El mal en el mundo, en el ser humano, no puede ser un tema más enorme para un ensayo o prosa expositiva como se dijera en viejo castellano. Sólo la literatura, el cine o el arte en general parecieran, por momentos, dar con representaciones acertadas del mal cuya señal indeleble y típica es la estela de dolor y daño irreparable que deja tras de sí. El arte, pero también la religión, son maneras de abordar algo que los matemáticos llaman procesos no computables, imposibles de traducir o articular en un algoritmo sin perder información decisiva, desafiando así al razonamiento que demanda estructura y argumentación. El pensamiento sistemático nació para plantear problemas, obtener conocimiento de lo que así se puede iluminar, pero no para lidiar con la elusiva a la vez que omnipresente sombra de nuestra especie. En la medida que el arte y la religión muestran, mas no demuestran, guardaran siempre una ventaja sobre todo razonar de ambición apodíctica. Asumiendo sus limitaciones, en el presente ensayo, después de hacer un recorrido de distintos planteamientos sobre la naturaleza del mal, sean teológicos o contemporáneos, Rodrigo Noir, economista y ensayista, propone que la perspectiva metafísica de la condición humana es equiparable al impacto del lenguaje en la evolución de la especie y que nos es imposible renunciar a ella al adoptar una perspectiva ética.
El silencio de Dios
Ha habido un Auschwitz, no puede haber un Dios, diría Primo Levi, resumiendo en una sola frase, desde su experiencia del Shoah, el reto milenario de toda teodicea, que es conciliar la realidad del mal con la del Dios judeocristiano y sus supuestas cualidades hiperbólicas (omnisciencia, omnipotencia, bondad infinita y cualquier otro atributo desmesurado). La teología cristiana tiene la ventaja sobre el pensamiento contemporáneo de captar al mal en el centro de la condición humana y no como una mera fase superable, sea con base en conocimiento y educación socializadas, sea mediante un replanteamiento de las relaciones sociales o una combinación de ambas cosas. Sin embargo, teniendo esa ventaja, la teología padece del mismo vicio que tanto han cultivado las disciplinas sociales y humanidades al adoptar una agenda preestablecida para desde ahí develar las verdades profundas que nos atañen. Es así como el entendimiento se sacrifica en nombre de la potencia del discurso. En el caso de la teología, la agenda dicta que hay que establecer la inocencia de Dios frente a la realidad del mal, evitar a toda costa que se convierta en un flanco de ataque a la noción de su existencia. El pensamiento posmoderno hoy en boga por su parte reduce al mal a una mera realidad cultural-sociológica y no mucho más que eso, con el implícito (antes explícito cuando el marxismo era hegemónico en ciertos ámbitos) de que se puede vencer de manera definitiva.
Con todo, en san Agustín hay dos planos discursivos que no dejan de ser fascinantes a su manera. Por una parte, exime a Dios de haber incluido al mal en la creación del mundo aduciendo que, el mal, es un déficit del ser humano respecto a lo que debiera ser conforme a la creación divina. Así el mal es un vacío, un hueco del ser, más que un contenido. Por tanto, no pudo ser creado propiamente como otro ser u objeto del mundo o del universo. Es una respuesta ingeniosa. El mal es la nada que habita en la raza humana a partir de su caída de su condición edénica y que, desde entonces, no deja de cautivarle tanto como atormentarle. Por otra parte, san Agustín descarta toda ilusión respecto a la raza humana a partir del momento irreversible de su caída. Bajo esa condición nuestra única salvación es conectar con la chispa divina aún parpadeante que nos habita como criaturas de Dios. A partir de estos elementos es como el obispo de Hipona construye su doctrina de la Gracia (Vardy, 2003).
En san Agustín, teórico de la derrota humana, conecta con mayor fuerza que nadie un pesimismo radical sobre nuestra condición con una salvación que no puede provenir de nosotros. Mínima ilusión y máxima ilusión en uno. La redención es menos la promesa paulina de un evento cósmico (la Parusía) y más el resultado de la rendición de los afanes humanos ante lo divino para que cada individuo pueda experimentarlo en su ser. La diferencia con la posición de Pelagio, su rival teológico, es que la Gracia no sigue nuestras reglas; no importa cuánto nos esforcemos o nos superemos, nada garantiza que por nuestros esfuerzos y sólo en virtud de ellos seamos redimidos. En algún punto habremos de renunciar a nuestra soberanía para ser salvados. Tenemos que rogarlo, tenemos que pedirlo, tenemos que aceptar que no damos para más y, aun así, quién sabe. De ahí derivaron en siglos posteriores las doctrinas extremas ya sea de la auto mortificación o también de la predestinación. Por su parte Pelagio no creía en esa desgarradura o quiebre de lo humano para que, desde sus grietas, se abra paso la luz divina; más bien creía que las obras y la disciplina generan su propio merecimiento y que Dios era el primero en aceptar esas reglas del juego.
San Agustín insistía en la inocencia de Dios; Pelagio en la de los hombres. Estos pueden levantarse, tomar su vida en sus manos, borrar su mácula (la que para Agustín siempre está ahí, no importa lo que se haga o deje de hacer) y vivir bajo las reglas del creador como se debe. La idea de la inocencia humana recuperada es algo que retomará en su momento la Ilustración, haciéndola una idea central de la agenda moderna: veamos qué es lo que corrompe a los hombres, qué los hace ciegos e ignorantes; que les frena a tomar el destino en sus manos como dicta la ley natural, ella misma divinizada. El hombre es un Prometeo que nació para no rendirse, así que su realidad y destino no pueden ser más que humanos, es la conclusión radical a la que se llegará más tarde y que encuentra su encarnación más acabada en el marxismo. El optimismo pelagiano habla ahora desde la filosofía de la historia.
Pero frente a las disputas teológicas de ayer y de hoy quedan dos preguntas enfrentadas ¿El silencio de Dios es inmoral? ¿Auschwitz es la consecuencia de la muerte de Dios? Sabemos que Dostoyevski había planteado la primera pregunta en el famoso diálogo entre Iván y Alyosha en Los Hermanos Karamazov. Ante ciertos actos (pensemos ya no en los casos de sufrimiento infantil mencionados en el famoso diálogo, sino en la matanza de niños hasta quedar desfigurados a balazos en Uvalde, Texas) el silencio de Dios es sencillamente inadmisible. Una divinidad así queda comprometida de dos maneras: si existe no merece ser adorada, pero también un Dios pasivo y silente pone a los humanos frente a un mundo que resulta indistinguible de otro sin él, pues ambos mundos serían idénticos. La navaja de Ockham termina rasurando un absoluto vuelto superfluo por no aportar nada ni hacer diferencia en lo que se atestigua antes y después de los sucesos.
En cuanto a la segunda pregunta sobre si la expulsión de Dios de la vida humana conduce al crimen y al asesinato, planteamiento del que estaba perfectamente consciente Nietzsche y que a su vez aborda Dostoyevski en Crimen y Castigo, pero, sobre todo, en Demonios hay una respuesta simple: creer en un ser absoluto en modo alguno elimina el deseo de asesinar en masa. Las cruzadas, La Guerras de Treinta años —contraejemplo que será el punto de partida del liberalismo secular—, o el terrorismo islámico moderno, dejan bien en claro que aniquilar en nombre de Dios deja muchas conciencias tan motivadas como satisfechas de sí. En todo caso resulta válido plantear si lo que trató de señalar Nietzsche —que todo sistema moral acusa una correlación de fuerzas quedando codificado en los términos de quien detenta el poder—, más que describir algo dado, se terminó volviendo un asunto programático que se expresa plenamente en el bolchevismo y en el nazismo del siglo XX.
¿Sin un Dios todo se sostiene con alfileres?
Esto lleva a otro grupo de preguntas: ¿Por qué el nihilismo no se queda simplemente en el júbilo de la liberación del sometimiento a fantasmas? ¿Por qué desemboca en furia y ruido? ¿De dónde proviene esa rabia aniquiladora que terminó haciendo de la danza jubilosa de Zaratustra un baile de la muerte? ¿Puede haber un punto de Arquímedes de una ética o sistema axiológico sin un Dios? ¿Todos los valores quedan sujetos a una suerte de azaroso movimiento browniano sin nada que les fije en el universo humano más que la fuerza? ¿Es la brutalidad, la lucha y el sometimiento la posición por default de la humanidad?
Como contrapunto a ese lenguaje de correlación de fuerzas y distribución desigual del poder que fusionó a Nietzsche con la teoría crítica cultural marxista —y que hoy se llama pensamiento posmoderno— ha venido tomando forma otro enfoque multidisciplinario (Boyer, 2018) cuyo eje es la psicología evolutiva: un enfoque para el que la conducta y los valores mismos están sujetos también a procesos de selección natural en un proceso que cabría llamar biocultural (Donald, 2001). El kit de conductas o repertorio de ellas que poseemos es el que ayudó en su momento a sobrevivir, lo que no implica que todas sus herramientas sean las requeridas para lidiar con el mundo contemporáneo: asincronía o problema de una especie que no sólo se adapta, sino que altera el mundo mismo y con ello sus condiciones iniciales de adaptación.
La masificación y los procesos de anomia característicos de sociedades complejas pueden propiciar conductas depredadoras, suma-cero, (la ganancia de una de las partes es la pérdida de la otra) porque a diferencia de las comunidades no masificadas, se multiplican las probabilidades de interacciones de una sola vez entre individuos que procuran obtener el máximo provecho de un solo contacto (la delincuencia común a eso apuesta la mayoría de las veces): pero la teoría de juegos también muestra cómo se logran ciertos equilibrios en interacciones iteradas (el contacto recurrente que por ejemplo da lugar al comercio funcional) en donde la buena voluntad tiene sentido como posición inicial o por default. La represalia al que abusa o free raider —nada parecido a presentar la otra mejilla— si bien es un recurso, lo es en la medida en que queda acotada (estrategia TIT FOR TAT) de modo que no rompa el tramado de la interacción. Las formas de interacción mejor calibradas son las que han sobrevivido y el comportamiento humano se ha sintonizado con ellas (Dawkins, 1976). A diferencia del enfoque marxista o del posmoderno, el conflicto no es un absoluto principio para descifrarlo todo; aquí más bien de lo que se trata es de entender la dialéctica del conflicto y la cooperación y cómo ha quedado inscrita en la memoria profunda de la especie (inconsciente colectivo, diría Jung).
El kit de sobrevivencia comprende distintos módulos de acción y respuesta por así llamarlos, incluyendo, desde luego, el de lucha y agresión, pero en modo alguno se limita a él. Con todo, no hay que pasar por alto cómo la agresión genera los mecanismos de representación simbólica nosotros-ellos que maximiza la distinción para hacer lo más eficiente posible la cohesión de un colectivo que se prepara para el conflicto, eficiencia que puede ser llevada hasta extremos aniquiladores. Módulo conductual, entre otros, para nada el único, pues los hay también muy distintos para enfrentar otro tipo de situaciones que reclaman otra lógica, así como otras formas de representación de actores y entorno. La visión del fenómeno humano que de aquí se desprende renuncia explícitamente a verlo como algo coherente en términos conductuales: no hay un principio unificador y por lo mismo no puede haber una teoría omnicomprensiva que dé cuenta de dicho fenómeno, como tampoco un ordenamiento social capaz de armonizar todo el repertorio posible de reacciones y estrategias con las que tanto individuos como colectivos humanos negocian sus condiciones de vida. Estamos condenados hasta cierto punto a responder con viejas soluciones a nuevos problemas y complejidades. Los seres humanos no sólo viven en el presente sino en varios tiempos simultáneos, incluyendo los hipotéticos y contrafactuales (Suddendorf, 2013). Ser humano es llevar una existencia individual y social en varios planos espaciotemporales en los que es fácil confundirse y extraviarse.
Hay pues dos críticas contundentes a la aproximación meramente marxista-posmoderna de la condición humana; I) el conflicto no lo es todo, pues no se puede sobrevivir ni dar lugar a estructuras sociales aproximadamente estables a nivel micro, meso o macro únicamente a partir de relaciones suma-cero. Las asimetrías en la distribución de poder muchas veces son el resultado no buscado de ciertas soluciones locales en el sentido de serlo a problemas específicos, lejos de ser un punto de partida sistémico. El insistir que todo es poder y conflicto es como adoptar una mentalidad de martillo para la cual todos los problemas son clavos. II) La cultura no se puede desligar del pasado biológico de la especie ni del género Homo (Pinker, 2002). Culturas y sociedades también están ligadas a las leyes de la selección natural; la cisura entre lo no humano y lo humano no es definitiva.
En la vieja disputa que en el orbe angloparlante se le conoce como Nature vs. Nurture, el posicionamiento de la psicología evolutiva es que no hay tal contraposición porque lo segundo es un caso particular de lo primero; la cultura es la dimensión humana añadida a la historia de la evolución, pero que no la trasciende. Si la especie humana está dotada de una suerte de intuición moral, la posee de una manera análoga al instinto del lenguaje del que habla la gramática generativa (Chomsky); un repertorio de conductas prosociales más desarrolladas en unos individuos que en otros, pero en general inscrito en el equipaje intuitivo de la especie a la que prepara para emitir y recibir señales en ese sentido.
Los sistemas axiológicos más firmemente anclados en la psique son aquellos que sirven a la sobrevivencia de la especie, sería la respuesta final. No hay una meta valoración aquí para determinar si sobrevivir y multiplicarse es algo ético o no: sobrevivir no es una condición moral en sí misma. Como bien lo señaló Kant en su momento, la ética no es un hecho o un conjunto de hechos del mundo.
El misterio de la libertad
Sin embargo, hay una dimensión que la condición humana añade a la realidad en la que estos enfoques no parecen poner suficiente atención: un lenguaje con propiedades recursivas, que puede volverse sobre sí mismo o reflexiona, creando simbolizaciones de segundo piso por así decirlo. Karl Popper (1977) apuntaba que los animales superiores están dotados de conciencia más no de un yo. Esto último es una estructura simbólica que sólo puede emerger de un lenguaje con ciertas propiedades. Lo más enigmático del yo es que siempre establece una distancia con el mundo, sea para bien (como cuando se desprenden a su vez nociones como libertad de decidir y responsabilidad) o para mal (cuando considera que todo con lo que interactúa son objetos o medios a su servicio). Esa distancia respecto al mundo es un arma de doble filo ¿cómo no recordar el vértigo de ese par sin ataduras recorriendo por carretera las enormes planicies de Kansas para hacer lo que se les plazca, incluyendo asesinar a una familia sólo porque sí, tal como lo narra Truman Capote en A Sangre Fría?
Cuando Ortega y Gasset en 1914 formula su famoso apotegma yo soy yo y mi circunstancia, sintetiza siglos y siglos de metafísica occidental. El drama de ser un yo, un individuo que encuentra su expresión radical en la filosofía (de algún modo la filosofía siempre es radical, porque otorga contundencia a los supuestos metafísicos de otro modo implícitos o inarticulados de su época). Sólo en la tradición occidental tuvieron lugar formulaciones hiper estilizadas de ese drama en donde es dable dudar de todo menos del yo consciente o los existencialismos, en donde el yo experimenta la libertad como un abismo al que debe conferirle un sentido que no obtendrá de nada ni nadie más.
Elegir tu camino, elegir quién eres, son ya clichés motivacionales contemporáneos. Pero nos equivocamos radicalmente si damos esa actitud por hecho. En su extraordinario Inventing the Individual, Larry Siedentop (Siedentop. 2017) contrasta la religiosidad meramente civil de la polis de la antigüedad clásica con lo que vino a significar el cristianismo. En aquélla el orden social y el orden natural era cada uno el reflejo del otro. Una desigualdad natural y social ilustrada por la gran cadena del ser en donde la capacidad de razonar y deliberar son atributos que aparecen en el tramo más elevado pero que, de ningún modo, se supone lo sean de quienes estén posicionados en los eslabones inferiores. El objeto de rituales y sacrificios era celebrar y preservar ese orden social-natural, esto es, el lugar que cada componente de la polis guardaba para no romper con esa armonía, correlato de la atribuida al cosmos.
Pero cuando san Pablo irrumpe de manera totalmente inesperada en la historia aparece por primera vez el tema de que cualquier individuo, no importando su posición social, sean patricios, plebeyos o esclavos, debe tomar una decisión definitiva: transformarse a sí mismo a partir del hecho de elegir el llamado salvífico de Cristo. Esta idea de una autotransformación a partir de una elección plenamente consciente y libre es completamente inédita en Occidente. Estamos ante un doble universalismo tanto horizontal —pues el llamado borra las barreras de etnias y naciones— como vertical, al hacer otro tanto con las barreras sociales. Dicho de otra forma, la revolución paulina consiste en señalar que ni nación ni posición social agotan la realidad de la persona. Esto tendrá consecuencias enormes e inesperadas. El cristianismo de los primeros siglos no se propuso desafiar el orden ni la pax romana (con la que de hecho trataba de conciliarse dado el creciente rechazo del judaísmo que le empujaba en esa dirección) pero inevitablemente terminó siendo disruptivo. Un ejemplo de ello es la negativa de los cristianos a participar en los rituales cívico religiosos romanos, lo que resultaba, muy a su pesar, un desafío frontal al orden existente al mismo tiempo que comienza a experimentar el primer síntoma de la aventura de la libertad al plantarse con un No. Lo que diga el entorno social no es la última palabra y la presión social hay que resistirla. Es así como Roma terminó acusando a los cristianos de ateísmo por negarse a participar de los ritos y sacrificios a los dioses de la polis.
Poder dar un paso atrás para apartarse de lo socialmente sancionado, el afirmar que uno es algo más que su circunstancia, estableció las bases de una nueva ética. Cabría preguntarse si esa profundidad del yo al ser capaz de ver desde fuera su contexto, no sería al mismo tiempo la afirmación de una teoría objetiva de la ética, con o sin Dios, pues el juicio moral ya no puede ser una mera convención de las sociedades y de las épocas. Ha nacido así el drama de la conciencia individual. Cuando Hannah Arendt (2006) hablaba de la “banalidad del mal” justamente a lo que aludía es que éste puede ser infligido gozando de una aprobación social, lo que permite al individuo negociar su día a día en un estado de conciencia adormecida, siendo por lo demás un ciudadano perfectamente convencional. Los grandes genocidios del siglo XX, desde el armenio hasta el de Ruanda, pasando por el Gulag y el Holocausto, necesariamente requirieron del concurso de individuos normales para llevarse a cabo.
El gran descubrimiento paulino fue comprender la diferencia entre comportamiento ético de la observancia de la ley, las costumbres o la aprobación social. No está demás señalar que no tenemos que pensar únicamente en situaciones históricas extremas: tan sólo en el disfrute de una corrida de toros que pasa por el terror y sufrimiento del caballo de pica —y desde luego por el sufrimiento y muerte del toro— hay una práctica social maligna (divertirse o recrearse en ello) perfectamente validada por el ethos del entorno taurino del que participan personas que de otro modo pueden ser agradable y civilizadas.
En los siglos posteriores a la caída de Roma, teólogos, juristas y escolásticos comenzarán a explorar los vínculos no del todo obvios entre libertad, elección y responsabilidad como fundamentos de la conducta ética, haciéndolo contra el contexto adverso del orden feudal primero y posteriormente la creciente autoridad papal entre los siglos XII y XIV. La tensión creada no pudo resolverse en el seno del catolicismo, dando lugar a la ruptura de la reforma protestante en el siglo XVI y ulteriores convulsiones en el XVII. Ello motivó a que se intentara hacerlo de nuevo, pero ahora bajo un planteamiento radicalmente secular que terminó alumbrando al liberalismo moderno que, a su manera, redescubre la dignidad del individuo y reafirma su soberanía.
Sin embargo, en el contexto secular actual hay una dinámica del yo, de la soberanía individual, que tiende a expandirse sin reconocer que algo le contenga realmente. En nuestra época vivimos una afirmación creciente de una hiper subjetividad no dispuesta a negociar nada con el mundo. Ya sea que la soberanía del individuo se le confunda con la soberanía del consumidor, reformulado como amor a sí mismo por la machacona literatura de autoayuda y asimismo trasfondo de toda publicidad mercantil, pero también, en los excesos doctrinales posmodernos bajo la bandera LGBT, según la cual la experiencia interior es la único que cuenta no habiendo otra identidad más que la autoproclamada. Es así como se rechaza la precondición de que para que algo tenga sentido tiene que haber un trasfondo de common world, como observaba, de nuevo, Hannah Arendt (1971): una percepción compartida o intersubjetiva de otros actores además del cogito. Al no conceder nada a lo percibido por otros se tiene una metafísica redoblada por la convicción de que la vida sólo consiste en elecciones (choices), sean de consumo, sean de los colores del arcoíris.
Bajo esa metafísica extrema, hay mucho margen para el conflicto entre un conjunto de individuos-mónadas que sustituyen el entrelazamiento o tramado social, dejando muy poco para la lealtad o la gratitud que siempre es un reconocimiento de cuánto nos debemos a algo distinto a nosotros mismos, a todo aquello de lo que ha dependido nuestra existencia sin quedar sujeto a nuestras decisiones o preferencias. Construir un orden social soportable bajo la premisa de que la subjetividad individual es la única certeza y su satisfacción la meta, se antoja imposible. Para empezar, es una derrota epistemológica: la era de la post verdad en la que individuos o nuevos colectivos sólo se afirman sin retroalimentarse de entorno y realidad es una invitación a una distopía nietzscheana en la que el poder cínico y duro dictará, ahora sí, lo que obligadamente tendrá sentido para todos. Y es que la derrota epistemológica se convierte en derrota política. El fenómeno Trump es una consecuencia no prevista de las guerras culturales y sus agendas identitarias en los Estados Unidos del siglo XXI.
Que el liberalismo occidental desemboque en la llamada inflación de derechos o multiplicación de éstos no acompañados de obligaciones, habla de lo difícil que es contener la metafísica de la soberanía del individuo en términos meramente seculares. El Yo sin un Tú deviene en un desequilibrio tanto como en una promesa imposible de cumplir, en una autoderrota. Todo un espectáculo para órdenes sociales como el de China en la actualidad: sus mandarines ahora pueden contemplar el desgarramiento de occidente como quien consume palomitas frente a una película que narra las peripecias de una comunidad sometida al embrujo de un espíritu insaciable y bizarro.
El misterio del otro
La psicología describe muy bien cómo evoluciona la psique del infante tiránico de dos o tres años cuando va comprendiendo que las cosas y el entorno no obedecen a su voluntad. De algún modo la chispa de la conciencia en el infante se enciende cuando topa no sólo con la resistencia del mundo, sino con otras voluntades. Carl Jung (1992) sostuvo que en esa clave hay que leer al Yahvé insufrible, insoportable, del antiguo testamento hasta llegar al libro de Job, en donde ocurre un punto de quiebre. Al apostar con Satán sobre cuánto sufrimiento puede padecer un justo sin rechazar y maldecir a la divinidad, lo que termina descubriendo ese ego total que es Yahvé resulta inesperado: la dignidad doliente de Job frente a la adversidad de la que, por definición, carece el omnipotente. Job es la primera sorpresa que enfrenta Yahvé de algo que no es ni puede ser él y le obliga a tomarle en serio. Con el episodio de Job, Yahvé cobra conciencia de sí; de algún modo se ve a sí mismo por vez primera y no bajo una luz favorable. Según Jung el Nuevo Testamento es la respuesta de este drama psicológico de Yahvé quien envía una parte de sí a la tierra y lo entrega a la ferocidad de los hombres como expiación: más para perdonarse a sí mismo que a la humanidad. Al Viejo y al Nuevo testamento los anima el drama del alumbramiento de la conciencia; son la metáfora y mitología de su gestación; de una voluntad que sólo comanda a una que va al encuentro de los otros poniéndose en sus zapatos y así experimentar todo lo que eso implica. Todos somos Yahvé hasta que entendemos que debemos sacrificarnos.
No hay un yo en equilibrio sin un tú que en principio le pueda responder. La plena noción de soberanía personal nace al mismo tiempo de la conciencia de soberanía del otro (perspectiva en segunda persona). De acuerdo con el filósofo británico Roger Scruton (2017), el concepto persona, de portador de una soberanía básica, es necesariamente relacional. Ser consciente es comprender que estamos rodeados de territorios inviolables y mutuamente referidos. Derechos y prohibiciones son indisociables debido a ese alumbramiento mutuo. Las comunidades estables están construidas sobre una noción de reciprocidad que se nutre de los juicios morales de sus integrantes como parte de su vida y existencia. De ahí la inevitable tensión entre individuo y comunidad, entre su libertad y las normas explícitas o implícitas de su entorno. Ser humano es problematizar cómo vivir con otros. Es inevitable entonces explicarse frente a los demás y asimismo demandar explicaciones de ellos. Una realidad moral que, por cierto, terminó proyectándose en el plano político bajo la idea de gobiernos representativos, resultado de un consenso y comprometidos a rendir cuentas, todo lo cual constituye la fuente de su legitimidad.
Todos los pueblos tienen cultura, en el sentido de tener ritos, tabúes, normas explícitas e implícitas y una vida simbólica, expresada en arte, mitologías y narrativas. Pero eso no significa que todos los pueblos den lugar a una civilización. Una civilización, más allá de creación de ciudades, requiere de un nivel de conciencia colectiva superior sobre la importancia de contar con mecanismos de autocontención de todos los participantes. Esto requiere de formulaciones más complejas, como un ordenamiento legal al que voluntariamente todos se someten. Mientras las sociedades se expanden, más ingente es el problema de cómo tratar y coexistir con extraños; con aquellos fuera de nuestro círculo de familiaridad y confianza. Ello demanda un nivel de conciencia y de capacidad de abstracción mayor de lo que significa ser responsable y ser libre al mismo tiempo. Es un nivel de conciencia no fácil de soportar: no sólo no todo el mundo sabe ser un ciudadano porque, para empezar, no todo el mundo quiere serlo. Supone una demanda ético-cognitiva que requiere de mucha autodisciplina. La plaga de la delincuencia en sociedades complejas ilustra el punto. A su vez no es casual que la invitación a claudicar a la responsabilidad individual sea el alimento de regímenes totalitarios o llanamente criminales. Al hacerlo se renuncia a la propia soberanía y autonomía. La psique humana siempre tiene la tentación de dar pasos atrás y dejar de ser adulta.
La idea de que no hay un yo sin un tú supone siempre que hay un potencial de comunicación, pero entonces ¿cómo puede haber obligaciones morales hacia lo que no puede responder o no responder en lenguaje humano? Tal parece que el verdadero comportamiento ético posee una dinámica expansiva que extiende el círculo de inclusión más allá de nuestros interlocutores reales o potenciales; hacia los animales y la naturaleza con respecto a los cuales va creciendo más y más la conciencia de nuestras responsabilidades y obligaciones. Pero en sociedades complejas, que han perdido su contacto directo con el mundo natural, ello difícilmente se logrará cuando no propicien verdaderos ciudadanos, entrenados de suyo en la conciencia de los derechos de otras personas. Sin esa escuela básica será muy difícil dar el siguiente salto. Pero ello reclama además una verdadera cultura de repulsión hacia la crueldad en todas sus manifestaciones: nutrir ese suelo en donde el reto ético del mundo ante nosotros debe conectar con nuestra capacidad para asombrarnos y conmovernos.
Lo religioso y lo secular: formas distintas de colapsar
Nuestro tiempo ha quedado marcado por la crisis y degradación sincrónica de dos universos de significado de llamado universal: por una parte, las religiones organizadas monoteístas o abrahámicas; por el otro, el llamado liberal a un nuevo orden secular. Cabe contrastar la crisis sociocultural y de violencia que padecen México y Estados Unidos ante estos dos desmoronamientos.
En el caso de México, en donde su siglo XX queda definido por el monopolio político del PRI y el monopolio religioso de la Iglesia Católica, se tiene una doble hegemonía de autoritarismo modulado, en la que sus protagonistas se reforzaban mutuamente, pese a que desconfiaban entre sí. El proceso de modernización y de creciente descrédito de ese duopolio encuentra a una sociedad civil que en realidad poco o nada cultivó valores seculares, independientes de creencias y pensamiento mágico consagrado. México tuvo un estado secular pero una sociedad civil muy deficientemente secular. La misma religiosidad novohispana nunca dejó de ser epidérmica. Volcada enteramente a lo exterior, a la ceremonia, al santoral y al rito, resultó poco propicia para cultivar la vida interior. A diferencia de los catolicismos alemán, belga o francés (que enfrentaban el reto enorme de justificarse frente al desafío en simultáneo del protestantismo y la ilustración) el tipo de religiosidad predominante en México le hace particularmente vulnerable frente a los cambios disruptivos demográficos, económicos y societales de fin de siglo.
La erosión de la autoridad y el hegemonismo religioso deja a amplios sectores de la población en un estado ya no de firme creencia sino de creer que cree. Puede entrar en modo creyente ante otros en un proceso de reforzamiento mutuo momentáneo, pero su vida cotidiana discurre por senderos que claramente se apartan de ello y que no pueden tomar en serio lo que dice creer. En ausencia de valores cívico-seculares se crea un vacío y una desorientación enorme. Denominaciones cristiano-evangélicas, fruto en buena medida de la experiencia migratoria, van llenando el vacío que dejan estado e iglesia católica.
En paralelo, mucho de ese vacío —sobre todo en ciudades medianas, pequeñas y zonas rurales— toma otro giro. Una psique colectiva que nunca ha sido entrenada para razonar en términos abstractos de por qué importa la ley, se retrotrae a sistemas arcaicos de lealtad extrema; apuesta a individuos en concreto ya sea por su carisma o por ser machos alfa de la subcultura del guerrero. Los cultos carismáticos y el crimen organizado van de algún modo de la mano. Es el salto cuántico del plebeyismo pasivo al activo y no está de más subrayar que estos liderazgos plebeyos adoran las jerarquías y no la equidad. Permiten a sus seguidores participar del atractivo de ser temidos. Su asertividad, no importando cuán irracional sea, irradia un atractivo para un machismo resquebrajado y ávido de revancha ante la creciente autonomía femenina.
La psique colapsa hacia formas de dominación básicas, primitivas, pero sin la atadura de los usos y las costumbres. La crueldad se vuelve moneda de cambio y una de las claves de las reglas del juego. La vida se torna corta, desagradable y brutal porque todo se desinstitucionaliza: lo que diga el Alpha de la región es la ley, punto, y lo que pueda decir es impredecible. Quienes creen que usan la violencia en realidad son utilizados por ella: la violencia impune corrompe la calidad misma de los procesos mentales y de las decisiones, a la vez que impide estabilizar las expectativas de la red criminal atrapando a todos en un presentismo reactivo y paranoico. Quienes han sido fagocitados por la violencia no pueden salir de ahí, no saben, no pueden, aunque quieran. Muchas, muchísimas complicidades se tejen en todas direcciones alrededor de semejante núcleo degradado y luego se dice que de ahí habrá de nacer un México justo e igualitario.
René Girard (1983) profundizó como nadie, sin necesidad de apelar a una teología, en por qué lo sagrado resulta el único mecanismo que puede frenar la violencia en sociedades que todavía no se han dado un estado que merezca ese nombre con una ley para todos. En el caso de México se tiene una ley que siempre ha sido débil y que por lo mismo se ha traducido en un estado estructuralmente débil, más allá de que sea monopolizado por una fuerza política (muchos historiadores y politólogos han confundido hegemonismo político con estado poderoso). Pero ahora estamos también ante una sacralidad degradada. No existe ninguno de los frenos societales de la erupción de la violencia. México es un país en el cual el experimento secular poco permeó su sociedad y ahora su institucionalidad religiosa es un cascarón vacío. Lo viejo murió, lo nuevo nunca nació.
El nacimiento de los Estados Unidos por su parte es indisociable de la irrupción del ethos liberal en la historia. De alguna manera es su encarnación. País de poderes descentralizados, lo fue asimismo en el plano religioso, en donde se propició una federación de denominaciones para que ninguna en particular fuese hegemónica. Desconfianza ante la concentración del poder y por extensión a la expansión del estado, la propiedad privada y la libertad religiosa han sido frenos emblemáticos que le impiden intervenir en esas esferas donde discurre la vida cotidiana de los ciudadanos. Con todo, al ser tajante la separación de lo público y lo privado, se facilitó la consolidación de un estado secular, que deliberaba y tomaba decisiones con base en la evidencia y no la verdad revelada.
Pero hacia final del siglo XX el liberalismo toma un giro. De algún modo es secuestrado por economistas que lo vuelven una rapsodia de la globalización. La burbuja de expectativas que así se crea literalmente revienta en 2008. Durante todo el proceso la fusión de políticos, burócratas y economistas que tanto gustan de celebrar sus cónclaves en Davos, desindustrializan regiones completas del país.
Se suma a esto la sexta revolución industrial en donde la inteligencia artificial amenaza con hacer innecesarios o inempleables a vastos segmentos de la fuerza de trabajo. Encima de todo eso las élites de las costas de los Estados Unidos articulan los discursos del identity politics que terminará teniendo un efecto bumerang. La población de tierra adentro padece así tres vértigos, tres golpes consecutivos: crisis económica en el presente, nadie les necesitará en el mediano y largo plazo, y además se les espeta que su cultura y valores son hetero patriarcales y, por ende, moralmente cuestionables, con todo y notificación de que su gramática es inadecuada pues no hay dos sexos sino treinta y tantos. Al daño infligido por las élites se suma la humillación (to add insult to injury).
La rebelión plebeya no se hace esperar, se retrae a su zona de seguridad religiosa y desde ahí se revela contra el conocimiento científico y contra el secularismo, es decir contra los fundamentos del liberalismo sin importarle ello gran cosa. Confunde la gula consumista de armas semiautomáticas con un derecho humano; sus teorías de la conspiración son el equivalente intelectual de la comida rápida. La retirada hacia la zona de seguridad identitaria de la comunidad religiosa crea la ilusión de certidumbre. Prolifera así la mentalidad del rapture cult: sólo los integrantes de las iglesias serán salvados en un escenario apocalíptico al que se le teme tanto como se le desea. Es el quiebre definitivo del llamado universalista liberal. La mentalidad de tribu es potenciada por las redes sociales y los blogs. Por primera vez todos se preguntan qué unifica a la nación cuanto antes ello se daba por sentado ¿qué significa ser estadounidense?, las respuestas divergen diametralmente.
Una pregunta mayor se desprende de todo esto. ¿Un orden social, una red de significados, requiere necesariamente de certezas absolutas? ¿La bancarrota del liberalismo es a final de cuentas la de un sistema con un enorme vacío de absoluto en su centro? El atrincheramiento en el fundamentalismo religioso no puede ser una respuesta más desgastante y temeraria. El conflicto permanente con la evidencia, con los hechos del mundo y su conocimiento obliga a redoblar las apuestas, a la fuga hacia adelante, lo que hace a las creencias cada vez más bizarras de lo que de por sí ya lo eran. No se requiere mucha imaginación para anticipar qué tipo de liderazgos ello propicia.
Epílogo ¿apostarle o no a la humanidad?
El hombre es una pasión inútil, decía Sartre. Hoy en día el progreso científico- tecnológico bien puede tomarle la palabra: el desarrollo de la inteligencia artificial tiene el potencial para hacer obsoletas no sólo un vasto tramo de ocupaciones en el mercado laboral sino a la especie toda; la ingeniería molecular puede embarcarse en una proyecto de mejora de la raza humana que al final del día sea indistinguible de la creación de una nueva especie, de un Übermensch, esta vez no a partir de la morosa selección natural sino del virtuosismo técnico catapultado por las fuerzas del mercado o, en su defecto, por las estrategias de la geopolítica.
Desesperar de nuestra condición lleva a la tentación de escapar de ella. Se interpreta que el fracaso de nuestra comprensión del fenómeno humano es asimismo el fracaso de la experiencia profunda de las generaciones. Si sólo tenemos la ciencia firmemente plantada mientras todo lo demás se desmorona, que sea entonces ésta la que dicte la agenda de una vez por todas. Y no hay que olvidar que la ciencia no puede validar ni reconocer ninguna metafísica: para empezar, nació y aceleró su desarrollo en la medida en que fue liberándose más y más de sus nociones.
Pero en el subsuelo de la psique humana yacen entrelazados la tentación del mal y la protesta contra el mal y no hay drama humano que parezca ser concebido o interpretable fuera de esos parámetros. ¿Podemos vivir sin una antropología metafísica, renunciar a la idea de un alma? Aquí cabría una analogía con el lenguaje. Éste no puede ser más que una creación humana, una solución genial no conscientemente diseñada, creada por la psique colectiva, sin tener la menor idea de sus vastas consecuencias, de ser algo que no sólo adquiere vida propia, sino que a su vez incidió en la evolución misma de la especie. Tuvimos que coevolucionar con el lenguaje: esa creación en un principio elusiva, inasible, tuvo consecuencias hasta en la anatomía del cerebro que debió adaptarse para dominar sus reglas de una manera casi innata. Otro tanto podría decirse de una conciencia frente al mundo que no es agotada por él.
La posibilidad de dar un paso que marque una distancia frente a los hechos para juzgarlos impide mimetizarse con ellos. Estamos en el mundo, somos en el mundo y al mismo tiempo hay algo en nosotros fuera de él. Esa metafísica cinceló también a nuestra especie y nuestra psique. Es una llama térmica; las llamas no proyectan una sombra como los objetos tangibles, pero eso no quiere decir que sean inexistentes. Hablamos de una fuerza real que actúa sobre nosotros porque en ello consiste ser humano. Somos una especie que en buena medida se ha auto cincelado sin entender el proceso mismo y sin poder separarse de las herramientas que la llevaron a este punto.
Pese al doble fracaso religioso y secular ambas experiencias no pueden ser desechadas a la ligera. Lo religioso acierta al poner la propensión maligna como el problema central de nuestra especie; advierte de lo vulnerables que son los órdenes sociales sin una noción de lo sagrado y subraya que la humanidad puede enfermar de sí misma, al tiempo que afirma que hay algo en nosotros no idéntico al mundo y a los hechos que éste contiene.
De la experiencia liberal, hay que heredar la importancia de desconfiar de los sistemas cerrados frente a otras ideas y frente a la realidad; que las sociedades abiertas no sólo son más flexibles, sino que son un logro moral que no concibió la imaginación religiosa. Que las utopías y los mesianismos son letales, tanto como lo son la concentración de poder o de autoridad y que el conocimiento sustentado en evidencia es un capital civilizatorio y una disciplina ética en sí mismo.
No son experiencias banales. Una agenda de destrucción sistemática de su legado no viene al caso. Sí, en cambio, entender sus límites y sus peligros para no replicarlos. Los seres humanos también debemos ser criaturas abiertas para evitar ser capturadas enteramente por un solo discurso. Podemos desesperar del pensamiento, una de nuestras mayores facultades, pero no de la vida que lo contiene y lo supera. Hay una evolución creadora que guarda más respuestas de las que podemos imaginar.