Si algo, a juicio mío, está en la raíz misma del desasosiego de las personas aquí y ahora y que se da en cualquier lugar del mundo, es la desaparición del vínculo nuclear. El vínculo nuclear se constituye con referencia a un valor trascendental como referente supremo y referencial para todas las creaturas de un entorno delimitado. Así, por ejemplo, en la ley mosaica que ha regido a los judíos, el primer mandamiento alude a Dios, un Dios personal y creador, omnipresente y providente; su existencia misma exige un ritual y funda un territorio sagrado de modo que no se usará su nombre en vano y se hará presente en la celebración comunitaria, que será periódica y fijará los días sagrados. Honrar al padre y a la madre es refrendar un compromiso, traer a cuento la gratitud y el propósito de mantener viva y, por tanto, cambiante la alianza. Uno ya es de otra generación, pero una ligada a la simiente original. Como consecuencia, la prohibición de matar es la confirmación de una hermandad, de la participación en una naturaleza común. Todos los demás mandamientos responden al tabú que han establecido todos los pueblos antiguos para garantizar la convivencia y que responde a una oscura y lúcida premonición de la latencia del mal que negaría al Creador, el Padre, el Espíritu Santo. La pre-consciencia del fenómeno entrópico.
Si tomamos como campo de análisis la civilización europea, es fácil o relativamente sencillo advertir que ese largo mestizaje —que durara poco más o menos mil años, entre las cosmovisiones griega y latina— tuvo lugar por el dinamismo del judeocristianismo, que fungió como el elemento central y vinculante de un sistema de ideas y creencias. Al primer mandamiento de la ley mosaica, "amarás a Dios sobre todas las cosas", Jesús de Nazareth añadió, “y al prójimo como a ti mismo", por amor a Él. Hombres y mujeres de los pueblos europeos se sintieron siempre europeos desde diversos paisajes y climas, desde diversas lenguas y distintos aparatos de gobierno. La distinción del mundo civil del mundo religioso y la presencia de un árbitro, el Vicario de Cristo como garante de la comunidad.
He ahí algo que explica la fundación de las universidades, la pasión por la búsqueda de la Verdad, el diálogo entre alumnos y maestros, regidores unos y otros de la institución universitaria, la frecuentación de los profesores de distintos recintos universitarios, la pasión y el placer por el saber… La universidad propiciará el pluralismo, el espíritu de cambio, la entronización de la duda. El Renacimiento con Descartes, Pascal, Lutero, la imprenta que con la gran producción de libros consolida la autonomía del individuo y el espíritu crítico, nada romperá ni interrumpirá la consolidación de lo que llamamos cultura occidental. Los nuevos elementos, las distintas rupturas en el pensamiento y las manifestaciones estéticas dieron lugar a un dinamismo que no conoció ningún otro complejo cultural previo. Todo, empero, comenzará a desfigurarse a partir de la Revolución Francesa y como nos enseñara Camus, los tiempos llamados revolucionarios tienen su centro vital a partir de un regicidio que fue, en rigor, un deicidio. Se inició un proceso de desvinculación progresiva y que desde finales del siglo XX se ha expandido, a lo largo y ancho del mundo, en progresión geométrica. En efecto:
Si alguien ha revelado con precisión lo anterior ha sido el autor de “El drama del humanismo ateo”, Henri de Lubac: el fracaso del deliberado humanismo de los pensadores que preludian los tiempos revolucionarios, Comte, Marx, Nietzsche suceden a la Revolución. Si un autor, añado yo, prefiguró tan desesperanzador fracaso, fue el Marqués de Sade, pues en él, como advirtiera un personaje de Dostoievski, encarna mejor que en ningún otro una sentencia categórica y deslumbrante: “si Dios no existe todo está permitido”. He aquí algo que nos ayuda a entender cabalmente al Cristo cuando dice a Pilatos, que le había reclamado la acusación de sus paisanos en el sentido de que se había proclamado Rey, “mi Reino no es de este mundo”. Y es que los humanistas que acompañan y suceden a la Revolución pretendieron la construcción del “paraíso” en la Tierra, llámesele sociedad civil escindida de lo sagrado, reino de la libertad que trasciende la necesidad, advenimiento del súper hombre, fin de la historia y plasmación de la Idea… Si no hay naturaleza humana vinculante que se afirma desde la y las diferencias, la libertad del más fuerte —sea individual o encarnada en un colectivo— someterá al resto de los humanos hasta despojarlos de toda humanidad.
Afirmar que el hombre es libertad libre de esencialidad conduce, paradójicamente, a la tiranía. Y así como Tomás de Aquino advirtió que quien quiere poder querrá siempre más poder y lo mismo quien ha apostado a la riqueza o a la lujuria, asimismo si un hombre y un sistema cualquiera puede tornarse soberano, el tedium vitae disparará múltiples alucinaciones, disparatados voluntarismos que traen a colación aquella luminosa reacción de don Quijote ante propósitos de ese jaez, a saber, “la razón de la sinrazón que a mi razón se hace”. Una humorada del poeta Prévert viene a mi mente: “al paso que vamos pronto creeremos que hemos nacido de una idea”. Lo grotesco es que se acompañan los dislates de legislación, acaban amparándose en ella, hasta que las más conspicuas aberraciones se vuelven para el vulgo —y al paso que vamos la mayoría de los habitantes de este mundo serán vulgo— verdades, tornándose, por lo mismo, en lo que no se discute y se impone. Quien osa cuestionarlo es un delincuente sin remedio. El miedo se va apoderando así de la sociedad.
Si los Trascendentales del Ser nos hermanan frente al misterio, nos hacen sentirnos partícipes de una inefable Divinidad y nos llevan a comprendernos como seres diferenciados pero análogos, su negación entraña la guerra y preludia el exterminio. El sueño de la Razón, la pretensión de la construcción del Reino, qué bien lo visualizó y lo vivió Goya, engendra monstruos. Y en medio del embate de tales monstruos andamos parasitando este siglo XXI.