Jean Améry
Más allá de la culpa y la expiación.
Tentativas de superación de una víctima de la violencia
Valencia: Pre-Textos, 2013.
Trad. de Enrique Ocaña.
Cuando leí por primera vez a Jean Améry, la impresión fue profunda y el choque violento. Para un cristiano como yo, que creció en ambientes biempensantes y presuntamente, obscenamente incluso, ortodoxos, el perdón era una suerte de dogma intocable, un imperativo instaurado por el Padre, la única liberación posible de los males de este mundo. Que un filósofo de la estatura de Améry llamara al perdón una irresponsabilidad, que lo comprendiera como lo propio de un sujeto anulado que, algunas veces, colabora con ese mal que perdona, me parecía un contrasentido: la perorata de quien no se ha liberado de las ataduras del mundo, la queja de quien no ha podido, lamentable y lastimosamente, superar los sufrimientos acaecidos. Recibí su filosofía en unas condiciones espirituales demasiado pobres. El texto de Améry me tuvo en ascuas existenciales muchos días que se han convertido en varios años.
Hoy lo digiero diferente. Vuelvo a Améry y encuentro en él una sabiduría que aparece ahora como la exigencia mínima posible en este mundo roto y pervertido. “Sólo perdona realmente —sentencia Améry de manera lapidaria— quien consiente que su individualidad se disuelva en la sociedad, y quien es capaz de concebirse como función del ámbito colectivo, es decir, como sujeto embotado e indiferente” (p. 152). Aquí el perdón se opone a la individualidad y a la separación del individuo respecto de la masa colectiva. El perdón es comprendido como una anulación, como una difuminación, como la aceptación teórica y práctica de que el ser humano se resuelve en lo general, en el anonimato, en el Estado, en lo grupal, en lo que Sócrates llamaba “los muchos”, en la manada convertida en institución. Frente a ello, Améry proclama la responsabilidad del individuo que tiene un deber en el interior de la historia y con los otros seres humanos. El individuo, en especial la víctima de la atrocidad, está llamado a trascender lo colectivo para tener una voz profética. Paradójicamente, en su caso, eso significaba vivir en el resentimiento, como un signo inequívoco de que aconteció un mal que no puede volver a ocurrir jamás. Su resentimiento es su tesoro, pues, en él, se resguarda un atisbo de lucha contra el pasado y de prevención contra el futuro.
“Lo pasado, pasado: he aquí una sentencia tan verdadera como hostil a la moral y el espíritu. La capacidad de resistencia moral incluye la protesta, la rebelión contra lo real, que es razonable sólo mientras sea moral. El hombre moral exige la suspensión del tiempo; en nuestro caso, responsabilizando al criminal de su crimen” (p. 153).
Para Améry, el resentimiento no es tanto un refugio como una voz obligatoria, un deber moral, una forma de resistencia que funciona como testimonio de que el mal realmente ocurrió y de que no tenemos el derecho de olvidarlo. En este caso, considerado de manera singular, el filósofo austríaco habla de la inmoralidad de un perdón referido a las atrocidades de la Shoah. Él sufrió tortura. Él estuvo preso en un campo de concentración durante la Segunda Guerra Mundial. Su alegato contra el perdón no debe tomarse, pues, como el discurso de quien permanece víctima por gusto o por comodidad cínica, sino como la única forma posible de vivir para quien ha atestiguado y sufrido en su carne el mal y el horror. Esa víctima tiene un papel que cumplir, no necesariamente como ejemplo de misericordia, sino como tábano que exhibe la realidad del mal y de los desfiguros que provoca en los seres humanos.
El resentimiento de Améry, así como el perdón que critica, no se refieren, por tanto, a los pequeños perdones que enseñamos a los niños en las peleas con sus hermanos y que las familias sencillas buscan practicar a diario. El texto de Améry vuela sobre la altura histórica del mal radical y de la posibilidad de un perdón también radical que, precisamente en su dimensión y su hondura podría darse sin cribas, sin juicios, sin filtros, y de manera dogmática traicionar el bien que persigue. Hay veces que el perdón llega demasiado pronto, nos enseña Améry, que la injusticia debe exhibirse así, en su asimetría, en su atrocidad, no sólo para gravar las conciencias de quienes conviven con ella, sino para poder mantener una lucha activa contra ese mal que, si no se somete de manera activa, es capaz de tomar las calles y la vida cotidiana, de sentarse en un café y desgarrar desde ahí la vida de la gente común.
El resentimiento de Améry encuentra un paralelo paradójico en la conciencia culpable de Claude Eatherly, uno de los pilotos que arrojaron y detonaron una bomba atómica sobre Japón. Eatherly, azotado íntimamente por la culpa pero públicamente exculpado, no podía soportar su imagen social de héroe. Él se sabía culpable y en su entraña llevaba la oscuridad de quien ha colaborado, a conciencia, con el asesinato de miles de personas. Hostigado por la voz de su propia conciencia, buscó que lo culparan de lo que fuera, así que comenzó a cometer crímenes absurdos e irrisorios. Ante el aparente absurdo de su conducta, fue declarado enfermo psiquiátrico. Günther Anders comenzó con él un epistolario para decirle que su conciencia culpable no era locura, sino el signo de ser uno de los pocos hombres saludables moralmente en medio del cinismo de la postguerra estadounidense. Su conciencia culpable era un bastión moral.
De una manera análoga, el resentimiento de Améry fue para él un soporte moral que le dio recursos para vivir sus últimos días, haciendo de su existencia penitente en este mundo una causa contra el mal que lo había destruido. Una tesis así no se sostiene sobre una visión del mal como mera ausencia de bien. La experiencia de Améry testifica que el mal tiene poder, que es activo, que hace y que deshace, que tiene un peso ontológico.
La historia de Hans Mayer –su nombre de pila, que cambiaría más tarde a Jean Améry por su rechazo a la cultura germánica culpable de la catástrofe–, es asombrosa y trágica. Según su propio testimonio, sólo tomó conciencia de su “ser judío” hasta el momento de su arresto. De niño no había vivido como tal, y aunque en su familia existía cierta conciencia de sus raíces semíticas, ese rasgo de su identidad le era indiferente a todos en su familia. Sólo hasta que los nazis le llamaron “judío”, lo señalaron con el dedo y lo internaron; sólo hasta que fue promulgada una ley contra él y los suyos por el mero hecho de tener antepasados judíos, tomó conciencia de una nota identitaria que de algún modo había heredado pero que nunca había asumido ni realmente poseído. Fue el sufrimiento que se le infligió por una “identidad”, principalmente decretada por terceros, lo que le reveló ese “ser judío” que él no había constituido para sí como algo propio.
En su breve pero imponente libro Más allá de la culpa y la expiación (que de acuerdo con Enrique Ocaña, traductor y autor de la presentación, mezcla los títulos Más allá del bien y del mal de Nietzche con Crimen y castigo de Dostoievsky) relata el proceso social, psicológico y espiritual que lo transformó en judío y que le proveyó, al mismo tiempo, de la imposibilidad de asumir esa identidad. Es un libro desgarrador y profundo, en el que Améry conjuntó cinco ensayos en los que procesaba psicológica e intelectualmente –en especial para sí mismo, pero también para el mundo– lo que la había pasado y la zona espiritual en la que lo habían dejado los horrores que vivió.
El libro de Améry no sólo es fino filosóficamente hablando, sino que es además la expresión de alguien que ha vivido sufrimientos tan atroces ante los que uno no puede y no debe más que quitarse las sandalias. Sus tesis han pasado por el fuego de la vida. Por ello, el libro no es un panfleto ni un libelo, sino la meditación sosegada de quien no encuentra cómo luchar contra el mal más que desde la voz profética del no-perdón.
Quizá el aspecto más interesante del libro, desde una perspectiva filosófica, esté en la diatriba que arremete contra el principio jurídico y psicológico de que “el tiempo todo lo cura”. Dejar que el mero sucederse de los días y de los años entierre el mal es intolerable por muchas razones, pero principalmente porque es falso. El tiempo no entierra nada ni restaura el bien sustraído. El mal hace un hueco en la historia que permanece para siempre, y por ello debe ser reparado. La justicia activa, aunque imperfecta, debe estar siempre pendiente para todos los sujetos que hayan participado presencial o virtualmente, es decir, toda la humanidad, de injusticias y maldades tan flagrantes y radicales como la Shoah. Así reza el hondísimo deseo de Améry: “desearía que mi resentimiento –personal protesta contra la cicatrización del tiempo como proceso natural y hostil a la moral, mediante la que reivindico una absurda, sí, pero auténtica reversión humana del tiempo– desempeñe una función histórica” (p. 160).
Las tesis filosóficas de Améry son morales y metafísicas. Para él, el desgarramiento que vivieron las víctimas del nazismo no puede ser ni olvidado ni disuelto ni con el paso del tiempo ni con el perdón. Sólo la memoria del resentimiento puede hacer vivir la tensión a la que el sujeto post-catástrofe está sometido. Sólo el resentimiento puede situar al victimario en la tesitura de constante arrepentimiento e integrar ese pasado verdaderamente negro, de manera explícita, en su historia. Su tesis es moral porque proclama el deber de un sentimiento ético frente a las tesis tradicionales sobre el perdón en la solución de conflictos. Su tesis es metafísica porque el mal es real y horada el tiempo y la historia, no de manera contingente sino permanente. Se muestra crítico con Viktor Frankl y su testimonio. Se muestra crítico con la tesis arendtiana sobre la banalidad del mal respecto del caso de Eichmann. La visión de Améry es similar a la de Paul Celan y a la de Primo Levi, y a la de todos aquellos que no han podido superar su condición de víctima más que desde una vida que esté permanentemente marcada por el sufrimiento, haciendo de él una figura apocalíptica, reveladora, manifestadora de un fondo de la realidad que la cotidianidad suele ocultar.
Más allá de la culpa y la expiación contiene, además, un ensayo descriptivo-fenomenológico de alto interés sobre la corporalidad y el dolor: “La tortura”, en el que describe, paso a paso, el modo como sus verdugos lo torturaron cruelmente en Bélgica hasta hacer de su humanidad sólo un cacho de carne doliente. “La tortura”, estimo, debería ser incorporado en todo curso de fenomenología del cuerpo y en todo intento de coleccionar las distintas refutaciones que ha recibido el dualismo cartesiano; Améry comprueba que el ser humano no es un espíritu pensante atrapado en un cuerpo físico extenso, sino una carne que se duele y que sufre, y en cuyo sufrimiento subjetivo comprueba en sí y para sí tanto su talante espiritual como la posibilidad de convertirse en un demonio.
Más allá de la culpa y la expiación es un texto chocante y doloroso, que podría ser profético para toda sociedad, en especial la mexicana, que participa de dinámicas diabólicas de violencia sin freno. La categoría de “diabólico”, hay que decirlo, no es de Améry, sino mía, pues no sólo son preocupantes las posturas que, desde los gobiernos que tienen instrumentos jurídicos a su disposición, buscan el perdón demasiado rápido, sino también las posturas teológicas que hacen de ese acto sobreabundante y digno sólo de un Dios que sea verdaderamente escándalo, un deber también humano. ¿Tenemos, realmente, el derecho y la posibilidad de perdonar? Cuando el mal que ha perforado el mundo y ha generado tantas víctimas, ¿están nuestros pobres instrumentos psicológicos, afectivos o jurídicos, en la posibilidad de borrar el pasado? La reivindicación del resentimiento que se hace en este libro podría ser, pues, un acierto en perspectiva teológica, pues deja lo que podría llamarse verdadera y plenamente “perdón” sólo en manos de Dios y bajo formas que el ser humano no podría imaginarse. Aunque la justicia humana resulta siempre precaria, Améry acepta que ella es todo aquello con lo que contamos para vivir en el mundo y en la historia, especialmente cuando el mal ha querido aniquilar pueblos enteros. La perspectiva de Améry no es teológica, pero por eso tiene la virtud de exigir con fuerza estruendosa que el ser humano haga todo lo que está en sus manos para resistir al mal desde la lucha contra él, y de dejar el perdón y la restitución de la historia al único que podría ser capaz de ello.