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Caminos hacia la paz
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Editorial

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Es innegable que México es un país que abunda en leyes.  También es innegable que el Estado no cesa de legiferar, es decir, de dictar normas de manera precipitada y con poco o ningún fundamento. Tampoco son escasos los funcionarios y representantes populares que creen –informados o en la ignorancia– que puede restablecerse un sistema de justicia y derecho con sólo terminar con la corrupción. Pero, ¿se puede restablecer algo que nunca ha funcionado?

En México no hay un sistema de justicia. Con una impunidad superior al 98% queda claro que se trata de algo peor que fallido y, desde luego, será todo, menos un sistema de justicia. 

Frente a la violencia que vivimos, los tribunales e instancias jurídicas están rebasados más allá de la saturación; las policías y guardias nacionales e incluso las fuerzas armadas cada día caen más abajo, tanto en su credibilidad como en su eficacia.

Dejemos de lado, por el momento, lo más importante en esta violencia descomunal: la vida humana y su dignidad, y supongamos, desde la frialdad de las cifras, que el Estado lograra milagrosamente una mejora del 100% de sus instituciones impartidoras de justicia. Si tomamos en cuenta que su eficacia es del 2%, ese éxito deslumbrante quedaría tan sólo en un 96% de impunidad. Si calculáramos el costo y el tiempo que tomaría solucionar el actual esquema jurídico, sería patente un absurdo inimaginable.

Sumemos otra patología: del 2% de casos, que ahora se logran resolver, la mayoría han sido tomados por alguna organización ciudadana que los impulsa, presiona, vigila, y se resuelven por conveniencia e intervención desde el poder, de modo que incluso la excepcional aplicación de la ley se percibe como favoritismo, privilegio o influencia. Cuando las víctimas que salen de esa esfera de influencia buscan justicia, el gobierno responde con hostilidad y las revictimiza.  

Sigamos sumando datos, sólo datos: en la lucha multihomicida entre autoridades y delincuencia organizada, no hay una línea divisoria. La delincuencia está enquistada en los tres niveles de gobierno y en prácticamente la totalidad de las instituciones responsables de la seguridad y la justicia.

Es evidente que la salida del infierno no está dentro del infierno. Ha de venir de afuera. Dante requirió de la Gracia del Cielo y de la agencia y guía de Virgilio, para llegar al Purgatorio. Le esperaba todavía un largo camino, cuesta arriba, para llegar a la justicia y la paz. Era un individuo. En México, somos 130 millones.

No se trata, por lo tanto, de hacer mejor las cosas, sino de cambiar de esquema, rumbo, estructura. 

Una guía reciente es la llamada justicia transicional. No es un acervo de técnicas aplicables, sino el campo en el que se van construyendo recursos jurídicos, políticos y, en algún caso, económicos para transitar de una situación inhumana a un régimen político habitable y digno. 

El origen de esa justicia es debatible. Jon Elster hace una lectura histórica, desde la transición democrática en la antigua Atenas, por ejemplo. Por su parte, Ruti Teitel afirma que se trata de un proceso exclusivamente moderno y contemporáneo. Entre ambas posturas hay una interesantísima discusión de historia de las ideas, pero no es nuestro cometido, por ahora, en el presente número de Conspiratio. La urgencia disuelve la importancia. El hecho es que, como disciplina, o tema, recibe su bautizo en 1994, cuando Neil Kritz publicó una antología de varios autores en tres tomos: Transitional Justice. Su objetivo está en el subtítulo: “Cómo las democracias emergentes lidian con los regímenes anteriores”. Para el año 2000, el título de los libros era ya un área de estudios y un campo práctico cundidos por todo el mundo. 

La justicia transicional tiene muchas complejidades. Inevitablemente, la que pertenece a todo esquema de derecho: la relación entre el orden del juicio, el pensamiento, las ideas y los conceptos, en suma, el orden de la ley; y el de la realidad de los hechos que pertenece al de los actos y las voluntades. No hay receta posible: cada caso, cada sociedad en transición debe ser considerada en su propia complejidad y circunstancias. No es, pues, un conjunto de técnicas sino una voluntad de paz para las sociedades políticas; es decir, aquellas en las que los ciudadanos son todavía libres y pueden expresar su voluntad acerca de las cosas públicas. No hay justicia transicional para quienes detentan regímenes autoritarios, tiranías o dictaduras.

Sin embargo, la experiencia y la historia son parte necesaria de un orden jurídico viable. El infierno es multiforme: la guerra, la opresión, la dictadura… Para salir de él, rumbo a una paz digna, la justicia transicional ha podido enunciar cuatro ejes básicos e indispensables: verdad, justicia, reparación y no repetición. Hay quienes proponen incluir a la memoria como quinto eje. Otros dicen que la memoria está incluida y es indispensable, pero no es un eje de acción, sino una facultad humana y una disposición general. Como sea, la memoria es constituyente. Sobre todo, porque cada víctima es una vida humana y no hay víctimas en sentido abstracto. Pero incluso los procesos de pacificación cuentan con grupos y posiciones beligerantes.

En todo caso, por estas vías o por aquéllas, el camino es arduo, largo, difícil. Quienes tienen el poder se benefician del estado actual: muchos personajes públicos, legisladores, gobernantes, gente de partido, súbditos de la soberanía (que existe en los textos y se pisotea en el territorio) se rehúsan a considerar una transición asistida incluso por instituciones y organismos internacionales. Este ha sido el caso de los gobiernos anteriores, pero en particular el de Andrés Manuel López Obrador que, como presidente electo, convocado por las víctimas y de manera pública, la aceptó; ya como presidente constitucional, la traicionó fortaleciendo al ejército, despreciando a las víctimas y ejerciendo una connivencia con el crimen. Otros, quizá una minoría, seguimos creyendo indispensable y urgente la construcción de un camino hacia la paz; un camino que requiere la verdad, la justicia y la memoria. Sabemos que no hay democracia viable sin justicia; que no hay justicia sin verdad, y que la paz no es un resultado accidental del acomodo político o jurídico. 

Este número de Conspiratio intenta ofrecer un panorama sobre estos ejes, su urgente adopción y adaptación, y las posibilidades de actuar –todavía– sobre una realidad que anda a saltos hacia la barbarie.

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