En 2012, con el número 15 y el título de «En busca de la democracia perdida», la revista Conspiratio dejó de publicarse. Heredera de otra revista que concluyó su tarea después de 15 años de ardua labor (1994-2007), el cierre de Conspiratio no fue, como el de Ixtus, una decisión meditada por sus editores y anunciada a sus lectores en su último número. Fue, por el contrario, la abrupta consecuencia de múltiples y dolorosos factores de los que no tiene sentido hablar aquí.
Después de 11 años de silencio, varios de los amigos que hicieron posible ambas revistas, y a los que se han sumado nuevos amigos, hemos decidido retomarla en un formato distinto y con una visión, si no más amplia, al menos más penetrante frente a la crisis civilizatoria.
Entendemos que las crisis civilizatorias son esos periodos en los que los conceptos que dan sentido a una cultura colapsan y desembocan en una destrucción y un cambio de paradigma. La que hoy vivimos es inédita. A diferencia, por ejemplo, de la caída de Roma o de la de Tenochtitlán, ésta es mundial. Desafía lo que el Occidente cristiano y sus rostros seculares, la Ilustración y la Revolución Industrial, dieron al mundo. Sus síntomas son la desconfianza y el recelo, el desfondamiento del Estado y sus instituciones, violencias que debíamos haber superado hace siglos, nuevas pandemias, cambio climático, manipulaciones genéticas; además, la robótica, la informática y la inteligencia artificial, que, si bien han dinamizado la colaboración y el conocimiento, amenazan con falsificar el mundo y lo humano tal y como hasta ahora lo conocíamos. Se suman a este panorama, varios intentos de volver a formas de control nacidas de ideologías extenuadas, caos y ausencia de un criterio de verdad. Si la palabra no escandalizara, habría que decir que vivimos un tiempo apocalíptico en el doble sentido que el término guarda: destrucción y revelación. Transitamos, así, por una franja vacía donde, como decía Gramsci, «lo viejo no acaba de morir y lo nuevo no acaba de nacer» y donde, como nunca en la historia de la humanidad, eso que no acaba de nacer parece anunciar otra, muy distinta, idea del ser humano y del mundo. ¿Cómo llegamos hasta aquí? ¿Hay manera de preservar y cultivar eso humano que comienza a desintegrarse y que está en el fondo de lo mejor de Occidente y de muchas de las tradiciones Orientales?
Hemos pensado en ello y decidido retomar para esta nueva publicación el nombre de Conspiratio. Tal vez, de no haber cerrado de la manera abrupta en que sucedió, éste habría sido su camino.
Además de remontarnos a un momento fundacional de la vida de Occidente —el de las primeras comunidades cristianas que en su liturgia preservaban el nuevo amor que el Evangelio trajo al mundo—, la conspiratio pone de manifiesto algo que la era de lo virtual está desplazando: las relaciones humanas directas, carnales, en el sentido más somático del término. En consecuencia, lo que constituye el fundamento de uno de los bastiones más preciados de Occidente ha entrado también en crisis: la democracia.
Como lo mostró Iván Illich, «tendemos a admitir que nuestra idea sobre la democracia, nuestras certezas democráticas, derivan en cierta forma de la política griega, de la idea de polis, que Cicerón tradujo como civitas, [idea] que vendría a constituir el contenido que hoy en día le damos al concepto de ciudadano». Esta idea, sin embargo, oculta una realidad más profunda y, en cierta forma, muy diferente a la actual. Un «ciudadano» de Atenas, por ejemplo, no sólo nacía en una ciudad; nacía, sobre todo, de la ciudad. La ciudad se concebía como una matriz, como un vientre materno. Así, todos los atenienses provenían de su madre Atenas y, en consecuencia, sólo podían actuar «según las necesidades y características de su ciudad». Todos ellos pertenecían a un «nosotros», que excluía a quienes no habían nacido en y de esa misma matriz. «En el periodo romano tardío, gracias a la idea ciceroniana del ciudadano, se volvió posible ser adoptado por una ciudad». Un ejemplo de ello es Pablo de Tarso, cuya adopción como ciudadano romano no sólo le valió ser juzgado bajo las leyes de esa matriz, sino, a diferencia del judío Pedro, no morir crucificado.
Sin embargo, esta idea de ciudadano nos ha hecho olvidar su parte cristiana. Si algo caracteriza al Evangelio es que trajo al mundo una idea absolutamente nueva del amor. Como lo muestra la parábola del Buen Samaritano (Lc. 10, 25-37), por primera vez los seres humanos pudieron no sólo elegir voluntaria y libremente a quién amar más allá y por encima de su matriz cultural, sino hacerlo incluso con —algo absolutamente inaudito— un enemigo. Recordemos que el samaritano del que habla la parábola era un enemigo del judío, un renegado que, natural de un reino septentrional de Israel, se había desgajado de la matriz hebrea y no sacrificaba en el templo como lo prescribía la ley judía.
A partir de ese momento y desde los primeros siglos del cristianismo, cuando los cristianos vivían y tenían todo en común (Hech. 2: 42-44), la reunión eucarística pretendía explícitamente establecer un nuevo «nosotros»: el de la experiencia de personas que se reunían alrededor de una celebración, expresada en dos momentos importantes, a saber, «la conspiratio y la comestio». La primera, que toma su sentido de spiritus, el aliento, el espíritu, que es la forma suprema de la interioridad, se expresaba por un beso en la boca, mediante el cual, los participantes compartían su aliento, su espíritu, y designaban la unión con el aliento santo, el espíritu santo: la comunidad que toma forma en el aliento amoroso de Dios. Era una co-respiración, una conspiración, es decir, la creación de una atmósfera común. Un momento profundamente somático, como el de la comestio, es decir, la comunión de la carne, la incorporación de los creyentes en el Verbo encarnado. Por medio de ellos las diferencias quedaban abolidas. Ya no había, como decía Pablo, ni judío ni griego, ni esclavo ni amo, ni hombre ni mujer, «porque son uno en Cristo» (Gal. 3: 28).
Esta comunidad absolutamente democrática, enclavada en el mundo, pero, a la vez, ajena a él, hizo probablemente que la palabra conspiratio, adquiriera para el mundo romano el sentido que hoy tiene la palabra conspiración en español: la alianza de un grupo de rebeldes que trata de subvertir la comunidad política fundada en la dominación y la exclusión. Para los poderes políticos, esos seres besucones conspiraban, rompían cualquier poder; eran rebeldes peligrosos como su fundador.
En estos tiempos de miseria, como los llamaría Hölderlin, creemos que Conspiratio define bien un mundo de crisis civilizatoria. Situados en ella, sin mayor pretensión que el amor por los seres humanos y el mundo en donde la vida florece, queremos pensar esta crisis sin hacernos trampas y con la única intención de hablar con toda la verdad de la que somos capaces.
«Todas las generaciones —dijo alguna vez Albert Camus— se creen destinadas a rehacer el mundo», las que se han reunido alrededor de esta Conspiratio saben, como lo supo Camus, que no podrán. Pero saben también, junto con T. S. Eliot, que tienen el deber de «volver a traducir a sus clásicos». Cada generación deja su apuesta de reconstrucción, reparación y se define a sí misma en el tiempo. Lo que nos proponemos está, por lo mismo, obligado a la modestia. Consiste en pesar el mundo para comprenderlo y que no se deshaga, para que lo humano que aún permanece no se pierda.
Somos, por lo mismo, más que un grupo editorial, una fraternidad que en su conspiratio no busca ni presentar soluciones a la crisis ni dar lecciones de moral, sino plantarnos amorosamente de cara a la verdad, que siempre es huidiza y misteriosa, y a la libertad, que siempre es exigente y dura de vivir, para no traicionar esa promesa de fidelidad a la vida y al mundo que cada mañana nos hacemos en silencio.
Si, de entre todos los temas que iremos hallando a lo largo del tiempo, decidimos iniciar con el del lenguaje, es porque creemos que uno de los problemas fundamentales de la crisis que vivimos es su desmoronamiento. El lenguaje es lo que da sentido a lo humano. Y nuestro mundo, decía Octavio Paz, está hecho de palabras; cuando sus significados vacilan y se empobrecen, «las sociedades se pierden y se prostituyen». Nuestro mundo atraviesa por una realidad así: las flexiones lingüísticas han oscurecido su sentido —sabemos lo que ellas denotan, pero ya no lo que connotan—, nuestro léxico se ha empobrecido de manera alarmante. Según el Diccionario de la Real Academia, el español tiene 88 mil palabras. El vocabulario con el que trabajaba Cervantes era de 23 mil, un universo léxico que supera al de cualquier autor posterior. Con esa cuarta parte del idioma español, Cervantes creó un universo que aún nos trasciende.
Hoy en día, el universo léxico del mexicano promedio es de entre 500 y 240 palabras, vocabulario que la publicidad y el uso de las redes sociales reducen aún más: los publicistas dicen que el anuncio perfecto no debe tener palabras de más de cuatro sílabas ni oraciones con frases subordinadas; las reglas de X —antes Twitter— constriñen la comunicación a 280 caracteres: entre 30 y 35 palabras, descontando artículos, preposiciones y puntuación, cuando la hay. Con eso, ¿acaso hay manera de dialogar, comprender o crear un mundo? Circunscritos a un habla cada vez más pobre y estrecha, agobiados por la prisa del decir que impone la tecnología mediática e incapaces de comprender algo que escapa a esa precariedad, quedamos atrapados en una suerte de parloteo sin sustancia.
A esto hay que agregar lo que George Steiner ya señalaba: la perversión lingüística de nuestra clase política que emplea la palabra para justificar la falsía. Contaminada de oscuridad y de locura no hay mentira, por más burda que sea, cuyos discursos no justifiquen tercamente, ni crueldad, por más abyecta y espeluznante que se presente, que no se disculpe o se encubra en la inane verborrea que borra y secuestra las cosas públicas.
Con este número retomamos una larga conversación iniciada hace muchos años. Esperamos que esta comunidad, esta conspiratio, que la anima, crezca con sus lectores y se multiplique.