Cuando Octavio Paz editó sus obras completas para el Fondo de Cultura Económica, agrupó, bajo el rótulo “Los privilegios de la vista” sus ensayos sobre artes plásticas. En esos textos hace de crítico de arte a propósito de la obra de Dr. Atl, José Guadalupe Posada o José María Velasco entre muchos otros. El título de los volúmenes es poético, pero no es acertado. O, al menos, es incompleto: la vista tiene privilegios, pero tiene hartos problemas e inconvenientes. Me explico.
Desde que Platón puso en palabras sus intuiciones místicas sobre el Bien y la Belleza, utilizó vocabulario propio de la vista para describirlo. La palabra con la que nombró la noción de “esencia”, tan fundamental en su filosofía, es εἶδος (eîdos), que quiere decir, de alguna manera, “lo visto”. Como si el sentido de la vista tuviera el privilegio y la facultad de conocer el fondo último de las cosas.
Aristóteles también habló del sentido de la vista como una maravilla de maravillas; ella es “de las sensaciones, la que más nos hace conocer y muestra múltiples diferencias” (Aristoteles, Metafísica A, 980a25). Así, el sentido de la vista se ha erigido como principio de conocimiento primero, pero también como fuente de placer y como fuente de escala y de proporción. En algún lugar de la obra de Illich, de cuya referencia no puedo acordarme –y que un aristotélico haría bien en recuperar–, se dice que el propio Estagirita sostiene que una ciudad no ha de crecer más allá de donde alance la vista.
En otro ensayo, cuya referencia sí tengo a la mano, Hans Jonas (El principio vida, pp. 191-216) dedica veinticinco páginas a describir la “nobleza” de la vista en contraste con todos los otros sentidos, para exaltar su capacidad cognitiva y las posibilidades que su privilegio abre para una forma de vida teórica, reflexiva, silogística, científica, etcétera. Sin embargo, el ensayo de Jonas, así como las alabanzas de Platón y de Aristóteles, tienen un punto flaco: tanto el ojo como todo otro órgano sensitivo depende, en su operatividad, de una sensibilidad más primaria de contacto que, en última instancia, no es sino tacto.
El ojo no ve si su pupila no es irritada por la luz; el oído no escucha si las ondas sonoras no golpean, físicamente, el martillo, el yunque y el estribo; la nariz no olfatea si los gases que inspira no irritan sus tejidos; el gusto no saborea si no hay contacto entre el objeto y las glándulas propias. Como fundamento de todo órgano sensible reside el tacto, que hace posible la sensación. Con ello admito, de entrada, que el tacto es en principio mucho menos especializado que los otros sentidos, pero también sostengo que es mucho más fundamental, primario, importante y, en última instancia, salvífico: efectivamente, el tacto nos salvará de las perversiones de la vista.
El sentido de la vista, precisamente por su carácter “teórico”, es decir, por su carácter distante, ha privilegiado una razón conceptual, separada de su objeto. O, más precisamente, conoce bajo la forma del “objeto”, situando en frente y lejos aquello que conoce. Para ello, debe perder la relación vital que tiene con ello. Nadie puede distinguir lo que ve si está demasiado cerca. Así, para hacer una buena fotografía, es necesario parar la experiencia, distanciarse, desengarzarse del objeto fotografiado, crear un cuadro, y disparar. Incluso el selfi es una operación de detenimiento vital, de auto-objetivación, de fractura entre la persona que vive y la vivencia vivida. Pero así cualquier otra experiencia visual: depende de la distancia y de una cierta lejanía, de una posición frontal, de una dialéctica de oposición entre la vista y lo visto.
Así lo han criticado filósofos como Horkheimer y Adorno, que reconocieron en la vista el principio de la razón instrumental, ese operar de la razón que hace de todas las cosas un medio respecto de un fin. Este principio ha operado no solo dentro de la historia del pensamiento, sino dentro de los principios que han guiado la construcción de Occidente: nuestra arquitectura es visual, nuestro urbanismo lo es también, nuestra política se trata de visibilidad, nuestro espectáculo es en esencia el deleite del ojo.
Juhani Pallasmaa, arquitecto, se dio cuenta del problema que esta exacerbación tiene respecto de la formulación de un determinado “yo” o de la noción de “persona”. Para él, Occidente ha funcionado desde un “ocularcentrismo”, un principio operativo constructivo por el que no solo la filosofía, sino las ciudades mismas se han edificado a partir de lo que nuestros ojos ven. El problema con ello es que hemos degenerado en un sujeto desengarzado de su mundo y de su prójimo, incapaz de conectar con todos los otros factores de la experiencia vivida que no son visuales y que igualmente constituyen mundo y constituyen “yo”. Especialmente notable es la hipérbole perfecta que las redes sociales suponen para el entronamiento de la experiencia visual: Instagram y Tiktok son festivales de lo visible y transforman las relaciones humanas en espectáculos para el ojo, creando con ello relaciones humanas entre seres humanos que no necesariamente habrán de tocarse, escucharse u olerse nunca.
Sin embargo, el tacto es el más fundamental de los sentidos; una civilización que escuche al tacto más que a la vista estará centrada en entornos proporcionados. Los límites que el tacto impone son también sus infinitas posibilidades: si el tacto nos priva de distancia, nos regala la mayor de las profundidades.
Se puede mirar a una persona sin conocerla. Pero no se puede tocar a nadie sin asistir a un acontecimiento de proporciones místicas. Levinas descubrió en el apretón de manos una relación de infinito, vertiginosa, en donde la mano tocada es también una mano que toca, que a su vez siente que es tocada y se siente a sí misma siendo tocada. Michel Henry describió la misma experiencia en su Encarnación, el mejor tratado sobre el cuerpo que se haya escrito en la filosofía contemporánea.
El tacto es el fundamento de nuestra experiencia del mundo. Es la posibilidad no solo de conocer el exterior, sino de conocernos a nosotros mismos y de tener noticia de nuestro propio pathos por el que estamos vivos y por el que recibimos la vida. Por el tacto integramos la experiencia del mundo con nosotros mismos. La unidad de la vida y de la experiencia de los otros sentidos viene dada por él: en nuestra piel, en nuestra experiencia táctil interna, integramos el mundo y constituimos el sentido de la realidad en un “yo” que sabe de sí, primeramente, por su propia experiencia íntima. Así lo describe Pallasmaa respecto de la experiencia que tenemos de las ciudades que habitamos:
Yo enfrento la ciudad con mi cuerpo; mis piernas miden la longitud de los soportales y la anchura de la plaza: mi mirada proyecto inconscientemente mi cuerpo sobre la fachada de la catedral, donde deambula por las molduras y los contornos, sintiendo el tamaño de los entrantes y salientes; el peso de mi cuerpo se encuentra con la masa de la puerta de la catedral y mi mano agarra el tirador de la puerta al entrar en el oscuro vacío que hay detrás (Pallasmaa, Los ojos de la piel, p. 49)
Pallasmaa aboga por una “arquitectura sensorial”, en contraste con la imperante comprensión visual del arte de la construcción. Lo que ésta nos ha dado, en el mundo contemporáneo, son edificios impresionantes a los ojos, pero inhabitables para sus usuarios; calles y formas urbanas espectaculares para la fotografía, pero en las que un peatón difícilmente puede pasear. La arquitectura de Pallasmaa busca privilegiar el tacto y la experiencia completa que el sujeto tiene de la ciudad, atendiendo que no solo “vemos” la calle, sino que la escuchamos, la olemos y la tocamos, pero sobre todo atendiendo que la noción de “yo” se constituye también en esa experiencia.
El sujeto contemporáneo, que ha asentado su identidad en el sentido de la vista, es un sujeto desengarzado de su mundo, incapaz de aproximarse a su prójimo en una relación de familiaridad y de cercanía. Es un individuo que necesita de la distancia para ser quien es, para afirmarse, que no quiere involucrarse porque en ese involucramiento “pierde” mundo y “pierde” al otro, pero lo que en realidad sucede es que se pierde a sí mismo.
Alabo, por lo tanto, al tacto, como el sentido que puede dar fundamento a relaciones humanas proporcionadas, salvíficas, que integren al ser humano en un entorno mesurable y sí, lleno de dolor, de aromas indeseables, de limitaciones espaciales, pero también lleno de propósito y sentido.
Referencias bibliográficas:
Aristóteles, Metafísica, Madrid: Gredos, trad. de Tomás Calvo.
Jonas, Hans. El principio vida. Hacia una biología filosófica. Madrid: Trotta, trad. J. Mardomingo.
Pallasmaa, Juhani. Los ojos de la piel. La arquitectura y los sentidos. Barcelona/México: Gustavo Gili Editorial.