REGISTRO DEL TIEMPO
7/5/2024

La Shoah después de Gaza

Pankaj Mishra

Con permiso de los editores de London Review of Books, reproducimos traducido al español este ensayo de Pankaj Mishra sobre la memoria ética del Holocausto a la luz de la guerra en Gaza. El planteamiento de Mishra detonó un intenso debate que vale la pena retomar. Mishra sostiene que Gaza se ha convertido en la condición de la conciencia política y ética del siglo XXI. Muchos de los manifestantes que han salido a las calles o que, como hemos visto en las últimas semanas, han tomado las universidades, juzgan al gobierno de Israel por sus acciones en Gaza y no por una exigencia de respeto incuestionable bajo la sombra de la Shoah. Los críticos del gobierno israelí rechazan que se extraiga de la memoria del Holocausto una cruda lección de darwinismo social: la supervivencia de un grupo de personas a expensas de otro. Estos hombres y mujeres saben que si hay alguna lección que extraer de la Shoah es Nunca más para nadie.

En 1977, un año antes de suicidarse, el escritor austriaco Jean Améry se enteró por la prensa de las torturas sistemáticas a prisioneros árabes en prisiones israelíes. Detenido en Bélgica en 1943 por distribuir panfletos antinazis, Améry había sido brutalmente torturado por la Gestapo y deportado a Auschwitz. Consiguió sobrevivir, pero nunca pudo ver sus tormentos como cosas del pasado. Insistía en que quien es torturado permanece torturado y que su trauma es irrevocable. Como muchos sobrevivientes de los campos de exterminio nazis, Améry llegó a sentir una “conexión existencial” con Israel en la década de 1960. Atacó obsesivamente a los críticos de izquierdas del Estado judío tachándolos de “irreflexivos y sin escrúpulos”, y es posible que él haya sido uno de los primeros en afirmar, como hacen ahora los dirigentes y partidarios de Israel, que los antisemitas virulentos se disfrazan de virtuosos antiimperialistas y antisionistas. Sin embargo, los informes “ciertamente precarios” sobre torturas en las cárceles israelíes llevaron a Améry a plantearse los límites de su solidaridad con el Estado judío. En uno de los últimos ensayos que publicó, escribió: “Hago un llamado urgente a todos los judíos que quieran ser seres humanos para que se unan a mí en la condena radical de la tortura sistemática. Donde empieza la barbarie, deben terminar incluso los compromisos existenciales”.

A Améry le molestó especialmente la apoteosis en 1977 de Menachem Begin como primer ministro de Israel. Begin, quien organizó el atentado de 1946 contra el Hotel Rey David de Jerusalén en el que murieron 91 personas, fue el primero de los francos exponentes del supremacismo judío que siguen gobernando Israel. También fue el primero en invocar sistemáticamente a Hitler, el Holocausto y la Biblia mientras agredía a los árabes y construía asentamientos en los Territorios Ocupados. En sus primeros años, el Estado de Israel mantuvo una relación ambivalente con la Shoah y sus víctimas. El primer ministro de Israel, David Ben-Gurion, consideró inicialmente a los sobrevivientes de la Shoah como “despojos humanos”, afirmando que habían sobrevivido sólo porque habían sido “malos, duros, egoístas”. Fue el rival de Ben-Gurion, Begin, un demagogo de Polonia, quien convirtió el asesinato de seis millones de judíos en una preocupación nacional intensa y en una nueva base para la identidad de Israel. La clase dirigente israelí empezó a producir y difundir una versión muy particular de la Shoah que podía utilizarse para legitimar un sionismo militante y expansionista.

Améry identificó la nueva retórica y fue categórico sobre sus consecuencias destructivas para los judíos que viven fuera de Israel. Que Begin, “con la Torá en el brazo y recurriendo a las promesas bíblicas”, hable abiertamente de robar tierras palestinas “por sí solo sería motivo suficiente”, escribió, “para que los judíos de la diáspora reexaminaran su relación con Israel”. Améry suplicó a los dirigentes israelíes que “[reconocieran] que su libertad sólo puede lograrse con su primo palestino, no contra él”.

Cinco años después, insistiendo en que los árabes eran los nuevos nazis y Yasser Arafat el nuevo Hitler, Begin atacó Líbano. Para cuando Ronald Reagan lo acusó de perpetrar un “holocausto” y le ordenó poner fin al mismo, las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI) habían matado a decenas de miles de palestinos y libaneses y arrasado amplias zonas de Beirut. En su novela Kapo (1993), el autor serbio-judío Aleksandar Tišma capta la repulsión que sintieron muchos sobrevivientes de la Shoah ante las imágenes que llegaban de Líbano: “Judíos, sus parientes, los hijos y nietos de sus contemporáneos, antiguos prisioneros de los campos, subidos a las torretas de los tanques y conduciendo, con las banderas ondeando, a través de asentamientos indefensos, a través de la carne humana, desgarrándola con balas de ametralladora, acorralando a los sobrevivientes en campos cercados con alambre de púas.”

Primo Levi, que había conocido los horrores de Auschwitz al mismo tiempo que Améry y también sentía una afinidad emocional con el nuevo Estado judío, organizó rápidamente una carta abierta de protesta y concedió una entrevista en la que afirmaba que “Israel está cayendo rápidamente en el aislamiento total... Debemos ahogar los impulsos hacia la solidaridad emocional con Israel para razonar fríamente sobre los errores de la actual clase dirigente israelí y deshacernos de esa clase dirigente”. En varias obras de ficción y no ficción, Levi había meditado no sólo sobre su estancia en el campo de exterminio y su angustioso e insuperable legado, sino también sobre las amenazas siempre presentes a la decencia y la dignidad humanas. Le indignaba especialmente la explotación de la Shoah por parte de Begin. Dos años más tarde, afirmó que “el centro de gravedad del mundo judío debe retroceder, debe salir de Israel y volver a la diáspora”.

Cuestionamientos como los expresados por Améry y Levi hoy son condenados como burdamente antisemitas. Merece la pena recordar que muchos de esos replanteamientos del sionismo y de las inquietudes sobre la percepción de los judíos en el mundo fueron promovidos por los sobrevivientes y testigos de la Shoah a raíz de la ocupación israelí del territorio palestino y su nueva mitología manipuladora. Yeshayahu Leibowitz, teólogo galardonado con el Premio Israel en 1993, ya alertaba en 1969 del peligro de la “nazificación” de Israel. En 1980, el columnista israelí Boaz Evron describió minuciosamente las etapas de esta corrosión moral: la táctica de asociar a los palestinos con los nazis y vociferar que otra Shoah es inminente estaba, temía, liberando a los israelíes de a pie de “cualquier restricción moral, ya que quien está en peligro de aniquilación se ve a sí mismo exento de cualquier consideración moral que pudiera restringir sus esfuerzos por salvarse”. Los judíos, escribía Evron, podrían acabar tratando a los “no judíos como infrahumanos” y reproduciendo “actitudes racistas nazis”.

Evron también pidió cautela a los (entonces nuevos y fervientes) partidarios de Israel entre la población judía estadounidense. Para ellos, argumentó, defender a Israel se había convertido en algo "necesario debido a la pérdida de cualquier otro punto de referencia para su identidad judía"; de hecho, su carencia existencial era tan grande, según Evron, que no deseaban que Israel se liberara de su creciente dependencia del apoyo judío estadounidense.

Necesitan sentirse necesitados. También necesitan al “héroe israelí” como compensación social y emocional en una sociedad en la que no se suele percibir al judío como encarnación de las características del duro luchador viril. Así pues, el israelí proporciona al judío estadounidense una imagen doble y contradictoria —el superhombre viril y la víctima potencial del Holocausto— cuyos dos componentes distan mucho de la realidad.

Zygmunt Bauman, filósofo judío nacido en Polonia y refugiado del nazismo, pasó tres años en Israel en la década de 1970 antes de huir de su belicoso espíritu justiciero. Bauman se desilusionó ante lo que consideraba la “privatización” de la Shoah por parte de Israel y sus partidarios. Se ha llegado a recordar, escribió en 1988, “como una experiencia privada de los judíos, como un asunto entre los judíos y sus odiadores”, incluso cuando las condiciones que la hicieron posible aparecían de nuevo en todo el mundo. Tales sobrevivientes de la Shoah, que habían pasado de una serena creencia en el humanismo secular a la locura colectiva, intuyeron que la violencia a la que habían sobrevivido —sin precedentes en su magnitud— no era una aberración en una civilización moderna esencialmente sensata. Tampoco podía achacarse enteramente a un viejo prejuicio contra los judíos. La tecnología y la división racional del trabajo habían permitido a la gente corriente participar en actos de exterminio masivo con la conciencia tranquila, incluso con aires de virtud, y los esfuerzos preventivos contra modos de matar tan impersonales y disponibles requerían algo más que la vigilancia contra el antisemitismo.

Cuando hace poco volví a mis libros para preparar este artículo, descubrí que ya había subrayado muchos de los pasajes que cito aquí. En mi diario hay líneas copiadas de George Steiner (“el Estado-nación henchido de armas es una amarga reliquia, un absurdo en el siglo de los hombres apiñados”) y Abba Eban (“Ya es hora de que nos paremos sobre nuestros propios pies y no sobre los de los seis millones de muertos”). La mayoría de estas anotaciones se remontan a mi primera visita a Israel y sus Territorios Ocupados, cuando trataba de responder, en mi inocencia, a dos preguntas desconcertantes: ¿cómo ha llegado Israel a ejercer un poder tan terrible de vida o muerte sobre una población de refugiados?; ¿y cómo puede el mainstream político y periodístico occidental ignorar, incluso justificar, sus crueldades e injusticias claramente sistemáticas?

Yo había crecido empapado de cierto sionismo reverencial de mi familia de nacionalistas hindúes de casta alta en la India. Tanto el sionismo como el nacionalismo hindú surgieron a finales del siglo XIX de una experiencia de humillación; muchos de sus ideólogos anhelaban superar lo que percibían como una vergonzosa falta de hombría entre judíos e hindúes. Y para los nacionalistas hindúes de la década de 1970, impotentes detractores del entonces gobernante Partido del Congreso pro-palestino, los sionistas intransigentes como Begin, Ariel Sharon y Yitzhak Shamir parecían haber ganado la carrera hacia la nación muscular. (La envidia ahora ha salido del closet: los trolls hindúes constituyen el mayor club de fans de Benjamin Netanyahu en el mundo). Recuerdo que tenía una foto en la pared de Moshe Dayan, jefe del Estado Mayor de las FDI y ministro de Defensa durante la Guerra de los Seis Días; e incluso mucho después de que se desvaneciera mi infantil encaprichamiento con la fuerza bruta, no dejé de ver a Israel de la forma en que sus líderes habían empezado a presentar al país desde la década de 1960: como la redención de las víctimas de la Shoah y una garantía inquebrantable contra su repetición.

Sabía lo poco que había calado en la conciencia de los dirigentes de Europa Occidental y de Estados Unidos la difícil situación de los judíos que habían sido utilizados como chivos expiatorios durante el colapso social y económico de Alemania en las décadas de 1920 y 1930, tan poco que incluso los sobrevivientes de la Shoah eran recibidos con frialdad y, en Europa Oriental, con nuevos pogromos. Aunque estaba convencido de la justicia de la causa palestina, me resultaba difícil resistirme a la lógica sionista: los judíos no pueden sobrevivir en tierras no judías y deben tener un Estado propio. Incluso me parecía injusto que sólo Israel, entre todos los países del mundo, tuviera que justificar su derecho a existir.

No fui tan ingenuo como para pensar que el sufrimiento ennoblece o capacita a las víctimas de una gran atrocidad para actuar de forma moralmente superior. Que las víctimas de ayer tienen muchas probabilidades de convertirse en los victimarios de hoy es la lección de la violencia organizada en la antigua Yugoslavia, Sudán, Congo, Ruanda, Sri Lanka, Afganistán y demasiados otros lugares. Todavía me escandalizaba el oscuro significado que el Estado israelí había extraído de la Shoah y luego institucionalizado en una maquinaria de represión. Los asesinatos de palestinos, los puestos de control, las demoliciones de viviendas, los robos de tierras, las detenciones arbitrarias e indefinidas y la tortura generalizada en las cárceles parecían proclamar una ética nacional despiadada: que la humanidad está dividida entre los fuertes y los débiles, por lo que quienes han sido víctimas o esperan serlo deben aplastar preventivamente a sus presuntos enemigos.

Aunque había leído a Edward Said, me sorprendió descubrir por mí mismo la insidia con que los partidarios de Israel en Occidente ocultan la ideología nihilista de la supervivencia del más fuerte, reproducida por todos los regímenes israelíes desde el de Begin. Está en su propio interés preocuparse por los crímenes de los ocupantes, si no por el sufrimiento de los desposeídos y deshumanizados; pero ambos han pasado sin mucho escrutinio en la prensa respetable del mundo occidental. Cualquiera que llame la atención sobre el espectáculo del compromiso ciego de Washington con Israel es acusado de antisemitismo y de ignorar las lecciones de la Shoah. Y una conciencia distorsionada de la Shoah garantiza que cada vez que las víctimas de Israel, incapaces de soportar por más tiempo su miseria, se levantan contra sus opresores con la ferocidad predecible, son denunciados como nazis, empeñados en perpetrar otra Shoah.

Al leer y anotar los escritos de Améry, Levi y otros, intentaba mitigar de algún modo la opresiva sensación de injusticia que sentía tras haber sido expuesto a la sombría interpretación israelí de la Shoah y a los certificados de alto mérito moral otorgados a Israel por sus aliados occidentales. Buscaba el consuelo de personas que habían conocido, en sus propios cuerpos frágiles, el terror monstruoso infligido a millones de personas por un Estado-nación europeo supuestamente civilizado, y que habían decidido estar en guardia perpetua contra la deformación del significado de la Shoah y el abuso de su memoria.

A pesar de sus crecientes reservas sobre Israel, la clase política y mediática de Occidente no ha dejado de eufemizar la cruda realidad de la ocupación militar y la anexión incontrolada por parte de demagogos etnonacionales: Israel, dice el estribillo, tiene derecho, como única democracia de Oriente Medio, a defenderse, especialmente de los brutos genocidas. Como resultado, las víctimas de la barbarie israelí en Gaza ni siquiera pueden obtener de las élites occidentales un reconocimiento directo de su calvario, por no hablar de auxilio. En los últimos meses, miles de millones de personas de todo el mundo han sido testigos de una embestida extraordinaria cuyas víctimas, en palabras de Blinne Ní Ghrálaigh, abogada irlandesa representante de Sudáfrica ante la Corte Internacional de Justicia de La Haya, “están transmitiendo su propia destrucción en tiempo real con la esperanza desesperada, hasta ahora vana, de que el mundo pueda hacer algo”.

Pero el mundo, o más concretamente Occidente, no hace nada.

Peor aún, la liquidación de Gaza, aunque perfilada y difundida por sus perpetradores, es ofuscada a diario, cuando no negada, por los instrumentos de la hegemonía militar y cultural de Occidente: desde el presidente estadounidense afirmando que los palestinos son unos mentirosos y los políticos europeos entonando que Israel tiene derecho a defenderse hasta los prestigiosos medios informativos desplegando la voz pasiva al relatar las masacres cometidas en Gaza. Nos encontramos en una situación sin precedentes. Nunca antes tantos habían sido testigos en tiempo real de una matanza a escala industrial. Sin embargo, la insensibilidad, la cobardía y la censura imperantes impiden, e incluso se burlan, de nuestra conmoción y dolor. Muchos de los que hemos visto algunas de las imágenes y vídeos procedentes de Gaza —esas visiones infernales de cadáveres retorcidos y enterrados en fosas comunes, los cadáveres más pequeños sostenidos por padres afligidos o colocados en el suelo en hileras ordenadas— nos hemos vuelto locos en silencio durante los últimos meses. Cada día está envenenado por la conciencia de que, mientras hacemos nuestras vidas, cientos de personas corrientes como nosotros están siendo asesinadas o se ven obligadas a presenciar el asesinato de sus hijos.

Quienes buscan en el rostro de Joe Biden algún signo de clemencia, alguna señal del fin del derramamiento de sangre, encuentran una dureza inquietantemente suave, sólo rota por una sonrisita nerviosa cuando suelta mentiras israelíes sobre bebés decapitados. La obstinada maldad y crueldad de Biden hacia los palestinos es sólo uno de los muchos espeluznantes enigmas que nos presentan los políticos y periodistas occidentales. La Shoah traumatizó al menos a dos generaciones judías, y las masacres y la toma de rehenes en Israel el 7 de octubre por Hamás y otros grupos palestinos reavivaron el miedo al exterminio colectivo entre muchos judíos. Pero estaba claro desde el principio que los dirigentes israelíes más fanáticos de la historia no dudarían en explotar un sentimiento generalizado de violación, duelo y horror. Habría sido fácil para los dirigentes occidentales ahogar su impulso de solidaridad incondicional con un régimen extremista y reconocer al mismo tiempo la necesidad de perseguir y llevar ante la justicia a los culpables de los crímenes de guerra del 7 de octubre. Entonces ¿por qué Keir Starmer, antiguo abogado de derechos humanos, afirmó que Israel tiene derecho a “privar de electricidad y agua” a los palestinos?

¿Por qué Alemania empezó fervientemente a vender más armas a Israel (y con sus engañosos medios de comunicación y su despiadada represión oficial, especialmente contra artistas y pensadores judíos, dio una nueva lección al mundo sobre el rápido ascenso del etnonacionalismo asesino en ese país)? ¿Qué explica titulares de la BBC y del New York Times como “Hind Rajab, de seis años, es encontrada muerta en Gaza días después de pedir auxilio por teléfono”, “Lágrimas de un padre de Gaza que perdió a 103 familiares” y “Muere un hombre tras prenderse fuego frente a la embajada israelí en Washington, según la policía”? ¿Por qué los políticos y periodistas occidentales han seguido presentando a decenas de miles de palestinos muertos y mutilados como daños colaterales, en una guerra de autodefensa impuesta al ejército más moral del mundo, como pretenden ser las FDI?

Para muchas personas de todo el mundo, las respuestas no pueden sino estar empañadas por un rencor racial profundamente arraigado. Palestina, señalaba George Orwell en 1945, es una “cuestión de color”, y así lo vieron inevitablemente Gandhi, que suplicó a los dirigentes sionistas que no recurrieran al terrorismo contra los árabes utilizando armas occidentales, y las naciones poscoloniales, que casi todas se negaron a reconocer al Estado de Israel. Lo que W.E.B. Du Bois denominó el problema central de la política internacional —la “línea de color”— motivó a Nelson Mandela cuando afirmó que la libertad de Sudáfrica del apartheid está “incompleta sin la libertad de los palestinos”. James Baldwin trató de profanar lo que denominó un "silencio piadoso" en torno al comportamiento de Israel cuando afirmó que el Estado judío, que vendió armas al régimen del apartheid en Sudáfrica, encarnaba la supremacía blanca y no la democracia. Muhammad Ali veía Palestina como un ejemplo de injusticia racial flagrante. Lo mismo piensan hoy los líderes de las confesiones cristianas negras más antiguas y prominentes de Estados Unidos, quienes han acusado a Israel de genocidio y han pedido a Biden que ponga fin a toda ayuda financiera y militar al país.

En 1967, Baldwin tuvo el poco tacto de decir que el sufrimiento del pueblo judío “se reconoce como parte de la historia moral del mundo” y “no ocurre lo mismo con los negros”. En 2024, mucha más gente puede ver que, en comparación con las víctimas judías del nazismo, apenas se recuerdan los incontables millones consumidos por la esclavitud, los numerosos holocaustos de finales de la era victoriana en Asia y África y los ataques nucleares de Hiroshima y Nagasaki. Miles de millones de no occidentales han sido furiosamente politizados en los últimos años por la calamitosa guerra de Occidente contra el terror, el “apartheid de las vacunas” durante la pandemia y la hipocresía descarada sobre la difícil situación de ucranianos y palestinos; no pueden dejar de advertir una versión beligerante de la “negación del Holocausto” entre las élites de los antiguos países imperialistas, que se niegan a abordar el pasado de brutalidad genocida y saqueo de sus países e intentan por todos los medios deslegitimar cualquier debate al respecto como “wokeness” desquiciada. Los relatos populares sobre el totalitarismo del estilo "Occidente es lo mejor" siguen ignorando las agudas descripciones del nazismo (como las de Jawaharlal Nehru y Aimé Césaire, entre otros súbditos imperiales) como el “gemelo” radical del imperialismo occidental; evitan explorar la evidente conexión entre la matanza imperial de nativos en las colonias y los terrores genocidas perpetrados contra los judíos dentro de Europa.

Uno de los grandes peligros actuales es el endurecimiento de la línea de color en una nueva Línea Maginot. Para la mayoría de los pueblos no occidentales, cuya experiencia primordial de la civilización europea fue ser brutalmente colonizados por sus representantes, la Shoah no parecía una atrocidad sin precedentes. Recuperándose de los estragos del imperialismo en sus propios países, la mayoría de los pueblos no occidentales no estaban en condiciones de apreciar la magnitud del horror que el gemelo radical de ese imperialismo infligió a los judíos en Europa. Por eso, cuando los dirigentes israelíes comparan a Hamás con los nazis y los diplomáticos israelíes llevan estrellas amarillas en la ONU, su público es casi exclusivamente occidental. La mayor parte del mundo no carga con el peso de la culpa de la Europa cristiana por la Shoah y no considera la creación de Israel como una necesidad moral para absolver los pecados de los europeos del siglo XX. Desde hace más de siete décadas, el argumento entre los “pueblos oscuros” sigue siendo el mismo: ¿por qué los palestinos deben ser desposeídos y castigados por crímenes de los que sólo los europeos fueron cómplices? Y no pueden sino asquearse ante la afirmación implícita de que Israel tiene derecho a masacrar a 13,000 niños no sólo como una cuestión de defensa propia, sino porque es un Estado nacido de la Shoah.

En 2006, Tony Judt ya advertía de que “ya no se puede instrumentalizar el Holocausto para excusar el comportamiento de Israel” porque un número creciente de personas “sencillamente no logra entender cómo se pueden invocar los horrores de la última guerra europea para autorizar o condonar un comportamiento inaceptable en otro tiempo y lugar”. La “manía persecutoria cultivada desde hace tiempo por Israel —‘todo el mundo nos persigue’— ya no despierta simpatía”, advirtió, y las profecías de un antisemitismo universal corren el riesgo de “convertirse en una afirmación autocumplida”: “El comportamiento temerario de Israel y la insistente identificación de toda crítica con el antisemitismo es ahora la principal fuente del sentimiento antijudío en Europa Occidental y gran parte de Asia”. Hoy en día, los amigos más devotos de Israel están exacerbando esta situación. Como dijo el periodista y documentalista israelí Yuval Abraham, el “terrible abuso” de la acusación de antisemitismo por parte de los alemanes la vacía de significado y “pone así en peligro a los judíos de todo el mundo”. Biden sigue esgrimiendo el engañoso argumento de que la seguridad de la población judía de todo el mundo depende de Israel. Como dijo recientemente el columnista del New York Times Ezra Klein: “Soy judío. ¿Me siento más seguro? ¿Tengo la sensación de que ahora hay menos antisemitismo en el mundo por lo que está ocurriendo allí, o me parece que hay un enorme recrudecimiento del antisemitismo, y que incluso los judíos de lugares que no son Israel son vulnerables ante lo que ocurre en Israel?”

Este escenario ruinoso fue anticipado muy claramente por los sobrevivientes de la Shoah que cité líneas arriba, quienes advirtieron del daño infligido a la memoria de la Shoah por su instrumentalización. Bauman advirtió en repetidas ocasiones después de la década de 1980 que tales tácticas de políticos sin escrúpulos como Begin y Netanyahu estaban asegurando “un triunfo post mortem para Hitler, que soñaba con crear un conflicto entre los judíos y el mundo entero” e “impidiendo que los judíos llegaran a tener una coexistencia pacífica con los demás”. Améry, desesperado en sus últimos años por el “creciente antisemitismo”, suplicó a los israelíes que trataran con humanidad incluso a los terroristas palestinos, para que la solidaridad entre los sionistas de la diáspora, como él, e Israel no “se convirtiera en la base de una comunión de dos grupos condenados a la catástrofe”.

No hay mucho que esperar de los actuales dirigentes de Israel en este asunto. El descubrimiento de su extrema vulnerabilidad ante Hezbolá, así como ante Hamás, debería hacerles más dispuestos a arriesgarse a un compromiso de paz. Sin embargo, con todas las bombas de 2,000 libras que les dispensa Biden, tratan locamente de militarizar aún más su ocupación de Cisjordania y Gaza. Tal autolesión es el efecto a largo plazo que Boaz Evron temía cuando advirtió contra “la continua mención del Holocausto, el antisemitismo y el odio a los judíos en todas las generaciones”. “Un liderazgo no puede separarse de su propia propaganda”, escribió, y la clase dirigente de Israel actúa como los jefes de una “secta” que opera “en el mundo de los mitos y los monstruos creados por sus propias manos”, “ya incapaces de entender lo que ocurre en el mundo real” o los “procesos históricos en los que está atrapado el Estado”.

Cuarenta y cuatro años después de que Evron escribiera esto, también es más claro que los patrocinadores occidentales de Israel han resultado ser los peores enemigos del país, sumiendo a su protegido más profundamente en la alucinación. Como dijo Evron, las potencias occidentales actúan en contra de sus “propios intereses y aplican a Israel una relación preferencial especial, sin que Israel se vea obligado a corresponder”. En consecuencia, “el trato especial dispensado a Israel, expresado en un apoyo económico y político incondicional” ha “creado un invernadero económico y político en torno a Israel que lo aísla de las realidades económicas y políticas mundiales”.

Netanyahu y su séquito amenazan la base del orden mundial que se reconstruyó tras la revelación de los crímenes nazis. Incluso antes de Gaza, la Shoah estaba perdiendo su lugar central en nuestra imaginación del pasado y del futuro. Es cierto que ninguna atrocidad histórica ha sido conmemorada de forma tan amplia y exhaustiva. Pero la cultura del recuerdo en torno a la Shoah ha acumulado su propia y larga historia. Esa historia demuestra que la memoria de la Shoah no surgió simplemente de forma orgánica a partir de lo ocurrido entre 1939 y 1945; se construyó, a menudo de forma muy deliberada y con fines políticos específicos. De hecho, el necesario consenso sobre la relevancia universal de la Shoah se ha visto amenazado por las cada vez más visibles presiones ideológicas ejercidas sobre su memoria.

Que el régimen nazi alemán y sus colaboradores europeos habían asesinado a seis millones de judíos era algo ampliamente conocido después de 1945. Pero durante muchos años este hecho pasmoso tuvo poca resonancia política e intelectual. En las décadas de 1940 y 1950, la Shoah no se veía como una atrocidad separada de otras atrocidades de la guerra: el intento de exterminio de poblaciones eslavas, gitanas, discapacitadas y homosexuales. Por supuesto, la mayoría de los pueblos europeos tenían razones propias para no detenerse en la matanza de judíos. Los alemanes estaban obsesionados con su propio trauma por los bombardeos y la ocupación de las potencias aliadas y su expulsión masiva de Europa del Este. Francia, Polonia, Austria y los Países Bajos, que habían cooperado con entusiasmo con los nazis, querían presentarse como parte de una valiente “resistencia” al hitlerismo. Existían demasiados recuerdos indecentes de complicidad mucho después de que la guerra terminara en 1945. Alemania tuvo a antiguos nazis como canciller y presidente. El presidente francés François Mitterrand había sido un apparatchik del régimen de Vichy. En 1992, Kurt Waldheim era presidente de Austria a pesar de que había pruebas de su participación en las atrocidades nazis.

Incluso en Estados Unidos hubo “silencio público y una especie de negación estatista del Holocausto”, como escribe Idith Zertal en Israel’s Holocaust and the Politics of Nationhood (2005). El Holocausto no empezó a recordarse públicamente sino hasta mucho después de 1945. En el propio Israel, la conciencia de la Shoah se limitó durante años a sus sobrevivientes, quienes, sorprende recordarlo hoy, fueron objeto de desprecio por parte de los líderes del movimiento sionista. Ben-Gurion inicialmente había visto el ascenso de Hitler al poder como “un enorme impulso político y económico para la empresa sionista”, pero no consideraba que los “despojos humanos” de los campos de exterminio de Hitler fueran material adecuado para la construcción de un nuevo Estado judío fuerte. “Todo lo que habían sufrido”, dijo Ben-Gurion, “purgó sus almas de todo lo bueno”. Saul Friedlander, el principal historiador de la Shoah, quien abandonó Israel en parte porque no podía soportar que la Shoah se utilizara “como pretexto para las severas medidas antipalestinas”, recuerda en sus memorias, Where Memory Leads (2016), que los académicos desdeñaron inicialmente el tema, dejándolo en manos del centro de memoria y documentación Yad Vashem.

Las actitudes no empezaron a cambiar sino a partir del juicio a Adolf Eichmann en 1961. En The Seventh Million (1993), el historiador israelí Tom Segev relata que Ben-Gurion, acusado por Begin y otros rivales políticos de insensibilidad hacia los supervivientes de la Shoah, decidió organizar una “catarsis nacional” celebrando el juicio de un criminal de guerra nazi. Esperaba educar a los judíos de los países árabes sobre la Shoah y el antisemitismo europeo (ninguno de los cuales conocían) y empezar a unirlos a los judíos de ascendencia europea en lo que parecía claramente una comunidad imperfectamente imaginada. Segev continúa describiendo cómo Begin impulsó este proceso de forjar una conciencia de la Shoah entre los judíos de piel más oscura, que durante mucho tiempo habían sido objeto de humillaciones racistas por parte de la clase dirigente blanca del país. Begin curó sus heridas de clase y raza prometiéndoles tierras palestinas robadas y un estatus socioeconómico superior al de los árabes desposeídos e indigentes.

Esta distribución de los salarios de la israelidad coincidió con la irrupción de la política de identidad al interior de una minoría acomodada de Estados Unidos. Como aclara Peter Novick con sorprendente detalle en The Holocaust in American Life (1999), la Shoah “no ocupaba un lugar tan importante” en la vida de los judíos estadounidenses hasta finales de la década de 1960. Sólo unos pocos libros y películas abordaron el tema. La película Juicio en Núremberg (1961) incluyó el asesinato masivo de judíos en la categoría más amplia de los crímenes del nazismo. En su ensayo “El destino intelectual y judío”, publicado en la revista judía Commentary en 1957, Norman Podhoretz, el santo patrón de los sionistas neoconservadores en la década de 1980, no dijo nada en absoluto sobre el Holocausto.

Las organizaciones judías que se hicieron famosas por controlar la opinión sobre el sionismo desalentaron al principio la conmemoración de las víctimas judías de Europa. Se esforzaban por aprender las nuevas reglas del juego geopolítico. En los cambios camaleónicos de principios de la Guerra Fría, la Unión Soviética pasó de ser un aliado incondicional contra la Alemania nazi a un mal totalitario; Alemania pasó de ser un mal totalitario a un aliado democrático incondicional contra el mal totalitario. En consecuencia, el editor de Commentary instó a los judíos estadounidenses a cultivar una “actitud realista en lugar de punitiva y recriminatoria” hacia Alemania, que se había convertido en un pilar de la “civilización democrática occidental”.

Este amplio gaslighting por parte de los líderes políticos e intelectuales del mundo libre conmocionó y enfureció a muchos sobrevivientes de la Shoah. Sin embargo, entonces no se les consideraba testigos privilegiados del mundo moderno. Améry, que detestaba el “filosemitismo intrusivo” de la Alemania de la posguerra, se vio reducido a amplificar sus “resentimientos” privados en ensayos destinados a agitar la “mezquina conciencia” de los lectores alemanes. En uno de ellos describe un viaje por Alemania a mediados de los años sesenta. Mientras comentaba la última novela de Saul Bellow con los nuevos intelectuales “refinados” del país, no pudo olvidar los “rostros pétreos” de los alemanes de a pie ante una pila de cadáveres, y descubrió que sentía un nuevo “rencor” hacia los alemanes y su exaltado lugar en los “majestuosos salones de Occidente”. La experiencia de “soledad absoluta” de Améry ante sus torturadores de la Gestapo había destruido su “confianza en el mundo”. Sólo después de su liberación había vuelto a conocer la “comprensión mutua” con el resto de la humanidad, porque “los que me habían torturado y convertido en un insecto” parecían provocarle “desprecio”. Pero su fe reparadora en el “equilibrio de la moralidad mundial” se hizo añicos rápidamente con el posterior abrazo de Occidente a Alemania y el entusiasta reclutamiento de antiguos nazis por parte del mundo libre para su nuevo “juego de poder”.

Améry se habría sentido aún más traicionado si hubiera visto el memorándum del personal del Comité Judío Estadounidense de 1951, en el que se lamentaba el hecho de que “para la mayoría de los judíos el razonamiento sobre Alemania y los alemanes sigue estando nublado por una fuerte emoción”. Novick explica que los judíos estadounidenses, al igual que otros grupos étnicos, estaban ansiosos por evitar la acusación de doble lealtad y aprovechar las oportunidades cada vez mayores que ofrecía el Estados Unidos de la posguerra. Empezaron a estar más atentos a la presencia de Israel durante el juicio de Eichmann, que fue objeto de gran publicidad y polémica, y que hizo ineludible el hecho de que los judíos habían sido los principales objetivos y víctimas de Hitler. Pero no fue sino después de la Guerra de los Seis Días de 1967 y de la Guerra de Yom Kippur de 1973, cuando Israel parecía amenazado existencialmente por sus enemigos árabes, que la Shoah pasó a concebirse ampliamente, tanto en Israel como en Estados Unidos, como el emblema de la vulnerabilidad judía en un mundo eternamente hostil. Las organizaciones judías empezaron a utilizar el lema “Nunca más” para presionar a favor de políticas estadounidenses favorables a Israel. Estados Unidos, que se enfrentaba a una humillante derrota en Asia Oriental, empezó a ver a un Israel aparentemente invencible como un valioso representante en Oriente Próximo, y comenzó a subvencionar generosamente al Estado judío. A su vez, la narrativa, promovida por líderes israelíes y grupos sionistas estadounidenses, de que la Shoah era un peligro presente e inminente para los judíos empezó a servir de base para la autodefinición colectiva de muchos estadounidenses judíos en la década de 1970.

Los judíos estadounidenses eran por entonces el grupo minoritario más educado y próspero de Estados Unidos, y cada vez eran menos religiosos. Sin embargo, en la sociedad estadounidense rencorosamente polarizada de finales de los años sesenta y setenta, donde el aislamiento étnico y racial se hizo común en medio de una sensación generalizada de desorden e inseguridad; la calamidad histórica se convirtió en un distintivo de identidad y rectitud moral, cada vez más judíos estadounidenses se afiliaron a la memoria de la Shoah y forjaron una conexión personal con un Israel que veían amenazado por antisemitas genocidas. Una tradición política judía preocupada por la desigualdad, la pobreza, los derechos civiles, el ecologismo, el desarme nuclear y el antiimperialismo mutó en otra caracterizada por una hiperatención a la única democracia de Oriente Próximo. En los diarios que escribió a partir de la década de 1960, el crítico literario Alfred Kazin alterna entre el desconcierto y el desprecio al trazar los psicodramas de identidad personal que contribuyeron a crear el sector más leal de Israel en el extranjero:

El actual período de “éxito” judío algún día será recordado como una de las mayores ironías ... Los judíos atrapados en una trampa, los judíos asesinados, ¡y bango! De las cenizas todo este ineludible lamento y explotación del Holocausto ... Israel como “salvaguarda” de los judíos; el Holocausto como nuestra nueva Biblia, más que un Libro de las Lamentaciones.

Kazin era alérgico al culto estadounidense a Elie Wiesel, quien se dedicaba a afirmar que la Shoah era incomprensible, incomparable e irrepresentable, y que los palestinos no tenían derecho a Jerusalén. En opinión de Kazin, “la clase media judía estadounidense” había encontrado en Wiesel un “Jesús del Holocausto”, “un sustituto para su propia vacante religiosa”. La potente política de identidad de una minoría estadounidense no pasó desapercibida para Primo Levi durante su única visita al país en 1985, dos años antes de suicidarse. Le había perturbado profundamente la cultura de consumo ostentoso del Holocausto en torno a Wiesel (quien afirmaba haber sido gran amigo de Levi en Auschwitz; Levi no recordaba haberlo conocido nunca) y le desconcertaba la obsesión voyeurista de sus anfitriones estadounidenses con su judaísmo. En una carta a sus amigos de Turín se quejaba de que los estadounidenses le habían “clavado una estrella de David”. En una charla en Brooklyn, Levi empezó a decir que “Israel era un error en términos históricos” cuando le pidieron su opinión sobre la política de Oriente Próximo. Se armó un alboroto y el moderador tuvo que interrumpir la reunión. Más tarde ese mismo año, Commentary, que ya era estridentemente proisraelí, encargó a un aspirante a neoconservador de 24 años que lanzara ataques venenosos contra Levi. Según admitió el propio Levi, este matonismo intelectual (amargamente lamentado por su autor, ya antisionista) contribuyó a extinguir sus “ganas de vivir”.

La literatura estadounidense reciente manifiesta con mayor claridad la paradoja de que conforme se alejaba la Shoah en el tiempo, más ferozmente se apoderaron de su recuerdo las generaciones posteriores de judíos estadounidenses. Me sorprendió la irreverencia con la que Isaac Bashevis Singer, nacido en 1904 en Polonia y en muchos sentidos el escritor judío por excelencia del siglo XX, describía en su ficción a los supervivientes de la Shoah y se burlaba tanto del Estado de Israel como del ansioso filosemitismo de los gentiles estadounidenses. Una novela como Sombras sobre el Hudson casi parece diseñada para demostrar que la opresión no mejora el carácter moral. Pero escritores judíos mucho más jóvenes y secularizados que Singer parecían demasiado sumergidos en lo que Gillian Rose, en su mordaz ensayo sobre La lista de Schindler, denominó “piedad del Holocausto”. En una reseña en la LRB de La historia del amor (2005), una novela de Nicole Krauss ambientada en Israel, Europa y Estados Unidos, James Wood señalaba que su autora, nacida en 1974, “procede como si el Holocausto hubiera ocurrido ayer mismo”. Según Wood, el judaísmo de la novela había sido “deformado hasta el fraude y el histrionismo por la fuerza de la identificación de Krauss con él”. Tal “fervor judío”, al borde de la “juglaría”, contrastaba fuertemente con la obra de Bellow, Norman Mailer y Philip Roth, quienes “no habían mostrado gran interés en la sombra de la Shoah”.

Una enérgica afiliación voluntaria con la Shoah también ha marcado y mermado gran parte del periodismo estadounidense sobre Israel. Y lo que es más importante, la religión laico-política de la Shoah y la excesiva identificación con Israel desde la década de 1970 ha distorsionado fatalmente la política exterior del principal patrocinador de Israel, Estados Unidos. En 1982, poco antes de que Reagan ordenara tajantemente a Begin que pusiera fin a su “holocausto” en el Líbano, un joven senador estadounidense que veneraba a Elie Wiesel como su gran maestro se reunió con el primer ministro israelí. Según el relato atónito de Begin sobre la reunión, el senador elogió el esfuerzo bélico israelí y se jactó de que él habría ido más lejos, aunque eso significara matar a mujeres y niños. El propio Begin quedó sorprendido por las palabras del futuro presidente de los Estados Unidos, Joe Biden. “No, señor”, insistió. “De acuerdo con nuestros valores, está prohibido hacer daño a mujeres y niños, incluso en la guerra… Este es un criterio de civilización humana, no herir a civiles”.

Un largo periodo de relativa paz ha hecho que la mayoría de nosotros no nos acordemos de las calamidades que lo precedieron. Sólo unas pocas personas hoy pueden recordar la experiencia de la guerra total que definió la primera mitad del siglo XX: las luchas imperiales y nacionales dentro y fuera de Europa, la movilización ideológica de masas, las erupciones del fascismo y el militarismo. Casi medio siglo de los conflictos más brutales y las mayores quiebras morales de la historia pusieron de manifiesto los peligros de un mundo en el que no existía ninguna restricción religiosa o ética sobre lo que los seres humanos podían hacer o se atrevían a hacer. La razón secular y la ciencia moderna, que desplazaron y sustituyeron a la religión tradicional, no sólo habían revelado su incapacidad para legislar la conducta humana, sino que estaban implicadas en los nuevos y eficaces modos de matanza demostrados por Auschwitz e Hiroshima.

En las décadas de reconstrucción posteriores a 1945, poco a poco fue posible volver a creer en el concepto de sociedad moderna, en sus instituciones como fuerza inequívocamente civilizadora, en sus leyes como defensa contra las pasiones viciosas. Esta creencia provisional fue consagrada y afirmada por una teología secular negativa derivada de la denuncia de los crímenes nazis: “Nunca más”. El imperativo categórico propio de la posguerra se institucionalizó gradualmente con la creación de organizaciones como la CIJ y la Corte Penal Internacional y organizaciones de derechos humanos como Amnistía Internacional o Human Rights Watch. Uno de los principales documentos de la posguerra, el preámbulo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, está impregnado del temor a repetir el pasado de apocalipsis racial de Europa. En las últimas décadas, a medida que se desvanecían las imaginaciones utópicas de un orden socioeconómico mejor, el ideal de los derechos humanos extrajo aún más autoridad del recuerdo del gran mal cometido durante la Shoah.

Desde los españoles que luchan por una justicia restitutiva tras largos años de brutales dictaduras, pasando por los latinoamericanos que se movilizan en nombre de sus desaparecidos y los bosnios que piden protección frente a los extremistas étnicos serbios, hasta la petición coreana de reparación para las “mujeres de consuelo” esclavizadas por los japoneses durante la Segunda Guerra Mundial; el recuerdo del sufrimiento judío a manos de los nazis es la base sobre la que se han construido la mayoría de las descripciones de la ideología extremista y la atrocidad, así como la mayoría de las peticiones de reconocimiento y reparación.

Estos recuerdos han contribuido a definir las nociones de responsabilidad, culpa colectiva y crímenes contra la humanidad. Es cierto que han sido continuamente maltratados por los exponentes del humanitarismo militar, que reducen los derechos humanos al derecho a no ser brutalmente asesinado. Y el cinismo se alimenta más rápido cuando las fórmulas de conmemoración de la Shoah —viajes con cara solemne a Auschwitz, seguidos de una efusiva camaradería con Netanyahu en Jerusalén— se convierten en el precio barato del boleto a la respetabilidad para políticos antisemitas, agitadores islamófobos y Elon Musk. O cuando Netanyahu concede la absolución moral a cambio de apoyo por parte de políticos francamente antisemitas de Europa del Este que buscan continuamente rehabilitar a los fervientes verdugos locales de judíos durante la Shoah. Sin embargo, a falta de algo más eficaz, la Shoah sigue siendo indispensable como estándar para calibrar la salud política y moral de las sociedades; su memoria, aunque propensa al abuso, todavía puede utilizarse para revelar otras insidiosas injusticias. Cuando repaso mis propios escritos sobre los admiradores antimusulmanes de Hitler y su maligna influencia sobre la India actual, me sorprende la frecuencia con que he citado la experiencia judía del prejuicio para advertir de la barbarie que se hace posible cuando se rompen ciertos tabúes.

Todos estos puntos de referencia universalistas —la Shoah como medida de todos los crímenes, el antisemitismo como la forma más letal de intolerancia— corren peligro de desaparecer a medida que el ejército israelí masacra y mata de hambre a los palestinos, arrasa sus hogares, escuelas, hospitales, mezquitas, iglesias, los bombardea hasta reducirlos a campamentos cada vez más pequeños, mientras denuncia como antisemitas o defensores de Hamás a todos los que le suplican que desista, desde las Naciones Unidas, Amnistía Internacional y Human Rights Watch hasta los gobiernos español, irlandés, brasileño y sudafricano y el Vaticano. Israel hoy dinamita el edificio de las normas mundiales construido después de 1945, que se tambalea desde la catastrófica y aún impune guerra contra el terrorismo y la guerra revanchista de Vladimir Putin en Ucrania. La profunda ruptura que sentimos hoy entre el pasado y el presente es una ruptura en la historia moral del mundo desde la zona cero de 1945, la historia en la que la Shoah ha sido durante muchos años el acontecimiento central y la referencia universal.

Se avecinan más terremotos. Los políticos israelíes han decidido impedir la creación de un Estado palestino. Según una encuesta reciente, la mayoría absoluta (88%) de los judíos israelíes cree que la magnitud de las víctimas palestinas es justificable. El gobierno israelí está bloqueando la ayuda humanitaria a Gaza. Biden admite ahora que sus dependientes israelíes son culpables de “bombardeos indiscriminados”, pero les entrega compulsivamente más y más armamento militar. El 20 de febrero, Estados Unidos despreció por tercera vez en la ONU el deseo desesperado de la mayoría del mundo de poner fin al mar de sangre en Gaza. El 26 de febrero, mientras lamía un helado, Biden lanzó su propia fantasía, rápidamente derribada tanto por Israel como por Hamás, de un alto al fuego temporal. En el Reino Unido, tanto los políticos laboristas como los tories buscan fórmulas verbales que puedan apaciguar a la opinión pública al tiempo que dan una coartada moral a la carnicería de Gaza. Parece poco creíble, pero la evidencia se ha vuelto abrumadora: estamos asistiendo a una especie de colapso en el mundo libre.

Al mismo tiempo, Gaza se ha convertido para innumerables personas sin poder en la condición esencial de la conciencia política y ética del siglo XXI, al igual que la Primera Guerra Mundial lo fue para una generación en Occidente. Y, cada vez más, parece que sólo aquellos a los que la calamidad de Gaza ha sacudido la conciencia pueden rescatar la Shoah de Netanyahu, Biden, Scholz y Sunak para volver a universalizar su significado moral; sólo en ellos se puede confiar para restaurar lo que Améry llamó el equilibrio de la moralidad mundial. Muchos de los manifestantes que llenan las calles de sus ciudades semana tras semana no tienen ninguna relación inmediata con el pasado europeo de la Shoah. Juzgan a Israel por sus acciones en Gaza y no por su exigencia de seguridad total y permanente, santificada por la Shoah. Conozcan o no la Shoah, rechazan la cruda lección de darwinismo social que Israel extrae de ella: la supervivencia de un grupo de personas a expensas de otro. Les motiva el simple deseo de defender los ideales que parecían tan universalmente deseables después de 1945: respeto por la libertad, tolerancia hacia la otredad de creencias y formas de vida, solidaridad con el sufrimiento humano, y un sentido de responsabilidad moral hacia los débiles y perseguidos. Estos hombres y mujeres saben que si hay alguna lección que extraer de la Shoah es “Nunca más para nadie”: el lema de los valientes jóvenes activistas de Jewish Voice for Peace.

Es posible que fracasen. Tal vez Israel, con su psicosis de supervivencia, no sea la “amarga reliquia” que George Steiner denominó y más bien es el presagio del futuro de un mundo en bancarrota y exhausto. El pleno respaldo a Israel por parte de figuras de extrema derecha como Javier Milei, de Argentina, y Jair Bolsonaro, de Brasil, así como su patrocinio por parte de países donde los nacionalistas blancos han infectado la vida política —Estados Unidos, Reino Unido, Francia, Alemania, Italia— sugiere que el mundo de los derechos individuales, las fronteras abiertas y el derecho internacional está retrocediendo. Es posible que Israel consiga limpiar étnicamente Gaza, e incluso Cisjordania. Hay demasiadas pruebas de que el arco del universo moral no se inclina hacia la justicia; los hombres poderosos pueden hacer que sus masacres parezcan necesarias y justas. No es nada difícil imaginar una conclusión triunfante de la ofensiva israelí.

El miedo a una derrota catastrófica pesa en las mentes de los manifestantes que interrumpen los discursos de campaña de Biden y son expulsados en su presencia al coro de “cuatro años más”. La incredulidad ante lo que ven cada día en los videos de Gaza y el temor a una brutalidad más desenfrenada acosan a los disidentes de internet que a diario denuncian a los pilares del cuarto poder occidental por su intimidad con el poder bruto. Al acusar a Israel de cometer genocidio, parecen violar deliberadamente la opinión “moderada” y “sensata” que sitúa al país, así como a la Shoah, fuera de la historia moderna del expansionismo racista. Y probablemente no persuadan a nadie dentro de la endurecida corriente política occidental.

Pero entonces el propio Améry, cuando dirigió sus reproches a la mezquina conciencia de su tiempo, no hablaba “en absoluto con la intención de convencer; yo sólo arrojo ciegamente mi palabra a la balanza, pese lo que pese”. Sintiéndose engañado y abandonado por el mundo libre, ventiló sus resentimientos “para que el crimen se convirtiera en una realidad moral para el criminal, para que se viera arrastrado a la verdad de su atrocidad”. Los vociferantes acusadores de Israel no parecen aspirar hoy a mucho más. Contra los actos de salvajismo y la propaganda por omisión y oscurecimiento, incontables millones de personas proclaman ahora, en espacios públicos y en medios digitales, su furioso resentimiento. En el proceso, se arriesgan a amargar permanentemente sus vidas. Pero, tal vez, sólo su indignación alivie, por ahora, el sentimiento palestino de soledad absoluta y contribuya en cierta medida a redimir la memoria de la Shoah.

28 de febrero

Publicado originalmente en London Review of Books 46, núm. 6, 21 de marzo de 2024, https://www.lrb.co.uk/the-paper/v46/n06/pankaj-mishra/the-shoah-after-gaza  

Traducido para Conspiratio por Humberto Beck y Tatiana Lozano, con la autorización de la LRB.

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