El filósofo Luis Xavier López Farjeat identifica en este ensayo el ejercicio del poder en los Estados totalitarios como una de las peores manifestaciones del mal. Sostiene que el humor es una forma de rebelión para enfrentar el poder absoluto. De la mano de algunos ejemplos literarios muestra cómo, a pesar de que los totalitarismos suelen acallar la voz de los humoristas, la broma, la comedia, el chiste, la sátira, la parodia, se resisten a la opresión y terminan por derribar los obstáculos de la censura ejercida desde el poder.
No se debe combatir a los dictadores, hay que ridiculizarlos.
Bertolt Brecht
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Imposible escapar del mal. Su presencia brota de manera ineludible como una forma de violencia natural. Cuanto más tratamos de entenderlo más incomprensible se vuelve. Una de las novelas contemporáneas que mejor retratan el misterio del mal es, a mi juicio, Las benévolas (2006), de Jonathan Littell. Entre lo histórico, lo documental y lo ficticio, es un libro ambicioso; para algunos críticos es incluso fallido desde el punto de vista literario. Su radiografía de la crueldad es, sin embargo, morbosa e inquietante. Maximilan Aue, el protagonista, es un oficial nazi retirado que relata sin miramientos su participación en el exterminio de los judíos. Para Aue la guerra y el asesinato son una pregunta sin respuesta. Aunque él es tan solo el protagonista de una novela basta con ver la película de Claude Lanzmann, Shoa, para darse cuenta de que los crímenes y confesiones de un nazi no son mera ficción. El relato literario nos pone frente al mal y nos recuerda cuán vulnerables somos ante su presencia. Pero la realidad rebasa la novela. Los testimonios de asesinos, sicarios y torturadores exhiben la presencia cotidiana de lo demoníaco. En La lucha contra el demonio, un espléndido ensayo sobre la caída y el caos en las obras de Hölderlin, von Kleist y Nietzsche, Stefan Zweig entiende lo demoníaco como una inquietud innata y esencial común a todos los seres humanos, capaz de arrastrarnos al infinito. Nadie es tan bueno como cree: llevamos en nosotros una porción del caos primigenio de la naturaleza. A eso llamamos demoníaco, a un “fermento atormentador y convulso que empuja al ser hacia el peligro, los excesos, el éxtasis, y hasta la anulación de sí mismo”.
En otras palabras, según Zweig, el mal habita en nosotros como un sedimento natural. El mal no es en este sentido la consecuencia de condiciones externas a nosotros. Cualquiera puede, de manera súbita, volverse un victimario, torturar al otro o simplemente robar unas peras y regocijarse en su pecado. Las palabras de Aue son perturbadoras: “Nunca podemos decir: no mataré nunca, es imposible; como mucho, podemos decir, espero no matar. Yo también lo esperaba; yo también quería vivir una vida buena y provechosa; ser un hombre entre los hombres, igual a los demás; yo también quería poner mi piedra en la obra común. Pero no se cumplió esa esperanza, y utilizaron mi sinceridad para realizar una obra que resultó ser mala y malsana, y crucé las sombrías orillas, y toda esa maldad se me metió en la vida y no existe reparación posible, y nunca la habrá”. En mayor o menor medida, cada ser humano busca asimilar, contener, soportar, domesticar esa disposición originaria hacia el mal.
El mal es indescifrable. Es, en efecto, una pregunta sin respuesta. Nadie puede explicarlo. Teólogos, filósofos, novelistas, poetas, pintores, cineastas, gente con toda clase de oficios y profesiones, todos lo han intentado; todos han fracasado. Para algunos el mal es privación, la ausencia de bien, una tara divina, el resultado de la elección libre, el producto de una mala genética, la consecuencia de un entorno adverso, la posesión de una entidad sobrenatural maligna, lo característico de una naturaleza caída, un trastorno mental. Si hubiese una explicación certera o cuando menos satisfactoria, habríamos erradicado varias formas de maldad: no habría injusticia ni adversidad, ni soberbia ni envidia, ni odio ni enemistad, ni mentiras ni engaños, tampoco corrupción y violencia. El mal es el reino de la barbarie y la crueldad. Conlleva el placer de la destrucción, la vejación, la injuria, el maltrato y la aniquilación de otros seres, de la naturaleza y los animales, de los demás seres humanos, y hasta de las cosas que nos rodean. Por eso nos azora. Es la pérdida irremediable de nuestra condición idílica.
El bien podría equipararse al orden natural. Se ha pensado por ello que el mal es el caos, el desorden en la naturaleza de los seres humanos. Pero se ha discutido también cuál es nuestro estado natural, si nacimos siendo buenos y la sociedad nos corrompe o si, por el contrario, somos malos por naturaleza y la sociedad inhibe hasta cierto punto nuestros impulsos más destructivos. Se ha debatido también si lo bueno y lo malo son valores objetivos, si constituyen en esencia a los hechos y las acciones o si son meras convenciones. Sea cual sea el caso, todo indica que hay en la condición humana un lado obscuro, una “propensión a la maldad”: Hang zum Bösen, la llamó Kant en abril de 1792, cuando se publicó por vez primera en Berlinische Monatsschrift el ensayo que compondría la primera parte de La religión dentro de los límites de la razón, titulada “Sobre el mal radical en la naturaleza humana”. Sostiene, sin embargo, que coexiste en nosotros una disposición (Anlage) hacia el bien. Esta disposición originaria se debilita cuando la voluntad se ve tentada a distanciarse de los “imperativos morales de la razón”. La voluntad entonces puede desviarse del bien moral. Así sucede cuando actuamos motivados por la envidia, el egoísmo, el resentimiento o por una incontenible tendencia a la venganza y la destrucción. Cuando el mal se elige de manera voluntaria es porque hemos puesto por encima de la ley moral el amor a nosotros mismos. Así es como, según Kant, la voluntad humana se pervierte. Cualquier persona puede ocasionalmente contravenir la ley moral. No obstante, quien se acostumbra a ello, pervierte su voluntad hasta alcanzar, en términos que no son los de Kant, un grado de deterioro moral grave. Este deterioro, ahora sí según Kant, se da en la voluntad hasta volverse diabólica. Pero Kant es en realidad un optimista: aun el individuo más malvado es incapaz de extirpar por completo de sí mismo la ley moral y los sentimientos morales. Siempre es posible reconducir las motivaciones morales equivocadas y retornar al bien.
El torturador más desalmado, el asesino más sanguinario, el envidioso, el rencoroso, el injusto, sostendría Kant, son vulnerables al bien. No es fácil, sin embargo, reconocer esos indicios de bondad cuando la crueldad humana sobrepasa los límites de lo tolerable. El ser humano alberga una maldad inimaginable. Aue no niega que puedan existir la culpabilidad y el remordimiento, pero piensa que en realidad las cosas son más complejas. Y en efecto, la condición humana es mucho más compleja de lo que enseña la ética y cualquier tratado sobre la vida buena. El camino hacia la bondad, el autodominio o hacia cualquier forma de santidad, está repleto de adversidad, de tentación, de flaqueza. Nuestra voluntad es endeble ante la persistencia del mal.
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Toda clase de artilugios han sido concebidos con la intención de inhibir o refrenar —tal vez reorientar— la propensión al mal. El Estado es uno de ellos. Y el Estado totalitario, con su moral tan pedestre, es el más siniestro de todos. El afán de control, la supresión de la libertad, la burocracia de la ley, y la imposición del castigo hacen del remedio una enfermedad aún más grave. Son de nuevo las palabras de Aue: “[…] nos olvidamos entonces que el Estado se compone de hombres, más o menos vulgares todos ellos, cada cual con su vida, su historia, la serie de casualidades que hicieron que un día se encontrara del lado bueno del fusil o de la hoja de papel, mientras que otros se encontraban del lado malo. […] la maquinaria del Estado está hecha de la misma aglomeración de arena deleznable que aquello que muele, grano a grano. Existe porque todo el mundo está de acuerdo en que exista, y lo están incluso, con gran frecuencia, y hasta el último minuto, sus víctimas. Sin los Höss, los Eichmann, los Goglidze, los Vychinski, pero también sin los guardagujas, los fabricantes de hormigón y los contables de los ministerios, un Stalin o un Hitler no son sino odre henchido de odio y de terrores estériles”.
El Estado, esa maquinaria perversa pero ineludible, es imperfecto, se corrompe con facilidad. Hobbes diseñó el Estado para garantizar la vida y la seguridad de los individuos, pero siempre supo que su Estado, sin límites, era un verdadero monstruo. Era el Leviatán: “Ningún poder sobre la tierra puede compararse a él” (Job 41, 24). No hace falta una teoría general del Estado, algo por demás imposible, para notar que, en cualquiera de sus reformulaciones, con límites y sin límites, la fundación de un Estado perfecto es algo utópico. ¿De dónde proviene la imperfección del Estado? ¿Por qué cabría pensar que, desde sus orígenes, el Estado lleva en sí mismo el germen de su fracaso? ¿No es el poder —facultad indispensable para sostener al Estado— en cierta forma otra expresión de la maldad? No creo que podamos dar una respuesta absoluta al problema del mal. Creo, sin embargo, que puede explorarse por qué existe esa fascinación de ejercer poder sobre los otros. Si bien hay múltiples facetas del mal, varias de ellas se manifiestan a través del poder. No importa desde dónde se ejerza: el dominio, la aniquilación de los otros, ya sea en las relaciones interpersonales o en la sociedad, ya sea a través del Estado o de cualquier otra institución, es una expresión del mal.
Habrá quien se haya preguntado si el poder es siempre algo negativo, si no es posible ejercerlo de manera virtuosa; si conlleva siempre a la opresión y al sometimiento o si puede instaurarse alguna forma de autoridad sin necesidad de coaccionar o intimidar. La pregunta es pertinente. En varios lugares, por ejemplo, en Entre pasado y futuro o en Sobre la violencia, Hannah Arendt sostiene que la verdadera autoridad es en realidad incompatible con el poder y la violencia. En efecto, como en la antigua Roma, la autoridad emana de ciertas cualidades morales e intelectuales, no se impone de manera coercitiva y, si se hace de ese modo, deja de ser autoridad para convertirse en poder y autoritarismo. Y el poder es tentador; nuestra humanidad frágil.
Los efectos corruptores del poder ya los planteaba Platón. Si bien en la República confiaba la creación de una ciudad ideal al filósofo gobernante, Leyes, un diálogo escrito en la vejez, pone en entredicho la coincidencia entre el poder político y la sabiduría. Esta cuestión, por demás importante para la teoría y la filosofía política, se discute en detalle en un libro reciente de André Laks (Plato’s Second Republic. An Essay on the Laws). Si existiese —sostiene Platón en el libro 9 (875b-c) de Leyes— alguien capaz de conocer lo conveniente a los seres humanos en el orden político, al asumir el gobierno ilimitado y absoluto, no podría permanecer fiel a ello, pues su naturaleza mortal lo empujará siempre al exceso y al interés personal. He aquí el efecto corruptor del poder: quien lo ejerza ilimitadamente pronto buscará de manera irracional evitar el dolor y perseguir el placer, y colocará a estos dos, dice Platón, por encima de lo más justo y de lo mejor, llenando entonces la ciudad bajo su gobierno, de múltiples males. La república ideal es imposible. El buen ejercicio del poder parece inalcanzable. Quizás sea el ejercicio del poder lo que introduce el mal en la sociedad.
En su Indagación filosófica sobre el origen de nuestras ideas acerca de lo sublime y de lo bello Edmund Burke incluye al “poder” como una de aquellas tantas cosas que despiertan en nosotros el sentimiento de lo sublime. La experiencia de lo sublime se suscita, explica Burke, ante aquello que nos atrae por su grandeza, pero al mismo tiempo, nos resulta pavoroso. Y el poder es así, atractivo y terrible. Burke distingue entre el poder natural y el poder institucionalizado. El primero lo encontramos en los animales de gran fuerza que nos resultan tan admirables como temibles: el león, el tigre, la pantera, el rinoceronte, el toro, el asno salvaje, los lobos. El institucionalizado es el de los reyes y gobernantes. Y también tiene una conexión con el terror: “los soberanos —dice Burke— son saludados frecuentemente con el título de Pavorosa majestad”. De ahí el temor reverencial que algunos sienten ante quienes ostentan el poder.
A diferencia de Burke, Romano Guardini, autor de una breve reflexión filosófico-teológica sobre el poder publicada en 1951 —enterrada por cierto en el olvido—, sostiene que las fuerzas elementales de la naturaleza —una tormenta, una epidemia o un león— no tienen poder, más que en un sentido inexacto o análogo. En la naturaleza, según Guardini, hay energía, mas no poder; pero la energía puede convertirse en poder cuando hay conciencia y capacidad de decisión. En otras palabras, el poder implica voluntad. Aun cuando podrían tener una finalidad, no hay responsable alguno de las energías de la naturaleza; en cambio, muchas de las acciones humanas, entre ellas el ejercicio del poder, son voluntarias. El poder en sí mismo, sostiene Guardini, no es bueno ni malo; adquiere sentido sólo a través de la decisión de quien lo ejerce. Piensa, por lo tanto, que el poder implica la posibilidad de realizar cosas buenas y positivas, pero también malas y destructoras. Parece, entonces, que el ejercicio del poder no siempre es desastroso, sino sólo cuando lo ejercen los perversos. Tal vez tiene razón. No obstante, hay algo pernicioso en el propio poder y hasta el más virtuoso podría verse tentado por él. No es casual que en Leyes Platón abandone aquella excéntrica caracterización del filósofo-gobernante. Platón sabía bien que el poder del Estado siempre implica el gobierno y, en consecuencia, la imposición de una voluntad sobre las otras, un acto de dominio, y eso sí es intrínsecamente malvado. Sin duda, puede justificarse esa forma de ejercer el poder; pero ello no lo vuelve algo bueno, sino simplemente algo útil.
Encuentro en Guardini intuiciones por demás sugerentes. Su comprensión del poder no se limitaba al poder político. Sorprendido ante el incontenible crecimiento del poder del ser humano, se preguntaba si aquello equivalía a la elevación del valor de la vida. Y tal parecía que no. La modernidad apostó por el poder de la técnica hasta convertirla en la amenaza de la bomba atómica. En nuestros tiempos la apuesta por el desarrollo tecnológico abre nuevos retos e interrogantes: algunos de sus efectos y consecuencias se han vuelto desafiantes; se piensa que las labores y actividades de los seres humanos, incluyendo su inteligencia, serán pronto desplazadas por máquinas, robots e inteligencias artificiales. A este respecto, en su propio momento histórico Guardini detectaba la siguiente paradoja relacionada con el poder de la técnica: si bien parece que han predominado los efectos destructores del poder, también podría haber efectos positivos. Guardini pensaba en los logros, por ejemplo, de la medicina. Para la década de los cuarenta ya había en ese terreno conquistas notables, aunque incomparables con las actuales y con las que nos esperan. Adelantándose a Némesis médica de Iván Illich, publicado en 1974, Guardini reconocía los peligros de que la ciencia médica, las técnicas higiénicas y terapéuticas, la industria farmacéutica, los seguros de gastos médicos y los montepíos, se olvidaran de cuidar a los enfermos. Así como la medicina puede alcanzar grandes logros o desviarse fácilmente de su finalidad más noble, lo mismo puede suceder con cualquier otra técnica y con el desarrollo tecnológico.
En efecto, si bien en muchos casos el desarrollo tecnológico ha estado al servicio del poder, también es cierto que la tecnología no siempre ha sido un mero instrumento de dominación; hemos de aceptar que en varios casos ha surgido de la colaboración entre los seres humanos y ha tenido importantes contribuciones para nuestro bienestar. Sin lugar a duda, pueden discutirse —algo que no haré aquí— alternativas para convivir mejor con la tecnología. Ésta no debería ser una fuerza ciega e impersonal diseñada para regir y controlar nuestras vidas, sino que habría de ser tratada como un instrumento benéfico para la humanidad. Frente a la tecnología se suscita la misma paradoja que Guardini planteaba en relación con el poder: la tecnología en sí misma no es buena ni mala, sino que adquiere sentido sólo a través de sus operadores; por lo tanto, la tecnología implica la posibilidad de realizar cosas buenas y positivas, pero también malas y destructoras.
3
Ambos —el poder y la tecnología— tienen algo en común, a saber, su capacidad para volverse absolutos y anónimos. Guardini detectaba claramente ese peligro con relación al poder: “[…] puede ocurrir que, detrás del poder, no esté ya una voluntad a la que pueda apelarse, una persona que responda, sino una mera organización anónima, en la cual cada uno sea conducido y vigilado por instancias próximas, encontrándose así —aparentemente— dispensado de toda responsabilidad”. Esta forma del poder es, para retomar el asunto abierto algunos párrafos antes, la del Estado, “un sistema de funciones dominantes”, en donde “el aparato administrativo gana terreno”, convirtiéndose en un organismo opresor. Sostiene Guardini que el poder se vuelve demoníaco cuando deja de inspirarse en la conciencia de las personas y no se responde ante él en un sentido moral. Escribe lo anterior a inicios de la década de los cincuenta. En ese entonces, la palabra “moral” no se había desvirtuado del todo. Hoy por hoy la utilizan con mucha frecuencia un puñado de dogmáticos con ideas simplistas y obcecadas. Guardini se refiere, a mi entender, a la necesidad de asumir la responsabilidad de nuestros actos a sabiendas de que, en efecto, cargamos con aquel fermento aterrador que llamamos mal. Hay que tomarse en serio lo demoníaco. Me parece que, más allá de sus ambiciones y defectos, esa es la misiva, también, de Las benévolas.
A veces se ha intentado entender al poder como un don. En el Génesis, Dios encomienda a los seres humanos el dominio sobre la naturaleza. Dicho dominio consiste, más que en la explotación, en la preservación, administración y cuidado de la creación. Pero a través de lo demoníaco, ese don se corrompe, se transforma en la incontinencia del poder. Lo demoníaco, dije antes con Zweig, conduce al exceso y a la anulación de uno mismo. La incontinencia del poder la encarna a la perfección la figura del tirano, la del dictador o la del gobernante autoritario. Los peligros del gobernante autoritario o los del Estado totalitario, se describen desde la teoría política antigua. Y los seres humanos reincidimos. El deseo desmedido por el poder, la apuesta por un Estado omnipotente, la tentación de oprimir a las personas, el enaltecimiento del supremo como un salvador, sigue replicándose. Se trata de una de las manifestaciones más ominosas del mal. Ya que se asume a sí mismo como un remedio contra la maldad de individuos descarrilados, el Estado totalitario acalla cualquier forma de rebeldía, cualquier intento de recuperar la libertad.
Frente al Estado totalitario, no existe más remedio —lo sostuvo Albert Camus— que la rebelión. La rebelión se da de muchas maneras: unos levantan la voz, otros las armas; unos intentan minar el poder desde las entrañas del poder mismo, aunque terminan por replicar aquello que detestaban; unos prefieren la violencia; otros creen en la bondad, el amor y el trabajo. Ante todas estas alternativas pienso que el humor (al menos cierta clase de humor, aquel capaz de sublevarse contra circunstancias opresoras) ha de integrarse a la rebelión. El humor es un remedio contra el mal; el humor intimida al poderoso. En su breve ensayo de 1927 sobre el humor, Freud ya se refería a éste como una forma de rebeldía, como una manera de afirmarse uno mismo ante la adversidad, una forma de liberación ante la abrumadora realidad. “El humor —escribe Freud— no es resignado, es opositor; no sólo significa el triunfo del yo, sino también el del principio de placer, capaz de afirmarse aquí a pesar de lo desfavorable de las circunstancias reales”. El humorista gana superioridad al encarar el mal, la tragedia y el desaliento desde la irreverencia. En su libro sobre filosofía del humor, John Morreall dedica una sección del capítulo sexto al humor durante el holocausto. Señala Morreall que durante el ascenso de Hitler al poder fueron los humoristas los primeros en llamar la atención sobre lo que iba mal.
En aquellos tiempos, el humor tenía, según Morreall, tres funciones: la crítica (el humor señalaba aquello que estaba mal y llamaba a la resistencia contra ello); la cohesiva (fomentaba solidaridad entre quienes se reían juntos de los opresores); y, por último, la función de afrontamiento (ayudaba a las víctimas y los oprimidos a sobrellevar el sufrimiento). Es llamativo, como bien apunta Morreall, que las primeras críticas a los nazis no hayan sido hechas ni por políticos ni por el clero, sino por los artistas de teatro y cabaret, y por los caricaturistas. Me viene a la mente Bertolt Brecht y La resistible ascensión de Arturo Ui; pienso también en la famosa película Cabaret, dirigida por Bob Fosse en 1972, inspirada en la novela de Christopher Isherwood (Adiós a Berlín), una magnífica representación del papel de los humoristas. El Gran Dictador de Charles Chaplin es otro ejemplo bien conocido de un cómico burlándose de Hitler. Es de nuevo Morreall quien observa, con atino, que, por la naturaleza subversiva del humor, los nazis y especialmente Hitler, temían a los humoristas. De hecho, contar chistes llegó a considerarse delito contra el Estado y sus representantes. En La broma (1967), de Milan Kundera, reaparece esa misma intolerancia ante el humor, pero en el contexto del Partido Comunista Checo. El personaje central, Ludvik Jahn, es expulsado del Partido y de la universidad por escribir en tono de broma en una postal enviada a una amiga estalinista: “¡El optimismo es el opio del pueblo! El espíritu sano hiede a idiotez. ¡Viva Trotski!”.
El desprecio al humor en los Estados totalitarios lo describe Kundera en varias de sus otras novelas, por ejemplo, en La insoportable levedad del ser y en El libro de la risa y el olvido. En La fiesta de la insignificancia cambia el foco de atención. Ahí es Stalin —el mismo que enfurecía con las bromas dirigidas al régimen y sobre todo hacia él—, quien se burla de sus propios funcionarios con chistes lamentablemente malos. El dictador no tiene gracia y, por lo tanto, no es raro que le enerven las burlas contra él. Las novelas de Kundera retratan esa realidad. Un personaje real, Osip Mandelstam, recitaba entre sus amigos el poema “Epigrama contra Stalin”. La irreverencia le valió la vida: el régimen lo asesinó. El poema permaneció con nosotros:
Vivimos sin sentir el país bajo nuestros pies,
nuestras palabras no se escuchan a diez pasos.
La más breve de las pláticas
gravita, quejosa, al montañés del Kremlin.
Sus dedos gruesos como gusanos, grasientos,
y sus palabras como pesados martillos, certeras.
Sus bigotes de cucaracha parecen reír
y relumbran las cañas de sus botas.
Entre una chusma de caciques de cuello extrafino
él juega con los favores de estas cuasipersonas.
Uno silba, otro maúlla, aquel gime, el otro llora;
sólo él campea tonante y los tutea.
Como herraduras forja un decreto tras otro:
A uno al bajo vientre, al otro en la frente, al tercero en la ceja,
al cuarto en el ojo.
Toda ejecución es para él un festejo
que alegra su amplio pecho de oseta.
El poema lo tradujo al español José Manuel Prieto añadiendo una serie de notas explicativas sumamente valiosas. Uno de los versos más llamativos, por gracioso e irreverente, es el séptimo: “Sus bigotes de cucaracha parecen reír”. Se trata de una imagen, dice Prieto, cómica y terrible, bien conocida en Rusia porque proviene de un poema para niños en donde Kornéi Chukovsk habla de una “bigotuda cucarachota”.
La irreverencia tiene consecuencias a veces graves: la censura, la exclusión, la tortura, el asesinato. Nunca ha sido sencillo defender la libertad. Recuerdo que en El mito de Sísifo escribe Camus que los comediantes —refiriéndose a los de la época de Molière— sabían que estaban excomulgados. “Entrar en la profesión —dice— era elegir el Infierno. Y la Iglesia los consideraba como sus peores enemigos”. La comedia y la sátira siempre han sido blanco del desprecio de los poderosos. Y desde siempre hubo disidentes. Por ejemplo, varios Padres de la Iglesia condenaron la risa y la comedia. Pero aproximadamente para el año 400, ya circulaba La Cena de Cipriano, una colección de sátiras y parodias de escenas bíblicas. Más tarde llegaron los cantos goliardos, y luego Boccaccio y el Decamerón, Chaucer y Los cuentos de Canterbury, y Rabelais con Gargantúa y Pantagruel. Se impuso el humor. Si bien la risa se consideró por mucho tiempo malsana y hasta consecuencia de la naturaleza caída, más allá de lo patológico que pudiera haber en ella, también puede ser un remedio ante el mal y la adversidad.
4
El mal es multifacético. Anida en nuestra propia naturaleza. Su presencia es perpetua. El humor —cierta forma del humor— es resistencia. Es la cortapisa del mal. El humor, la risa, y la ironía son también perpetuos. Ni la risa ni el humor destruyen el mal o la desgracia. No obstante, resisten la embestida y nos mantienen al filo de la navaja, en el límite de lo que podemos soportar. Los humoristas, los comediantes, se saben —bien lo dijo Camus— condenados a la excomunión, ya de las iglesias y las religiones, ya del Estado. Pero su espíritu —las bromas y la irreverencia— permanecen para la posteridad, aunque sea en la clandestinidad. El humorista es testigo directo de la maldad; su legado es aquello que Morreall describe como la función de afrontamiento, la risa como una forma de sobrellevar el dolor y el sufrimiento, como una manera, a mi juicio, de imponerse por encima de todo, incluso por encima del mal.
En 1967 se publicó en Fráncfort por vez primera, de manera póstuma, la versión completa, sin censura, de la novela El Maestro y Margarita, de Mijaíl Bulgákov. Había comenzado a escribirla desde finales de los años veinte, la había quemado a inicios de los treinta, trabajó en tres borradores más y la terminó poco antes de morir en 1940. Entre 1966 y 1967 se publicó una versión incompleta, censurada. Tras la publicación de la versión completa de Fráncfort, en Rusia se publicó hasta 1973 y, hasta finales de los ochenta, 1989 en concreto, se preparó una edición que tuvo en cuenta todos los manuscritos existentes. La novela es una sátira por demás aguda e inteligente del totalitarismo. Como en toda sátira inteligente, en el fondo subyace algo más sustancioso que la mera burla. Se trata de un relato acerca del mal: en los años treinta, Satanás, el mismísimo demonio, se apersona en Moscú para, entre otras cosas, hacer que Biezdommy, el maestro, reescriba una versión hilarante de la vida de Jesús en la que el héroe resulta ser Pilatos. Para algunos críticos el Pilatos de Bulgákov es una representación de Stalin. No sería raro. Bulgákov tiene una historia con Stalin. Odiaba el régimen estalinista. En la primavera de 1926 la policía había registrado su casa. El manuscrito de Corazón de perro fue confiscado y, desde entonces, Bulgákov fue vigilado. Poco tiempo después, desesperado por la prohibición de sus obras, comenzó a enviarle cartas a Stalin solicitándole la expulsión del país o suplicándole que levantara la censura a sus obras, pidiéndole permiso para viajar o incluso trabajo como director de teatro.
Bulgákov no soportaba más la situación. La reacción de Stalin llegó un día inesperado en el que tomó personalmente el teléfono para informarle cuánto lamentaba que quisiera dejar el país. Sorprendido y asustado, Bulgákov no pudo reaccionar sino confesando que, pensándolo bien, había comprendido que ningún escritor ruso podía existir fuera de su país. Stalin le dio trabajo en el Teatro Artístico. No obstante, nunca levantó la censura a sus obras y Bulgákov, hostigado de por vida, se convertiría en un vasallo más del tirano. Su vida se hundió en la frustración y el desánimo. Se impuso la opresión. Pero en El Maestro y Margarita resurgiría la rebelión. Tenemos en nuestras manos ese afortunado relato en donde la tiranía queda en ridículo.
La historia de Bulgákov me recuerda la de Virgilio Piñera, el escritor disidente del régimen cubano. Por diferencias ideológicas con el régimen y por su declarada homosexualidad, Virgilio se volvió cada vez más incómodo para el castrismo y, desde inicios de los setenta se le marginó y se le excluyó de la escena política y cultural cubana. Si algo caracteriza su obra es el humor negro o, en sus propias palabras, esa “alternancia de lo trágico y lo cómico”. En su Electra Garrigó, escrita en 1941, antes de la revolución, ya se percibe su uso de lo cómico como resistencia. Y ese mismo recurso lo aplicaría también ante el castrismo. En Piñera teatral, de 1960, él mismo escribe: “Soy ése que hace más seria la seriedad a través del humor, del absurdo y de lo grotesco” y, un poco más adelante, al declarar que el cubano es uno de los pueblos más frustrados del mundo y que ha elegido el chiste como método evasivo, escribe “Entre nosotros un Hitler, con sus teatralidades y su wagnerismo, sería desinflado al minuto”. Virgilio, siempre irreverente, siempre provocador.
Yo tengo una historia con Virgilio. O, mejor dicho, con la obra de Virgilio. No termina bien, pero tampoco del todo mal. En 1998 estaba en La Habana. Participaba en un coloquio sobre literatura latinoamericana en la Casa de las Américas. Una mañana que curioseaba en los puestos de libros antiguos en la Plaza de Armas, se me ocurrió preguntar a uno de los vendedores si de casualidad tenía Muecas para escribientes, de Virgilio Piñera. Con aire hostil me respondió que ese tipo de cosas no se vendían ahí. Y el siguiente vendedor me recomendó que dejara de buscar esa clase de libros. Cuando me retiraba, un tercer vendedor me alcanzó discretamente: “Oiga, amigo, ¿usted está buscando libros de Virgilio? Dígame en dónde se hospeda. Le llevaré libros a las 5:00 pm”. Y en efecto, nos encontramos a esa hora. Decidimos entrar a la famosa cafetería del Hotel Capri para mirar con calma los volúmenes que había conseguido para mí, entre éstos, Muecas para escribientes. Nuestro encuentro se alargó por cuatro horas. Le invité algunas cervezas y conversamos sobre literatura cubana, argentina, mexicana. Me contó entonces que él formaba parte de una compañía de teatro. Recién habían presentado, de manera clandestina, la también recién estrenada obra de José Millán, Si vas a comer, espera por Virgilio, una pieza teatral muy crítica con el ambiente represivo de Cuba a finales de los sesenta y principios de los setenta. Me regaló el guion de Millán y hasta me entregó fotografías que aún conservo de la puesta en escena. Mi nuevo amigo estaba emocionado porque precisamente la obra de Millán tiene lugar en la misma cafetería en donde ahora él y yo conversábamos, el mismo sitio, además, en donde Millán y el propio Virgilio solían reunirse todos los días.
Al salir juntos de la cafetería la policía arrestó al actor y vendedor de libros. El cargo: conversar con un extranjero. Intenté defenderlo, pero se me “indicó amablemente” que debía callarme y retirarme del lugar. El “criminal” alcanzó a decirme: “Tranquilo, amigo, sin problema. Me encerrarán dos o tres días y luego me sueltan”. Quiero creer que así fue, pero lo cierto es que jamás volví a saber de él. A cambio llevé conmigo los libros, las fotografías y un guion que en ese entonces estaban prohibidos; pude preservar las voces de la rebelión. La resistencia rindió sus frutos: gracias a los insumisos como mi amigo, el propio régimen cubano terminó por rescatar el valor de varios escritores disidentes, entre ellos, Virgilio Piñera. El guion de Millán se puede leer por todas partes en la red y hasta en 2013 se filmó una película bajo la dirección de Tomás Piard.
¿Puede el humor vencer al mal? No totalmente, pero puede debilitar algunas de sus expresiones, entre ellas el poder absoluto y los totalitarismos. El mal es un misterio. Coexiste con nosotros. Tal vez nace de nosotros; o, ¿de algo trascendente? El humor también es un misterio. Coexiste con nosotros. Nace de nosotros, se expresa en la risa, la broma, el chiste la parodia, la comedia y la sátira. Nos permite resistir aquello que nos rebasa; es el mayor enemigo del poder absoluto y el mejor medio para socavarlo.