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La hendidura

Javier Sicilia
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A raíz del asesinato de su hijo Juan Francisco el 28 de marzo de 2011, a manos del crimen organizado y de la negligencia del Estado, Javier Sicilia escribió su novela autobiográfica El deshabitado (Grijalbo/Proceso, 2016). La novela concluye con su regreso a finales de 2012 a México, al lado de Isolda, su esposa, después de tres meses pasados con su hija y su nieto en la comunidad del Arca de Saint-Antoine-l'Abbaye, fundada por Lanza del Vasto, al sur de Francia. Después de casi una década de silencio decidió escribir una segunda parte, La hendidura, cuyo tema de fondo es el mal. El texto que presentamos a continuación es su primer capítulo. 

El mal

El regreso

Después de tres meses pasados en la comunidad del Arca de Saint-Antoine-l’Abbaye, Javier Sicilia e Isolda Osorio volvieron al infierno.

Abrazaron a Georges Voet y a Mónica Corona en la pequeña estación de trenes de Valence y, después de pernoctar en un pequeño hotel de París, abordaron el avión de Air France que los llevaría hasta allá.

Sicilia estaba triste. La estancia en el Arca no sólo le había permitido vivir el duelo por el asesinato de su hijo y de decenas de miles de seres humanos, en la soledad, el silencio, el trabajo agrario y la vida común, sino también pasar tres meses al lado de su hija y su nieto, que desde el homicidio vivían allí y a quienes no sabía si volvería a ver en mucho tiempo. Eran lo único que le quedaba. Fuera de ellos, del Arca y de Isolda, no sentía ningún amparo. Si algo podía definirlo era la palabra “deshabitación”. De haber estado en sus manos se habrían quedado allí para siempre. Pero era demasiado viejo para aquella vida. Además, les aguardaba un departamento, que Sicilia había comprado con su premio por Tríptico del Desierto y un dinero que don Jaime, el padre de Cocó, su anterior esposa y la madre de sus hijos le debía, y, lo inaplazable: el recién electo presidente de México, Enrique Peña Nieto, entregaría la Ley de Víctimas, por la que tanto habían luchado al lado del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, y él debía dar el discurso de recepción. 

El encuentro no lo perturbaba. Sabía que no serviría de nada. Al igual que para el presidente anterior, las víctimas y el infierno en el que se había convertido el país no significaban nada, tampoco para quien lo había sucedido, un petimetre –pensaba Sicilia– de pelo engomado, banal y corrupto que, como todo político, buscaba legitimidad frente al descrédito del Estado.

Lo que, en cambio, le preocupaba, era no saber cómo se adaptaría a ese departamento que había sido un refugio y un lugar de trabajo hasta antes del asesinato de su hijo. Tampoco cómo se situaría en el infierno para continuar resistiéndolo ni a lo que se enfrentaría cuando se encontrara delante de la larga tabla roja de su escritorio. La muerte de Juanelo y sus amigos, el horror que, a partir de entonces, recogió a lo largo y ancho del país, lo vaciaron de todo, incluso de aquello que había sido su quehacer fundamental, la poesía. 

Sucedió el día después del asesinato, el 29 de marzo de 2011. Isolda y él se hallaban en una calle adyacente al gran malecón de Roxas Boulevard de Manila, fotocopiando unos documentos para obtener la Visa Humanitaria de Estados Unidos que les permitiría volver por la vía más corta, es decir, por la ruta del Pacífico, a despedirse de su hijo. Su amigo, el poeta Tomás Calvillo, embajador entonces de México en Filipinas, la había conseguido de su homólogo estadounidense Harry Thomas y sólo faltaban esos papeles para que se las dieran. Estaba vacío, destrozado. De pronto, mientras Isolda tramitaba las fotocopias, un verso dirigido a su hijo surgió: “El mundo ya no es digno de la palabra”. Sacó la pluma y, en un papel mugroso que traía en la bolsa de su camisa, lo apuntó. Inmediatamente los siguientes versos se encadenaron vertiginosos y allí, a 14211 km de donde el horror sucedió, escribió con ese poema su determinación de no volver a hacerlo nunca más. Había ido a Filipinas a presentar una antología de sus poemas traducidos al tagalo y volvía con el último que se iría al crematorio junto con su hijo. Creía al fin entender la dura sentencia de Theodor Adorno: “Después de Auschwitz escribir poesía es un acto de barbarie.” Sólo cuando se ha experimentado en carne propia el horror, esas palabras adquieren sentido. En un país donde desde hace más de seis años sucedían diariamente desmembramientos, degüellos, torturas, colgados de puentes peatonales, desaparecidos en tambos de ácido o en fosas clandestinas, donde los criminales, lo mismo que el ejército, torturaban; donde el lenguaje político, contaminado de oscuridad y mentira, se había vuelto cómplice del horror y todo se encontraba fuera de la palabra y de cualquier razón, escribir poesía, se decía evocando a Georges Steiner, era arriesgar la sobrevivencia del lenguaje como portador de sentido.

Pero desde que subió al avión se dio cuenta de que aquella renuncia era imposible. La poesía, a la que desde los quince años se había entregado, era, a diferencia de cualquier profesión, algo que no podía abandonarse: una gracia que, al igual que las desgracias, un día te cae encima y no puedes quitártela. Algo que habita al poeta y a la vez está más allá de él en una extraña simbiosis. Toda la tradición de Occidente, desde los profetas hebreos y Platón, hasta Lorca, no habían dejado de repetirlo asociándola con la voz del inabarcable Yavé, de un daimon, ese mediador entre los hombres y los dioses, de las musas, que de las burbujeantes aguas de su madre Mnemosina llevaban a los poetas los recuerdos de los muertos dejados en ellas, o con la Inspiración o el Duende (“El dueño de la casa”). Quien mejor lo expresaba era la paráfrasis de su padre, que también fue poeta, de unos versos de Jeremías que jamás olvidó: 

Me sedujiste y me dejé seducir;

me allanaste y me pudiste. 

Yo era el hazmerreír todo el día;

 todos se burlaban de mí.

Me dije: no hablaré más en tu nombre,

no me acordaré más de ti.

Pero tu palabra era fuego en mi boca.

Quise retenerla y no pude.

Paul Celan y Hermann Broch lo sabían y pese a la sentencia de Adorno y el horror que traían consigo, se pusieron a escribir. Nadie, después de ellos, podría llevar una lengua a los límites a los que Celan y Broch llevaron el alemán degradado por los asesinos durante la Alemania nazi, aunque al final hayan terminado en el silencio. Uno, arrojándose una madrugada en las aguas limosas del Sena; el otro, sumergido en la soledad de las matemáticas que, como el estado contemplativo de los místicos, es otra de las caras del silencio.

Sicilia lo sabía bien y desde que abandonaron el Arca y se acomodaron en los asientos del avión rumbo al infierno, la poesía comenzó a bullir en él como en las aguas de Mnemosina. Pero a diferencia de Jeremías, ella no encontraba la manera de articularse en palabras y debió confesarse con espanto que, contra lo que creyó al escribir el poema a su hijo, su silencio, lejos de haber sido una decisión, era algo más terrible y menos heroico: una imposición del horror, un desequilibrio brutal de todas sus sensaciones, una experiencia atroz del mal. Aun si se empeñara en hacerlo y se aventurara en el español degradado de su país por los estrechos y duros caminos de Celan, no podría escribirla. Sería imposible abrir una hendidura de sentido en el horror como Celan lo hizo cuando poetizó lo imposible, “Fuga de la muerte”, su poema sobre los crematorios de Auschwitz. Si acaso lo intentara empezaría donde los versos de Celan —llevados al extremo de la tensión— se volvieron “los estertores de un agonizante”, un jadeo de sentido en un mundo sin palabras. Pero ni siquiera podía eso. Lo que lo habitaba era tan hondo que sólo podía compararlo con el grito que profirió la madrugada en que Tomás Calvillo le dio la noticia del asesinato de Juanelo: un grito sin sonido como el del relincho del caballo de Guernica, como el de la pintura de Edvard Munch, que hace vibrar el paisaje de dolor, un grito dentro del silencio que venía desde los orígenes de la humanidad y chillaba y chillaba sin sonido alguno. “El mismo, quizá, que profirió Casandra cuando adivinó el vaho de sangre en la casa de Atreo”, el mismo que, pese a su estancia en el Arca, no había dejado de escuchar en cada víctima, incapaz de articularse en un verdadero sonido: un “silencio insoportable” como lo definía Hachiya Michihiko en su Diario de Hiroshima después del estallido de la bomba atómica.

El fondo del problema

Escuchó la respiración lenta y tranquila de Isolda que dormía a su lado y, buscando apartarse de la incertidumbre, se puso a mirar entre las filas de los asientos del avión las cabezas de los pasajeros. El aburrimiento —ese estar atrapado por las cosas sobre las que en otras circunstancias ejercemos nuestro poder— comenzaba a poseerlas. Se mantenían inmóviles mirando el vacío, cuchicheaban entre sí, dormían como Isolda o se inclinaban sobre la pantallita empotrada en el asiento delantero tratando de encontrar algo que les hiciera sentir que escapaban del encierro. Al fondo, en la cocineta, vio a una de las sobrecargos que, a diferencia de los pasajeros, no se aburría porque estaba ocupada en ordenar el carrito con bebidas. Tenía una sonrisa linda. Desde que subieron al avión le atrajo. No era algo nuevo. Recordaba que siempre le habían atraído las mujeres uniformadas: las enfermeras, las doctoras, las monjas, las policías, las militares, las bailarinas, las colegialas... Había algo en el uniforme que lo seducía, como si el atuendo lo invitara a desnudarlas, a buscar detrás del uniforme lo que las hacía únicas, aunque se terminara en la decepción. Era inevitable. Lo seducían, sobre todo, las enfermeras y las doctoras cuando llevan cubrebocas y sólo queda de ellas la mirada. Imaginaba entonces su nariz, sus labios, su barbilla, la forma de sus carrillos y, más allá, debajo de la amplitud de sus uniformes y de sus feos zapatos, sus pechos, sus piernas, la delicadeza de sus pies. Nunca había sabido por qué la ortodoxia musulmana, queriendo preservarlas de la avidez de los hombres, enfundaban a sus mujeres en burkas. Al cubrirlas de pies a cabeza y dejar sólo una rendija a su mirada, incendiaban, al menos en él, los poderes de la imaginación.                             

La sobrecargo, que se afanaba en la cocineta, no tenía cubrebocas y menos una burka, pero aun cuando estaba uniformada y tenía una sonrisa linda no lo incendió como lo hubiera hecho en otro tiempo. Había algo en su deseo que, como en su palabra, se distorsionó. 

La miró fijamente y trató de imaginar lo que siempre imaginaba cuando subía a un avión y miraba a las sobrecargos, pero no encontró nada. No lo hubo cuando Isolda y él abordaron el avión que los trajo a Francia. Tampoco lo hubo cuando por las mañanas, en el Arca, salía con una cuadrilla de lindas muchachas, enfundadas en overoles, botas de trabajo, cachuchas, a trabajar el campo. Ni siquiera en Isolda, que ahora reposaba al lado suyo con su respiración lenta y tranquila, e iba con aquella cuadrilla de jovencitas enfundada en un uniforme parecido y, en lugar de cachucha, llevaba un trapo enredado en el pelo que la hacía más atrayente.

Buscó en Celan un verso que pudiera definir su estado. En alguna parte de esos estertores de agonizante que tanto inquietaban a Primo Levi, en algún sitio de esos versos que rozaban la capa más delgada de la orilla del lenguaje, debía haber algo. Fue inútil. En su lugar —era estúpido— surgió uno del Buki: “El ritmo de la vida me parece mal”. 

Pese a no venir de los infiernos a los que se enfrentó Celan y a los que Isolda y él volvían, sino de la frivolidad y la ambición, el verso del Buki le pareció exacto como la sentencia de Adorno, y mientras la presencia de la sobrecargo se diluía en la pantalla de su conciencia, lo completo: “Si no te hubieras ido sería tan feliz”. Sí, era exacto: hay algo en el mal, se dijo, que deja una huella en quien lo ha padecido. Son golpes que “abren zanjas en el rostro más fiero y en el lomo más duro” y, por lo mismo, alteran en quien los padecen el ritmo natural de la vida hasta, era su caso, el ritmo del deseo, del sonido y el sentido. Recordó que la madrugada en la que Tomás Calvillo le anunció el asesinato de Juanelo, se sintió encerrado en una escafandra. Escuchaba únicamente su propia respiración y miraba el mundo, al que hasta hacía unos segundos pertenecía, como un buzo mira detrás de su visor un universo que no es el suyo. Duró mucho. Después, el encierro se convirtió en una delgada e imperceptible membrana que no le permitía sentir como antes. Podía estar en el mundo, reír, gozar como lo había hecho cada mañana al salir con las muchachas del Arca a trabajar el campo, interactuar con la gente, disfrutar de un libro o de la música, gozar de la alegría de la vida, pero algo había quedado del otro lado, algo que no le permitía gozarla plenamente, como si estuviera y, a la vez, no estuviera en la vida. 

Esa experiencia, se hacía consciente en los momentos en los que parecía sentirse más distendido. Bastaba, como ahora, con mirar a la sobrecargo e imaginar que se gustaban y la desvestía; bastaba con cerrar los ojos, con sentir a Isolda junto a él respirando lenta y tranquila, y experimentar la alegre cotidianidad de la vida, para que inmediatamente apareciera con la misma perentoria brutalidad que experimentó la madrugada del 28 de marzo cuando Tomás Calvillo exclamó en la estancia de la casa de la embajada en Filipinas donde se albergaron: “¡Mataron a Juan!”.

A veces, cuando lo miraban atentamente a los ojos o expresaba sus reflexiones sobre el infierno, creía percibir en quienes lo miraban y escuchaban, una especie de rechazo, a veces de compasión, como si supieran o experimentaran que traía el horror y la muerte consigo. Suponía que aquello que su mirada y sus palabras provocaban estaba también en su rostro y su cuerpo.

Ayer mismo, en la noche, antes de ducharse en el pequeño hotel donde se alojaron en París, se miró largo rato en el espejo del armario y se dio cuenta de que en el lapso de estos casi dos años el dolor había acelerado la escritura que la vida narra en el cuerpo. Hecha de arrugas, manchas, pequeñas ramificaciones en los vasos sanguíneos, pigmentos opacos en la esclerótica y una delgadez famélica, el sufrimiento había grabado en él páginas que deberían haberse escrito en diez años. Era como si el mal lo hubiese hecho no con la lentitud de un cálamo, sino con la velocidad de un programa Word y se hubiera vuelto viejo, muy viejo. Levantó incluso el cuello de su camiseta y olió su cuerpo en busca de ese aroma rancio de los viejos que tanto repugna a los niños y anuncia la muerte. Le dio la impresión de mirar y oler un papiro o un pergamino antiguo escrito con caracteres cuneiformes, que semejan clavos, espinas, roturaciones, o con los del hebreo, que parecen montoncitos ordenados de huesos, escrituras tan sorprendentes como indescifrable para el que no sabe leerlas. Pensó inmediatamente en el “Epílogo” del Réquiem de Anna Ajmátova, ese largo poema que prometió escribir un día de invierno en el que, al lado de cientos de mujeres, hacía fila en la prisión de Leningrado para visitar a su hijo Lev, como en ese momento lo hacían las madres de cientos de desaparecido en las morgues de México en busca del cuerpo de sus hijos y sus hijas, y lo repitió para sí:

Ahora sé cómo se desvanecen los rostros,

cómo bajo los párpados anida el terror,

cómo el dolor traza en las mejillas

rudas páginas cuneiformes,

cómo unos rizos cenicientos y negros

se tornan plateados de repente,

la sonrisa se marchita en los labios dóciles

y en una risa seca tiembla el pavor.

Lo que no podía entender era por qué la gente que no lo había padecido y no se atrevía a mirar de frente el infierno del país, podía pensar —pese a la dimensión del horror y a que una parte del país los acompañó mientras duraron las movilizaciones del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, y los diálogos que convocó con el gobierno de Felipe Calderón y los poderes de entonces— que las víctimas exageraban, que, como Sicilia lo escribió en algunos artículos de la revista Proceso donde colaboraba, era imposible comparar lo que sucedía en México con los Lager nazis, los gulag soviéticos o la inimaginable e inédita desaparición de cuerpos de las bombas arrojadas sobre Hiroshima y Nagasaki.

Si se tomaba en cuenta el número de víctimas y la cantidad de películas y libros que se han filmado y escrito sobre esos momentos que anunciaban las barbaries modernas, y que compactan el sufrimiento —en ellos no aparece nada que no esté vinculado con la tragedia—, esa gente tenía razón. No podemos escapar al límite de nuestras percepciones. Pero, lo que el mal produce no es asunto de números, tampoco de intensidad. Mirarlo así es la mejor forma de no entender nada. En un ser destruido, la insoportable inmensidad del mal se devela. También el pueblo alemán relativizó el horror, se negó por mucho tiempo a aceptar la existencia de los campos de la muerte y en medio de la guerra salía realizar sus tareas como se hacía en medio del horror en México. Lo mismo hicieron los estadounidenses que sepultaron los cuerpos de Hiroshima y Nagasaki bajo la propaganda de los vencedores y el pueblo ruso cuando Camus, Gide, Strati; luego Soljenitzin, Shalamov y tantos otros develaron las atrocidades del estalinismo. Al igual que en México, se volvía el rostro hacia otra parte y los oídos a otros asuntos. Cuando ya no pudieron evadirlo, cuando debieron enfrentarse a los relatos de las víctimas o de quienes les dieron voz, fue tarde.

Lo que sucedía en México era igual de grave. Pero de otro cuño, de una vulgaridad no ideológica, sino hasta hace algunas décadas inédita: la del crimen organizado que se había ido apoderando del poder político y destruía y mataba porque sí, porque quería y podía, porque no había un gramo de estado de derecho en México que pudiera, si no impedirlo, al menos limitarlo.

Recordó que su amigo Jean Robert, que miraba siempre lo que la mayoría de la gente se niega a ver y sabía pensar siempre lo impensable, decía que la globalización había abierto en el tejido social brechas que permitieron a las redes y organizaciones criminales transitar con absoluta impunidad, al grado de que el Estado, como garante de la legalidad y de la legitimidad de la vida política, estaba desapareciendo. México había pasado, sin darse cuenta, de un Estado benefactor y una democracia dirigida a la consolidación y legitimación de estructuras criminales enmascaradas de luchas partidistas que, como lo hicieron el nazismo, el sovietismo, las juntas militares, generaban un control mediante un terror que ya ni siquiera provenía directamente del Estado.

Pero no era esto, lo que en ese momento le importaba, sino lo que lo hacía posible y que no había dejado de trabajar en su interior durante la estancia en el Arca: el mal, su huella en la historia y en las víctimas, su cicatriz que no sólo le impedía articular una palabra de sentido, sino que había alterado de tal manera el ritmo de la vida que ya no le permitía sentir su carne incendiándose al imaginar que desnudaba a la sobrecargo que se había puesto a caminar por el pasillo del avión detrás de su sonrisa y su carrito.

La sobrecargo llegó a la fila donde Isolda y él se encontraban. Sicilia pido agua para ella, que aún dormía y que, sabía, abomina los refrescos, y una Coca-Cola para él. Cuando la azafata le tendió los vasos, puedo ver su sonrisa de cerca. No se equivocó, era verdaderamente linda. Pensó que a Juanelo le habría gustado. Pero esa delgada e imperceptible membrana que lo separaba de ella y del mundo, que no le permitía sentir en su carne lo que su uniforme y su sonrisa provocaban en su imaginación, lejos de llevarlo con ella y apartarlo de sus reflexiones lo llenaron de otros tantos pensamientos que se retorcían como llamas y le recordaron a Mariana que tenía una sonrisa tan linda como la de ella y casi su edad. 

La conoció en el Centro de Readaptación Social de Querétaro. Había ido allí, mucho antes de que el infierno se desatara, invitado por el que entonces era su director, Juan José Pedraza, un antiguo militar, campeón de Pentatlón y profundo católico que creía en la readaptación y no en lo que realmente son esos centros: zonas de punición y venganza. Pedraza hacía para ello cosas sorprendentes, que permitían a quienes lograban mirar en medio de sus sombras de dónde viene la luz, volver al mundo de los vivos. Entre ellas estaba la representación, por parte de los presos, de musicales. Los dirigía Sergio Rod, un muchacho reclutado por Pedraza en los ámbitos teatrales. Esa vez, después de haber puesto sucesivamente en escena El hombre de La Mancha, la adaptación de Dale Wasserman del Quijote de Cervantes, y la que Cluade-Michel Schönberg y Alain Baubili hicieron de Los miserables de Víctor Hugo, decidieron, a instancias de un amigo mutuo, Eduardo Garza, incursionar en una nueva aventura: escribir ellos mismos el libreto y la música de una novela de Sicilia, El reflejo de lo oscuro, la historia de Jacques Fesch, un hijo de banqueros, un yuppie de 24 años que en el París de los años 50 asesinó a un policía y que, después de una conversión, guiada por su abogado Paul Baudet y narrada en la pequeña biografía que dejó para su hija Veronique, que más tarde se publicó bajo el título de En cinco horas veré a Jesús, fue ejecutado en la guillotina. 

Aquella aventura con su libro buscaba algo nuevo en los presos: una catarsis actoral. Los papeles principales fueron representados por quienes habían cometido crímenes semejantes a los de los personajes de la novela.

Recordó que el día del estreno no se sentía bien. Recientemente, después de 20 años de matrimonio, se había separado de Cocó y el vacío que traía a causa de ello recrudeció en él la sensación de excavamiento que le habían dejado la sorpresiva muerte de su hermano Óscar y de dos de sus hijas, Paola y Ana, acaecida 10 años atrás en un absurdo accidente carretero, y la dura y reciente muerte de su hermana Rocío, devorada por la cirrosis. En ese estado de vacío, de deposesión, una antesala de la experiencia que ahora vivía, llegó al Centro de Readaptación al lado de su madre, Juanelo y Santiago, el hijo de su hermano, el único sobreviviente, junto con su madre, Verónica, de aquella tragedia. En ese estado, que había vaciado también en él al autor y al crítico, pudo ver la puesta en escena en lo que ella era. Le conmovieron las canciones llenas de sentimentalismo, los coros, el burdo impresionismo escenográfico de las calles y edificios de París. Pero sobre todo la forma en que los actores, en una profunda catarsis, purificaban las pasiones que los habían llevado al crimen. Al terminar, subió al estrado. Mariana se abrazó a él como una niña que había terminado su tarea. Lo miró a los ojos buscando su aprobación y sonrió. No era la sonrisa de la sobrecargo, cuyo uniforme había invitado inútilmente a su imaginación a hacerle sentir el deseo de desnudarla, sino una sonrisa de infancia, de pura alegría, una sonrisa que duró un instante, como un instante duró la de la sobrecargo que ahora se había perdido a sus espaldas y sonreía a otros pasajeros. Mariana había representado a Pauline Dubuisson, la mujer que, después de asesinar a su exnovio, intentó suicidarse con gas y cuyo drama inspiró la película de Henri-Georges Clouzot, La Verité. Esa muchacha, que se abrazaba a él como una colegiala a su padre y le sonreía, no había asesinado a su antiguo novio ni había intentado suicidarse, mató y descuartizó, junto con otros jóvenes, a su mejor amiga, dejando una huella de horror sobre el cuerpo de su amiga, de sus padres, de sus hermanos, de la sociedad, una llaga como la que cada víctima lleva consigo. Pensó que si Pedraza, a través de sus métodos, logró devolverla por completo a la vida, Mariana también llevaría esa llaga consigo misma, seguirá viviendo en algún lado de su sonrisa de niña, en la alegría pura, en el límite de su ser, en esa hendidura donde todavía en su recuerdo, Sicilia miraba, por un instante, el cielo. La llevará hasta su muerte, como las víctimas la llevan consigo, como Pauline Dubuisson la llevó también hasta que en Marruecos terminó por empacarse una sobredosis de barbitúricos.

Mirando por la ventanilla del avión, tras la cual los cúmulos de nube se desplazaban lentas e indiferentes a todo aquello que lo atormentaba, pensó que los crímenes cometidos por Pauline y Mariana; el de Fesch al asesinar a un policía, el del Estado al enviarlo a la guillotina, los que de maneras sobrecogedoras se realizaban en México y de formas más demenciales, se llevaron a cabo en la Alemania nazi, en la Rusia de Stalin, en la Hiroshima de Truman, en la Camboya de Pol Pot; en la Argentina de Videla o en el Chile de Pinochet, en Ruanda…; lo que las víctimas, sean de donde sean, llevan consigo, es el mal. ¿Tenía explicación? Cuando escribió El reflejo de lo oscuro, lo dudaba. Pero desde que terminó por penetrarlo la madrugada del 28 de marzo de 2011 en Filipinas, no había ya ninguna que pudiera satisfacerlo. Las de los grandes mitos, las de la teología, la filosofía, incluso las del reduccionismo sociológico o psicológico, con todo y sus profundidades, le parecían penetrantes descripciones de un mismo galimatías. De la Biblia a Las benévolas de Jonathan Littel, pasando por los mitos griegos, el Infierno de Dante, los laberínticos recintos de Sade, las descripciones de los sobrevivientes de las grandes tragedias, la sintaxis del mal era la misma, tan oscura y repetitiva como aterradora. Pensó que Jorge Semprúm, a quien Buchenwald marcó por el resto de su existencia, tenía razón al decir que toda aquella espeluznante sintaxis era sólo el ropaje del mal, su adorno, su apariencia, no su sustancia. Intentar explicarlo, dar cuenta de ese das radikal Bösse, era prácticamente imposible. Aún las alegorías y metáforas más penetrantes como las de Kafka, Melville o Celan, apenas alcanzaban a rosar sus orillas. ¿O cómo explicar, volvió a preguntarse apretando la mano de Isolda como un niño en busca de seguridad, que pese a haber pasado 200 mil años, el prehomínido que esgrime un fémur como arma de destrucción en 2001. Odisea del espacio de Kubrick o Caín asesinando a su hermano con una quijada de asno, sean semejantes al sicario que destaza a su víctima con una sierra eléctrica en Scarface de Brian De Palma y a quienes desde hace veinte años lo hacen en México? ¿Cómo explicar que lo único que los diferencia es la sofisticación tecnológica y, en ciertos casos, como en el nazismo o en la bomba de Hiroshima, su eficiencia tecnológica e industrial? ¿Cómo explicar que esos crímenes sucedan después de dos mil años de Evangelio, de más de 200 de la formulación de los Derechos del Hombre y de cerca de 100 de la de los Derechos Humanos? ¿Cómo explicar los actos de Dubuisson y Mariana? ¿Cómo, desde su fe en el Evangelio, darle sentido al horrible asesinato de su hijo, de sus amigos y de centenares de miles de víctimas en el infierno al que volvía? ¿Cómo relatar la experiencia de las víctimas, ese mirar y sentir el mundo y la vida desde una delgada tela que las separaba de la vida? Era imposible. A diferencia de aquellos que no habían padecido el mal de manera directa y podían convivir con él sin que afectara sus vidas, ellas no lo experimentaban como un accidente o una enfermedad de la que sobrevivieron. Tampoco como algo que le sucede o les sucedió a otros y sólo, gracias a la connaturalidad, aterra, indigna y conmueve por momentos. Las víctimas, contra la común opinión, no eran sobrevivientes de acontecimientos terribles de los que escaparon “porque no les tocaba” o porque “esas cosas les suceden a otros”. Eran, como decía Semprún, revenants

La palabra no tenía equivalente preciso en español. Lo había buscado inútilmente, mientras en el Arca leía por las noches L’écriture ou la vie, pero sabía por su propia experiencia, que definía a alguien que volvía de la muerte y la traía consigo; alguien que vivió en su propia carne o en la de un ser amado el horror y llevaba consigo las huellas del mal como si lo hubieran grabado con un hierro al rojo vivo y regresara transfigurado para siempre de un largo e inesperado viaje. Todo eso no podía comunicarse en tanto experiencia. Tal vez si pudiera hacerse, el mal podría acotarse. Pero los intentos que se habían hecho por explicar la irrupción de lo absurdo en el corazón de la historia humana, ese drama de la carencia de ser que se repite y se logra como desastre y tragedia, esa voluntad de dañar, no sólo habían sido tan absurdos como querer discutir la pertinencia de un campo de exterminio, tan absurdos y terribles como las aberraciones teológicas que habían explicado el asesinato de Cristo como una necesidad, algo inevitable en la economía de la salvación, una voluntad de Dios o, como lo decía el marxismo, al hablar de las grandes masacres, como una necesidad de la Historia en la construcción de un mundo de justicia. Era también, y por lo mismo, darle un lugar al mal que no le correspondía entre los seres humanos. Intentar explicar el mal era, de alguna forma, darle un sentido a lo que carece de él. Al mal no había que explicarlo, a riesgo de justificarlo. Había que decirle “no”. Pero, él mismo no encontraba en los crujidos que se movían en su interior una forma de construir un sentido que expresara ese “no”. Estaba delante de una aporía. A esos grados el mal lo había calado. 

Por un instante tuvo la tentación de quitarse el cinturón de seguridad y echarse a correr por el pasillo del avión como un niño asustado. Apretó de nuevo la mano de Isolda que reposaba sobre su muslo como un animalito muerto. Cerró los ojos y, como lo había aprendido durante los años en que practicó yoga y meditación zen, reguló su respiración. Una imagen surgió de sus tinieblas, una especie de koan que, a la manera de una visión tuvo antes de abandonar el Arca: después de que se despidieron de su hija y su nieto, cuando Isolda, George y Mónica ya habían salido de la habitación para ir al auto en el que los llevarían a la estación de trenes de Valence, Sicilia se quedó un momento solo. Caminó hasta la ventana de la habitación y miró por última vez la espalda de la catedral de Saint-Antoine y el claustro de la abadía que albergaba a la comunidad del Arca. De pronto surgió. No una visión como las que se tienen bajo el efecto de una droga o como las que solemos ver en el cine, en las fotografías o en la televisión, sino una visión sin imágenes, una visión que, apenas si duró unos segundos. Era Cristo. Avanzaba trastabillante bajo el sol de mediodía, escarnecido, aferrado a la cruz y a su conciencia. No tenía ninguna esperanza. Dios, como lo gritaría después bajo el peso de la soledad, del sopor del día y de los clavos, parecía haberlo abandonado. Avanzaba, sin embargo, más allá de la cruz, aferrado a algo que ya no sabía qué era, que carecía de cualquier sustento en la realidad. El mal, contra el que su experiencia y su doctrina del amor se habían sublevado, había caído, como suele suceder el mal, sobre él de manera sorprendente, absurda, injustificable y atroz. Pero él continuaba avanzando como si supiera que aquello que lo aplastaba y constituía su fracaso, consumara, al mismo tiempo, su victoria. Aferrado a la cruz, pero sin dejar de amar, él era superior a su destino, era en la impotencia de su “no” más fuerte que el mal.

Era, en realidad, lo único que traía consigo para orientarse en el infierno al que vertiginosamente volvían: una especie de brújula que había quedado enterrada en los escombros de su vida y no sabía si todavía funcionaba.  

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