Quizás leer y escribir poesía sean los modos más altos de la conversación. La poesía limpia, pule, hace más puras, exactas y sugerentes a las palabras, desata sus significados y las lleva a la plenitud de su sentido. Para Gabriel Zaid, la poesía es la vanguardia del lenguaje y del ser: un laboratorio de las palabras –el medio en donde se desenvuelve la conversación— y un laboratorio de la vida: la percepción, los actos, la moral. Recogida en Reloj de sol, su obra poética es un ejemplo práctico de esta noción de los poemas como radares de sentimientos y sensaciones todavía no identificados, de la poesía como forma de habitar el mundo, y ofrece, en este sentido, uno de los ejes más significativos del conjunto de su obra.
La poesía de Gabriel Zaid continúa la tradición de una modernidad poética abierta, nacida bajo el amparo de Pessoa, Huidobro y Apollinaire, formada por autores capaces de integrar en el discurso poético, domesticándolos, los temas, formas y elementos de la vida moderna. Autores que no sometieron la poesía a la máquina ni permitieron que sus poemas degeneraran en ingenuas loas al maquinismo, a diferencia de los escritores futuristas y sus epígonos, a quienes arrastró una ingenua fascinación por la industria, la técnica, la velocidad y la nueva vida urbana y febril. Gabriel Zaid prolonga esta estirpe de poetas en la ciudad moderna, capaces de escribir poemas acerca de radios, trenes, ascensores, semáforos, máquinas de coser, sin correr el menor riesgo de escribir poesía mecánica, industrial, manifiestos en verso comprometidos con la modernidad como ideología cerrada. Una familia de autores con la suficiente confianza en la poesía, y cuya modernidad es tan auténtica y profunda, que no temen que sus poemas se vuelvan circunstanciales, perdiéndose de la eternidad, sólo por mencionar en ellos un automóvil, como Zaid en “Ipanema”:
El mar insiste en su fragor de automóviles.
El sol se rompe entre los automóviles.
La brisa corre como un automóvil.
Y de pronto, del mar, gloriosamente,
chorreando espumas, risas, desnudeces,
sale un automóvil.
En los poemas de Gabriel Zaid se despliega una estética de la brevedad que, por medio de la concreción expresiva, hace un guiño a la fugacidad de la vida y pone casa a las revelaciones del instante. La concisión verbal de su poesía –no del todo ajena a los destellos del haikú o las observaciones punzantes del epigrama— es una dramatización de la dialéctica entre la eternidad y el instante, una puesta en escena metafórica, por medio de la forma misma del poema, del carácter fugitivo de los momentos de lucidez o plenitud, y de la inminencia de la muerte: su inmanencia en la vida. En su intensidad concentrada, sus poemas son una ilustración verbal tangible de la experiencia de otra brevedad, la de la vida misma: telegramas del fin del mundo que, como los raros instantes de plenitud, son escuetos “heraldos de la muerte”, gozosos emisarios de un tiempo consumado. Frente a la poesía nocturna o vesperal, frente a los poemas sombríos o sonámbulos, la poesía de Zaid ofrece las semillas, en el panorama de la literatura mexicana, de otra poesía de la muerte, una decididamente diurna, en la que el color del duelo es el blanco y los funerales siempre son de día, presididos por la luz, asistidos por un luto solar.
Me ha rechazado el mundo verdadero.
Torpe, dando traspiés, sediento, opaco,
me arrastro hasta las puertas de la muerte.
¡Qué lejos de vivir me hace sentirme el sol,
cola feliz, espuma, patas bárbaras,
ola que entra al abrir hasta casi tumbarme!
En su poesía, la preocupación por el fin es ajena a la necrofilia contemporánea, oscuramente satisfecha de proclamar la muerte de Dios, la historia, la naturaleza, el hombre. Se trata más bien de la inquietud por la inminencia de una entrada en la eternidad. El fin del mundo, el tiempo superado, la muerte, son la forma absoluta y suprema de comunión con el tiempo, prefigurada en el instante:
A las puertas del cielo había un reloj
dando la comunión.
Un poema extenso se presta a leerse como se recorre un país: viajar a través de sus superficies, ver cómo se transforman sus paisajes, pasando de las cumbres de una montaña a la estepa o al desierto, de los caudales de un río a la agitación de una ciudad. Pero la vastedad esencial de los paisajes que se despliegan en un poema no se puede medir por la longitud y cantidad de sus versos. Los poemas de Zaid no son dilatadas megalópolis abigarradas, con mercados y calles populosas y vertiginosos rascacielos, sino solitarios parques instantáneos, en los que la caída de una hoja revela milagrosamente la posibilidad de la comunión.
Y es que los poemas de Zaid presentan una idea de la poesía que, asimismo, y precisamente en virtud de esta concisión, es una retórica del silencio, un empleo de la pausa y la elipsis como dos de los recursos literarios más elocuentes. La concreción de los poemas de Zaid se debe en gran medida a su carácter apodíctico, que abunda en versos incondicionalmente ciertos, necesariamente válidos, inevitables: axiomas poéticos de una “claridad furiosa”, que estrujan las palabras hasta que de ellas brota un chorro de silencio significante; escasos racimos de versos en una página por poco despoblada:
No aceptamos lo dado: de ahí la fantasía.
Sol de mis ojos: eternidad aparte pero mía.
Pero todo ese espacio vacante, todo ese silencio de la página casi en blanco no son ajenos al poema: son su realidad más íntima, sus elementos constitutivos. En la poesía de Zaid se hace evidente que los poemas también están hechos de silencio, esa sustancia transparente y sigilosa, una presencia activa que de ningún modo es idéntica a la nada o al vacío. Más aún: a veces los poemas breves parecen invertir los términos y sugerir que la materia prima fundamental de la poesía no es la palabra sino su ausencia, que escribir poemas no es esculpir el sonido, sino darle forma al silencio, insinuar su forma, demarcar sus límites con palabras. Con un puñado de versos, un haikú, un epigrama, pueden hacer suyo y manipular activamente el cuerpo entero del silencio, del mismo modo en que un escultor como Eduardo Chillida es capaz de apoderarse, con una sola escultura, un solo “peine del viento”, no sólo del lugar en que la obra se instala, sino de la totalidad del espacio. Como las aspas de un molino que en su movimiento insinúan el huracán de espacio que las circunda, en su giro lentísimo el poema dibuja el ojo del silencio, ese vendaval que arrasa con todas las cosas de modo imperceptible.
Por su universo temático y la inspiración que anima su obra, Gabriel Zaid es un poeta de los orígenes y del fin. En sus poemas ha escrito, en la segunda mitad del siglo XX, una nueva crónica de la Creación y del fin del mundo, del nacimiento del tiempo y su consumación. Su poesía es también una poesía del mundo creado: del tiempo y de la vida en el tiempo –los momentos de fuga y de rechazo, pero también los de presencia y comunión—, de los encuentros y desencuentros con los demás, los comienzos y finales cotidianos, en los que también se nace y se muere, y el tiempo se suspende y se reanima. Zaid es un trovador del mundo creado y su culminación al final del tiempo. Un poeta de los innumerables génesis y Apocalipsis habituales, las revelaciones súbitas –intuiciones del fin o del origen— en las que se vislumbra la eternidad en el tiempo.
En sus poemas se reúnen las evocaciones de varios comienzos: el del universo material, el prójimo, la conciencia, la civilización. Sin ser un poeta edénico, a lo largo de su obra elabora una fábula de los orígenes, ajena al mito aunque no exento de referencias mitológicas: una poesía religiosa sobre el nacimiento de las cosas, con un aliento de poema babilónico. De toda la producción poética de Zaid, resulta emblemática una canción del tiempo antes del tiempo, “Alba de proa”, que retrata la expectación de un protoinstante primigenio, el de los segundos anteriores al estallido inicial que dio comienzo a todo:
Navegar,
navegar.
Ir es encontrar.
Todo ha nacido a ver.
Todo está por llegar.
Todo está por romper
a cantar.
Zaid también es el autor de varios poemas escatológicos, de los fines del mundo que acontecen en el Apocalipsis, una despedida o un atardecer. Poemas en los que se despliegan espacios de una imponente desolación, de las ruinas del tiempo en las que lo perdido por los días será reestablecido, salvado por el fin, y lo destruido por la devastación, el sufrimiento, la muerte, abolido por la luz: una poesía del juicio –el triunfo— final.
La luz final que hará
ganado lo perdido.
La luz que va guardando
las ruinas del olvido.
La luz con su rebaño
de mármol abatido.
Asistimos al misterioso escenario de un mundo que resplandece en medio del desplome, una atmósfera que, si abrimos bien los ojos, no difiere de cualquier atardecer, cuya luz agonizante, su “resplandor último”, anuncia el naufragio de las horas, remeda el derrumbe definitivo, y anticipa todos los días la prescripción del tiempo, la otra luz final que brillará el instante previo al fin del mundo:
Hora extraña.
No es
el fin del mundo
sino el atardecer.
La realidad,
torre de pisa,
da la hora
a punto de caer.
En medio de las ráfagas del final, se unen la muerte y el deseo: el fin es intuido en la mortalidad del cuerpo amado. Bajo la mirada del deseo, la persona amada se revela en su finitud, su caducidad. Desear un cuerpo es mirarlo en tanto presencia mortal; es vislumbrar, por lo tanto, su muerte. En los momentos más vívidos de la experiencia se anuncia el Apocalipsis, la revelación del deseo:
Estabas empapada. Te reías,
mientras yo deseaba tus huesos
blancos
como una carcajada
sobre el incierto fin del mundo.
Hay en su poesía, igualmente, una evocación del nacimiento de la conciencia, de la experiencia a veces indescriptible de ser uno mismo, de esos momentos en que la interrogación por el propio ser produce una sensación de extrañeza frente a la identidad; un deslumbramiento semejante al de Adán despertando en el Edén o Narciso mirándose en el agua, que nos puede sorprender como un estremecimiento súbito en medio del tráfico, las señales de tránsito y los “Semáforos”:
Como soles enjaulados
esperando a punto ¿de qué?
Como verse desde el coche,
desde el cuerpo, ¿desde dónde?
Como cuerpos arrastrados
al abismo de ¿quién eres?
¿Quién eres?
Una perplejidad frente al propio yo que es, asimismo, el reconocimiento extrañado de que el mundo y las cosas, después de todo, existen y están ahí afuera, irradiando su presencia fascinante y ominosa, como mensajeros inconscientes de ese estado perpetuamente alienado que es vivir. Una manifestación desconcertante, fundamento de la conmoción de sentirnos repentinamente ajenos al mundo, como si la conciencia, en su vuelo, se alejara no sólo de las cosas sino de la vida misma, y en ese salto mortal de la reflexión se diera cuenta de esto y dudara de la realidad. También las momentáneas experiencias de aislamiento, los pequeños exilios del sueño o la soledad, reproducen esta impresión de desamparo en la que nuestra estancia en el mundo parece suspenderse. Escribe Zaid en “Haciendo guardia”:
Mientras te escucho
orinar
y las hojas secas crepitan,
oigo de lejos una acequia
desentendida de mí,
pasa volando un pájaro
como si fuera natural
vivir.
Pero hay una salida: el pasmo puede transformarse en una feliz aceptación de la conciencia y el ser, el advenimiento de una comunión con el mundo, después del desconcierto inicial, que nunca estará libre, sin embargo, del asombro y la fascinación. Podemos celebrar el gozo extrañado de ser, agradecer la elocuente y silenciosa oración del estar:
Bogar por aguas deliciosas.
Ser feliz porque eres.