La pregunta por el mal ha acompañado al ser humano desde que apareció en la faz de la tierra. Muchas respuestas se han dado y ninguna alcanza a responderla. En el presente texto Eduardo Charpenel, profesor-investigador de la Universidad Panamericana, esboza la de Friedrich Wilhelm Schelling, poco conocida en la tradición de la metafísica cristiana. Schelling, propone Charpenel, abre un camino para entender y afrontar la complejidad del mal en el mundo contemporáneo.
Un mapa del mal. La paradoja de Epicuro
El mal es un problema perenne del pensamiento humano. Aparejada a la pregunta leibniziana sobre “¿por qué el mal y no más bien la nada?” va también, de manera ineludible, la interrogante sobre “¿a cuento de qué viene el mal?”. El asombro rebosante y el pasmo idílico sobre el ser probablemente no habrían detonado la reflexión metafísica si no hubiera, en algún trasfondo, una contraparte oscura; si no hubiera un contrapunto negativo del ser que validara, al menos de modo inicial, la intuición de que quizás hubiese sido mejor que la nada fuese, es decir, que la nada hubiese prevalecido. Pero valga decir lo obvio: ya instalados en la existencia, no tenemos más remedio que encargarnos de nosotros mismos, de nuestro ser y de nuestra humanitas, de la naturaleza y del peso cósmico, con todas las alegrías y las desventuras que esto conlleva.
¿Irrealidad? ¿Pérdida o exceso de ser? ¿Culpa divina o humana? Muchas de estas opciones ya han sido exploradas. Pensemos, por poner un ejemplo, en la paradoja de Epicuro, con la cual trató de demostrar la imposibilidad lógica de la existencia tanto de Dios como del mal —es decir, tomados estos dos en su conjunto— mediante cuatro opciones, cada una de ellas inviable a su parecer: 1) ¿Quiere Dios prevenir el mal, pero no es capaz? Entonces, Dios no es omnipotente. 2) ¿Dios es capaz de prevenir el mal, pero no desea hacerlo? Entonces, es malévolo. 3) ¿Dios quiere prevenir el mal y es capaz de hacerlo? Entonces, ¿de dónde viene el mal? Y 4) ¿Dios no es capaz de prevenir el mal ni desea hacerlo? Entonces, ¿por qué lo llamamos Dios?
Con esta lógica, el pensador de la isla de Samos consideró que habría probado de forma tajante que pensar en Dios como lo hacemos es un sinsentido. Las cualidades que atribuimos a Dios tales como la omnisciencia, la omnibenevolencia, la omnipotencia, etcétera, no pueden ser, a su juicio, coherentemente atribuidas a un mismo ser, por lo cual alguna de ellas debiese ser descartada del panorama. La conclusión que el propio Epicuro derivó fue que, si Dios o los dioses existen, estos no se ocupan de nosotros ni les importamos —de lo cual tenemos como prueba fehaciente precisamente el hecho de que permiten el mal–, por lo que al menos tenemos el consuelo de que no debemos conducir nuestra vida atemorizados o con supersticiones.
La ortodoxia sobre el mal y perplejidades derivadas
Con su paradoja Epicuro no hizo más que delinear con un poco de mayor precisión —sin puntualizar todavía las múltiples variables y subvariables de cada una de las posibilidades esbozadas— la ruta de navegación: por decirlo de algún modo, arrojó cierta luz sobre los caminos por los cuales la humanidad ha caminado al habérselas con esta problemática. Así, por ejemplo, al menos en la tradición teológica cristiana más extendida —yendo desde san Agustín a Leibniz, pasando por santo Tomás—, es posible decir que la tercera opción antes mencionada ha sido aquella por la cual la mayoría de los pensadores de la ortodoxia se han decantado. En pocas palabras, lo que desde este frente se ha dicho es que Dios tiene razones de alto peso —inescrutables de suyo para nosotros— por las cuales “permite” o “tolera” el mal. Ya sea para no inmiscuirse en la libertad humana o para extraer de los males ciertos bienes mayores, el mal —piénsese bajo la forma que se quiera— estaría justificado y tendría su plena razón de ser dentro del plan providencial.
Lo más chocante de este argumento es que nos hace considerar nuestra razón como fundamentalmente torpe; como un órgano no sólo limitado sino defectuoso que, aunque puede poner claramente las cartas sobre la mesa acerca del problema, es incapaz de llegar a una respuesta satisfactoria sobre el mismo, por lo que, mediante una humildad más forzada que deseada, no tiene otro remedio que refugiarse en el asilo de la ignorancia. En segundo lugar, incluso si el argumento pudiera ser verosímil en lo general, el resabio de duda e inconformidad prevalece. Que de ciertos males se puedan extraer algunos bienes puede parecer razonable, pero, en verdad: ¿podemos decir esto con parsimonia sobre los gulags, los campos de concentración, y otros terribles genocidios? ¿Hay algún bien último o fin posible que justifique estas tragedias ominosas? Y, en tercer lugar, y relacionado directamente con lo anterior: si Dios opera con estas catástrofes con el propósito de extraer de ellas un supuesto fin bueno, ¿acaso no estaría instrumentalizándonos? ¿Podría decirse, pues, que Dios es un utilitarista que, con la intención de extraer al término de la historia el mayor bien posible, se permite usar cualesquiera medios, por más crueles y sanguinarios que estos sean? ¿No es contrario a su naturaleza el que nos emplee como medios para para producir un determinado estado de cosas?
Para todas estas interrogantes, hay respuestas institucionales desde las ortodoxias religiosas. Pero, al menos, a mi parecer, éstas no dejan de generar un hálito de insatisfacción. Como Sócrates ya reconocía, el mal es un fenómeno vinculado con la irracionalidad. Posiblemente sea el fenómeno de irracionalidad que más permea las distintas esferas de la vida humana. Y he aquí que nos encontramos ante cierta clase de paradoja: mediante la razón buscamos penetrar en la sinrazón. Hay, por tanto, una suerte de desproporción u oposición entre el instrumento y el objeto cuando se habla del mal.
Paul Ricoeur y las formas de narrar el mal
Las consideraciones anteriores y otras afines llevaron a Paul Ricoeur a plantear una aguda propuesta. Según él, el ser humano tiene vedado un acceso puro y prístino, desde un nivel meramente teórico, hacia la esencia del mal. De ahí que en una de sus obras tempranas titulada Finitud y culpabilidad, plantee la tesis según la cual los seres humanos, a fin de dar una respuesta al problema del mal, creamos sobre todo relatos, símbolos o mitos que, más allá de resolver de tajo la cuestión, estimulan nuestras posibilidades imaginativas ante su incertidumbre —Ricoeur dirá famosamente que “el símbolo da qué pensar” —, al tiempo que median entre nuestros conflictos y nuestros distintos órdenes de acción.
De acuerdo con el pensador francés, hay en esencia dos tipos de símbolos sobre el mal: símbolos primarios (mancha, pecado, y culpa), y símbolos o mitos históricos sobre el principio o el fin del mal en los tiempos. Lo común a todos ellos es que tienen un carácter de mediación; no nos prometen un acceso corto, sino uno largo y de amplio aliento. De este modo, es menester navegar entre mitos, por ejemplo, que nos hablan sobre el origen del mal en el caos primigenio o en el seno mismo de la naturaleza, otros que nos hablan de dioses o principios malvados, otros sobre la obcecación, impertinencia y actitud de desafío por parte de los seres humanos —mitos que a su vez tienen su contrapartida en otros mitos y relatos sobre la posibilidad de la salvación y la redención—, y, finalmente, mitos sobre existencias previas —platónicos, órficos, etcétera— que nos hablan de pasados insondables e impenetrables. De todos estos símbolos y mitos, piensa Ricoeur, debemos de estar a la escucha en aras de recabar lecciones de sabiduría profunda. Somos, para él, seres falibles que, en tensión entre infinitud y finitud, debemos de reconocer nuestros límites y estar abiertos al perdón y a la humildad.
Este procedimiento de trazar una simbólica del mal lo ejecuta Ricoeur en la medida en que se adentra en el estudio y la discusión de los mitos y relatos sobre el mal en las grandes civilizaciones y culturas. También hay filósofos en su análisis que juegan un papel central. Platón y Kant, por ejemplo, ocupan sin duda un lugar destacado en su reflexión. Sin embargo, un gran ausente en esta constelación —y que, a mi entender, habría que recuperar con urgencia— es F.W.J. Schelling. No menciono a Schelling simplemente porque sea un nombre de impronta en la historia de la filosofía como lo podrían ser también Aristóteles, Descartes, Hume o Russell. La razón es distinta: en Schelling, si se me permite la expresión, hay toda una poética de la libertad y del mal. En otros términos: si hay una gran narrativa filosófica donde el drama del mal y de la libertad sean explorados, es sin duda la que desarrolla este insigne representante del idealismo alemán.
Schelling y una nueva tentativa sobre el origen y la naturaleza del mal
En su Ensayo sobre la libertad humana y los objetos con ella relacionados, de 1809, Schelling, un pensador cambiante y genial —quien, a lo largo de su pensamiento, transita por diversos parajes: filosofía de la naturaleza, de la identidad, de las edades del mundo, de la mitología y de la revelación, y filosofía positiva, por sólo mencionar algunos de los periodos consensuados entre los especialistas—, llega a una cima especulativa poco antes avizorada. Como es obvio, su objeto de estudio en el mencionado escrito es la libertad, pero, de forma totalmente contraria a lo que el título parece indicar, no desea entenderla sólo en su particular dimensión humana. Confrontado ante el fatalismo spinozista y ante la consigna de elevar la libertad a principio supremo de la filosofía —un ideal que compartió con Hölderlin y Hegel desde su época en el seminario de Tubinga—, Schelling se remonta al principio último de todas las cosas, a Dios, para tratar de entender no sólo la razón íntima de nuestra condición en el cosmos, sino junto con ello, el problema del mal.
Al abordarlo, Schelling no transita los caminos, sancionados por la tradición cristiana, de san Agustín, para quien el mal es una ausencia, privación o carencia de ser. Incapaz de existencia propia, el mal es, para el obispo de Hipona, la manifestación de la degradación o del debilitamiento de un ser; su falta de plenitud; la nulidad misma.
Para Schelling, por el contrario, la presencia del mal es tan real que una explicación como la anterior resulta insatisfactoria. Además de que contradice el mito cristiano de que el diablo, lejos de ser alguien deficiente, que carece de ser, es la más perfecta de todas las creaturas —el ángel más bello, Lucifer, “el portador de la luz”—, la tesis agustiniana explicaría sólo la incapacidad de realizar la virtud, pero no la realidad del vicio en toda su concreción y despliegue.
Argumenta entonces que en tanto la libertad es la capacidad para hacer el bien o el mal, Dios, en su condición de ser libre, tiene esa misma capacidad. Hay así en Dios, no una dualidad, es decir, una especie de doble ser en constante pugna —como lo piensan ciertos mitos originarios, como el zoroastrismo o el gnosticismo—, sino una especie de fundamento oscuro que, si bien no creó y que no es parte de su naturaleza, pero está en ella, debe someter desde su libertad. Si el fundamento puro de Dios, que lo antecede, cediera a él; es decir, si ese fundamento original se desvirtuara, se frustrara o no prosperara como ser, Dios forzosamente sería otra cosa distinta a lo que es; caería en su contrario, si se quiere ver así. Por lo tanto, ser lo que Dios es significa ser un ser contrapuesto de manera libre a algo que Dios mismo no puede permitirse ser.
A esta intención de ser lo que debe ser, Schelling la llama el “ansia” (Sehnsucht) de Dios de engendrarse a sí mismo en busca de su más completa unidad, es decir, de la perfecta concordancia consigo mismo.
Visto desde allí, la Creación sería parte de esa búsqueda que no ha sido en lo absoluto consumada. Este argumento, a la vez que se contrapone a la ortodoxia agustiniana de la Iglesia responde también a la pregunta metafísica por excelencia: “¿Por qué el ser y no más bien la nada?”: si hay ser es porque Dios debe luchar contra su opuesto, que no es un genio o un espíritu maligno, sino, dicho de manera figurada o metafórica, la oscuridad ontológica primigenia que debe ser desafiada para que la luz pueda prevalecer con toda su gloria. Sin oscuridad, la luz misma es impensable e inefectiva.
Ese drama de Dios es replicado en la finitud de sus creaturas. Ellas también deben luchar contra una negatividad que no es carencia ni debilitamiento, sino un tipo de existencia y de realidad que Schelling define primordialmente como manía (Sucht) o apetito (Begierde), o dicho con mucha mayor claridad: voluntad (Wille).
Un giro ontológico radical. El ser como voluntad
Esta noción de que el ser en algún sentido es voluntad se contrapone tanto a la Schopenhauer —quien pocas décadas después habría de señalar que esta voluntad primigenia es la causa de un sufrimiento y un desgarramiento cósmicos extendidos, que sólo pocos pueden extinguir mediante la práctica iluminada de la ética, la compasión y el ascetismo— como a la de Nietzsche, para quien, en un diagnóstico visceralmente enfrentado al de Schopenhauer, dirá que todo lo fuerte, robusto y vital de la existencia es voluntad, al punto, incluso, de afirmar que la voluntad de poder, la voluntad por la voluntad misma, es lo que debe ser afirmado como el sentido de la tierra y del Übermensch.
Para Schelling, el tema de la voluntad es radicalmente distinto. Tiene que ver, como hemos visto, con la libertad y el ansia de Dios o el llamado, en sus creaturas, a ser en un esfuerzo por remontar la dispersión y encontrar, por un lado, la unidad del propio ser y, por otro, la unidad que vincula a todas las creaturas en el plano más amplio que Dios ha dispuesto respecto a ellas. Así escribe: “En el hombre se encuentra todo el poder del principio oscuro y a la vez toda la fuerza de la luz. En él se encuentran el abismo más profundo y el cielo más elevado, o ambos centros. La voluntad del hombre es el germen, oculto en el ansia eterna del Dios que sólo subsiste todavía en el fundamento; es el rayo de vida divino aprisionado en la profundidad, que Dios percibió cuando concibió la voluntad para la naturaleza. Sólo [en el hombre] Dios ha amado al mundo; y es precisamente esta imagen de Dios la que fue alcanzada en el centro por el ansia cuando ésta se opuso a la luz. Debido a que surge del fundamento, el hombre —en su condición de creatura— tiene en sí un principio independiente respecto a Dios —sin que por ello cese de ser oscuro en su fundamento, surge en él al mismo tiempo algo más elevado: el espíritu. Pues el espíritu eterno es el que expresa la unidad o la palabra en la naturaleza”.
Con esta jerga —que parece ser mucho más afín a la de algunos textos sagrados o mitologías arcaicas y ancestrales que a la de los tratados de metafísica— Schelling dibuja la trama existencial de los seres humanos. En ningún otro ser, la tensión entre los principios es tan grande y, en consecuencia, en ningún otro sus posibilidades son tan extremas y radicales. Schelling mismo afirma que el drama existencial del ser humano estriba no en ser un animal, sino en que puede elevarse radicalmente o descender a él. Tiene, por lo mismo, la opción de afirmarse libremente en él mismo recuperando con ello su propia naturaleza espiritual y ganándose a sí mismo en el Dios vivo —es decir, en un Dios que es él mismo vida.
Dicho Dios no logró ser comprendido ni por Spinoza, en su esquema mecanicista, ni por Kant y Fichte, quienes lo miraron como un mero garante de moralidad bajo la idea del bien supremo. Ninguno de ellos logró tampoco concebir al Creador como persona (Person). Ni, por lo mismo, el rescate que realiza en los hombres mediante el amor (Lieben) que derrama en aquellos que recuperan la unidad espiritual universal. Cuando el ser humano rechaza el origen y el centro de este Dios, lleva una vida de falsedad y simulacro, una vida que afirma su existencia desde una particularidad endeble como la que constituyen el deseo y el apetito desvirtuados: una particularidad en la que, como seres naturales, en mayor o menor medida, hemos incurrido, y, en virtud de la cual, la muerte se convierte en un estadio ineludible para la purificación, la beatitud y la redención. En esta perspectiva, el mal adquiere, con notorias inflexiones bíblicas, tintes de falsedad, solipsismo, egoísmo, y soberbia.
El drama de las creaturas y la nostalgia divina
Esta realidad hace que la vida finita del mundo natural esté impregnada de tristeza (Traurigkeit). El llamado a ser, que sólo está al servicio “de la eterna alegría de la superación”, tiene un “velo de pesadumbre (Schwermuth) que se extiende sobre toda la naturaleza, la profunda e inquebrantable melancolía (Melancholie) de toda vida. La alegría ha de contener el dolor, el dolor ha de transfigurarse en alegría. Por consiguiente, lo que procede de la mera condición o del fundamento, no procede de Dios, aunque esto sea necesario para su existencia” (Schelling, 1989, p. 263). Así, del carácter efímero y transitorio de todo lo existente se desprende un malestar, una honda tristeza metafísica. Pensemos, por sólo poner un ejemplo, en todos los seres queridos de los cuales el ser humano tiene que despedirse y desprenderse dolorosamente a lo largo de su vida. En este sentido, Schelling coincide con Nietzsche cuando este afirma que todo goce reclama eternidad. Pero se distancia de él en que mientras Nietzsche busca recuperar esa eternidad mediante su doctrina del eterno retorno, en Schelling queda emplazada a la esperanza y al cumplimiento de la promesa religiosa.
El Dios que sufre
Llegado allí, Schelling llega a la pregunta por el mal: “[…] después de todo lo dicho, ¿tiene el mal algún desenlace?, y ¿cómo? ¿Tiene acaso la creación alguna meta?, y, si esto es así, ¿por qué no se alcanza inmediatamente, por qué no se da la perfección ya desde un principio?” A lo que responde a partir de sus reflexiones anteriores: porque “[…] Dios es una vida y no sólo un ser. Y toda vida tiene un destino y está sometida al sufrimiento y al devenir. También Dios se ha sometido voluntariamente a este destino desde el momento en que para volverse personal separó el mundo de la luz del de las tinieblas. El ser sólo se torna sensible a sí mismo en el devenir, pero en el ser no existe ciertamente ningún devenir, antes bien, él mismo reposa en el devenir como eternidad; pero en la realización por oposición hay necesariamente un devenir. Sin el concepto de un Dios que sufre humanamente, común a todos los misterios y religiones espirituales de la Antigüedad, toda la historia permanecería incomprensible; las propias Escrituras distinguen períodos dentro de la revelación y sitúan en un futuro lejano la época en que Dios será todo en todo, es decir, la época en la que se realizará completamente” (Schelling, 1989, pp. 274-275).
Para Schelling, Dios sufre. No es afectivamente indiferente al destino de sus creaturas. (Se podría objetar que Dios, por su perfección, no tiene esa capacidad, pero incluso desde la ortodoxia se afirma, quizás de modo poco reflexivo, que “Dios es amor” y un amor que no se contrista por la desventura o los infortunios de los seres amados no es digno de este nombre) y así acompaña a su creatura para que el bien se eleve “desde las tinieblas hasta la actualidad a fin de” que vivamos junto a él imperecederamente” y el mal sea “arrojado eternamente al no ser” (Schelling, 1989, p. 275). Ese es el fin último de la creación, un fin que Dios no puede forzar por la radical libertad que le otorgó a sus creaturas y en virtud de la cual los seres humanos tienen que buscar la propia luz del principio puro en un proceso que no puede ser acelerado o decantado con precipitación. Entretanto no ocurra, Dios padece junto con sus creaturas a la par que va sentando los medios para la redención que será vivificación y exaltación plenas. Schelling ve una constatación de ello en las Escrituras cuando dicen que Cristo tiene que reinar hasta que todos sus enemigos estén a sus pies, y el último de ellos será la muerte (1 Corintios 15: 25-27).
(In)conclusión. Nuevas perplejidades
La posición de Schelling trasciende así las oposiciones tradicionales que ven el mal como ausencia de bien y debilitamiento del ser, y las maniqueas y gnósticas que lo miran como un principio del mismo rango y jerarquía que el bien. Este intento, a todas luces genial y ambicioso, no resuelve el problema del mal, pero nos permite divisar la posibilidad de un nuevo orden de cosas, y nuevas y distintas posibilidades de sentido. Traigo de nuevo la tesis de Ricoeur, según la cual los símbolos y los mitos “dan qué pensar”. En una época tan agotada y herida por el mal, explorar la poética de Schelling es un remanso. Sus páginas se convierten en un sendero poco explorado y con aires frescos que vale la pena recorrer para vislumbrar nuevos caminos y horizontes que, al menos, nos permitan lidiar o convivir de mejor manera con la más aciaga de las preguntas: ¿a cuento de qué, en efecto, viene el mal?