sé si esto responde en algo a la disyuntiva que planteé al principio. Pongo sólo sobre la mesa esta característica endémica de los seres humanos, este impulso que anda a caballo entre una reacción involuntaria y biológica y un aprendizaje lingüístico y cultural. Dejamos en manos del lector, y de futuras investigaciones y reflexiones, el papel que juega la risa en la conformación de lo humano.