Para Daniel Capri
Lo que el hombre llamó a los animales, ése es su nombre.
Gn 2: 20
Hace dos semanas comencé a leer Septología de Jon Fosse. Como muchas otras personas, suelo revisar a vuelo de pájaro la obra de los premios Nobel y, si resulta de mi interés –casi siempre ocurre–, intento adentrarme en ella. Las primeras páginas son cautivantes, y muy pronto me topé con un pasaje que me condujo a extrañas meditaciones filosóficas.
El protagonista, un pintor atribulado que vive entre los fiordos de Noruega, notaba mientras pintaba uno de sus cuadros que dos brochazos de distintos colores se cruzaban y producían un efecto visual muy singular:
La pintura se ha corrido un poco y se ha formado un color muy extraño en el lugar donde se cruzan las dos rayas, es un color bello y sin nombre, como es habitual, porque evidentemente no puede haber nombres para los incontables colores que hay (Fosse, 2019: 15)
¿No puede haber, verdaderamente, nombres para los incontables colores que hay? ¿Hay incontables colores? Naturalmente, se requeriría una teoría del color para responder la segunda pregunta; alguna teoría que explique cómo se clasifican los colores, cómo se distinguen unos de otros; una teoría que nos ofreza un método definitivo para discernir esas ambiguas regiones visuales en las que no se sabe con claridad si uno está ante un color, ante otro, ante lo que es sólo un matiz de alguno de ellos, o incluso ante un tercero en plena forma y derecho.
La afirmación del protagonista de Septología, sin embargo, no solamente cuelga de una cierta teoría del color, sino también de una cierta teoría del lenguaje. Específicamente, de una teoría del “nombre”. ¿Qué nombran los nombres? ¿Individuos singulares? ¿Individuos singulares “en tanto singulares” o en tanto “casos de una generalidad”? ¿Nombran, más bien, especies generales, conceptos abstraídos o inventados por la mente, esencias positivamente existentes en un mundo ideal…? Platón se rompió la cabeza sobre el tema en el Crátilo y no llegó demasiado lejos, san Agustín lo intentó en De magistro, Aristóteles en el Órganon y, ya en 1900, Edmund Husserl en las Investigaciones Lógicas, por mencionar algunos de los intentos más célebres. Seguramente habría que comenzar por afirmar que hay muchos tipos de nombres. En ese caso, ¿qué clase de nombres son los nombres de los colores? De la afirmación de nuestro protagonista sorprenden, pues, dos cuestiones. La primera, que haya incontables colores. La segunda, que no haya palabras para esos colores incontables. Profundicemos en la primera cuestión.
Para empezar, “incontable” no quiere decir infinito. Quiere decir que no puede contarse, y ¿por qué algo no podría contarse? La mente humana es capaz de contar muchas cosas, pero bajo ciertas circunstancias pueden presentarse dos dificultades principales en el acto de contar cosas u objetos: llegar a un número que no pueda ser concebido, o bien no saber si realmente estamos a un “nuevo” objeto que merezca ser miembro numerario del censo en cuestión. Quizá los colores son incontable por ambas razones: porque hay tantos que llegado cierto momento no podemos concebir el número que le es propio a la cantidad, o bien porque hay en ellos tantos matices, que somos incapaces de discernir si cierto color es realmente uno distinto y nuevo respecto de los ya incluidos en la lista. Profundicemos ahora en la segunda cuestión.
No hay nombres para todos los colores, dice el protagonista. Y es cierto que no los hay. Aún. Ha habido ya intentos por nombrarlos y clasificarlos de la mejor manera posible. En 1692 A. Boogert publicó un Tratado de los colores utilizados en la pintura de agua, con más de 800 páginas que clasificaban los colores y las tonalidades que eran posibles para la técnica de la época. Isaac Newton publicó su Óptica en 1672 y en 1704 desarrolló una “rueda de color”, en la que incluyó los colores rojo, naranja, amarillo, verde, azul, índigo y violeta. La rueda de Claude Boutet, publicada cuatro más tarde, tuvo dos versiones, una con 7 y otra con 12 colores. En 1776, el entomólogo británico Moses Harris publicó una nueva versión de la de Newton pero reduciendo los colores a los 6 primarios y secundarios y no incluía la relación entre notas musicales y colores que el creador de la física moderna había preparado para su versión original. En 1789 Goethe y Schiller comenzaron las asociaciones entre psicología y teoría del color con su “Rosa de los temperamentos”, en la que asociaban a cada color un cierto temperamento dependiente de una ocupación y del carácter que le es propio: tiranos, héros, hedonistas, profesores, historiadores, filósofos, pedantes, etcétera. En 1810 Philipp Otto Runge diseñó y publicó su Farbenkugel, y así se sucedieron muchos otros intentos por clasificar el color hasta llegar a la insólita y casi obscena clasificación del Pantone Matching System, que desde 1962 ha logrado clasificar 9758 colores para su sistema de artes gráficas y 3049 para el sistema dedicado a la moda y al diseño de interiores. El sistema Pantone, en la misma tradición que el protagonista de Fosse, no asigna un nombre a cada color, sino que los clasifica usando letras y números. Pero, ¿no será eso, también, un nombre?
Así como hay colores incontables, nuestra vida está constituida por experiencias que no podemos contar. Muchas de las vivencias que forman nuestro día a día, sean hermosas, buenas, devastadoras o absurdas, son sobreabundantes. Con ello quiero decir que ocurren de manera obvia, evidente o contundente. Las atendemos y nos hacemos cargo de ellas. No me refiero necesariamente a grandes acontecimientos, como graduarse, casarse o sufrir un accidente, aunque también incluyo aquí a esas experiencias importantes. Más bien me refiero a experiencias cotidianas, hacia las que estamos vueltos con atención, como lo que hacemos en nuestro trabajo, cocinar, limpiar la casa, hablar con nuestros hijos o ver la televisión. Si bien en esas experiencias cabe una gradación respecto de nuestra inmersión en ellas, en general las vivimos con atención, interés y entrega.
Pero hay otras experiencias, sin embargo, mucho más sutiles, que no necesariamente son impercetibles pero que a menudo pasan inadvertidas. O que son, como los colores, incontables. Ligeras, por decirlo de algún modo. Ligeras para la atención, porque su relevancia espiritual o existencial puede ser todo menos ligera. Ciertas emociones ambiguas, pasajeras y poco intensas podrían estar en este conjunto; también algunas ideas o recuerdos que vienen a nuestra memoria al estar vueltos hacia un asunto presente. La vida humana está confeccionada, también, de estas microvivencias, si es que podemos llamarles así; algunas de ellas seguramente podrían ser recuperadas por la atención o la memoria, pero muchas otras pasarán incontestablemente al olvido sin haber sido plenamente advertidas conscientemente. Ello no quiere decir, sin embargo, que no tengan importancia en la conformación de nuestra vida y de nuestro mundo. Al sentir una cierta emoción o recordar un pasado determinado mientras estoy vuelto a otras realidades más intensas, esas otras realidades vividas más intensa o atentamente podrán ser vividas y matizadas en su sentido.
Sobre este asunto, considerado filosófica y fenomenológicamente, Antonio Zirión ha elaborado ya algunos apuntes para comenzar una filosofía del “colorido de la vida”, con lo que apunta a fenómenos muy parecidos a los que aquí describo. Si bien ahora yo sólo busco hacer notar la ocurrencia y la existencia de vivencias pequeñas y prácticamente insignificantes, la teoría de Zirión sobre el “colorido de la vida” es algo más grande, que tal vez incluye estas vivencias pero que no se agota en ellas: “gracias a este peculiar carácter o sentido, la cosa no solamente es ella lo que es (un muro, una mesa, una arboleda), y no es solamente también fea o hermosa, ruin o sublime, ella sola, por decirlo así, sino que ocupa además, o «por encima de ello», un «lugar» único en mi vida, en mi mundo” (2003: 214). El colorido de la vida es una tonalidad general afectiva que cobra el mundo ante mí y para mí, y que no es solamente mi propio estado afectivo o temple de ánimo, sino que forma parte de ese mundo que vivo y que constituye mi vida; cabría decir que incluso el colorido es de un tiempo o de una época, y de un lugar o de una serie de lugares más o menos determinados: el colorido es del espacio y del tiempo de mi vida, y lo es precisamente para mí y para nadie más que para mí.
Este colorido difícilmente puede ser comunicado. Y las vivencias puntuales que conforman un horizonte afectivo también son difíciles de nombrar. Como los colores, una teoría que quiera clasificarlas y nombrarlas con precisión perdería sin duda aquello que nombra. Las palabras ordinarias no necesariamente nos dan la posibilidad de decir y de nombrar los matices y los coloridos afectivos y espirituales que constituyen, incontables veces, lo más importante de la humana, como si los objetos, las cosas y las vivencias obvias y contundentes tuvieran, más bien, un papel secundario en la constitución del sentido de la vida humana.
Y es que la vida humana no está hecha solamente de un mundo que puede nombrarse. El lenguaje utiliza palabras que, por su naturaleza, están restringidas a decir sólo lo que cabe dentro de una cierta atmósfera natural y objetiva, pero a ellas se les escapa lo que hay de profundo y de delicado en las vivencias más sutiles. Claro que hay palabras que barruntan el misterio. Y no sólo palabras, sino modos de decirlas, de torcerlas o de recrearlas. El lenguaje que busca nombrar el mundo desde la exactitud y la medición, el positivismo que encierra la vida en un concepto delimitado, es un lenguaje que disminuye la vida a su carácter de cosa.
Por ello, algo hay de grotesco en las clasificaciones que pretenden ser exahustivas. El protagonista de Fosse, que es pintor, lo sabe bien, y asume como algo habitual la falta de nombres para lo más importante de su trabajo. La sensibilidad del artista suele ser, en estos asuntos, más aguda, más veráz y más importante que la del científico. El filósofo, contrariado, no sabe si ladearse hacia una o hacia otra. Lo importante es apuntar que los intentos de querer nombrarlo todo y de querer comunicarlo objetivamente pueden terminar en pedantes y obtusas clasificaciones como la de Pantone, que es útil para la industria gráfica pero resulta grosera para el arte por su afán omniabarcante, nominalizador y objetivante. Está bien, y es bueno, y es bello, que haya colores que no puedan ser nombrados con una palabra, pero que puedan ser gozados y mirados en silencio. En tanto realidades vividas, los colores no pueden ser controlados, medidos y clasificados sin perder la vida que en ellos habla al ser humano. Así lo han mostrado, por ejemplo, Tanizaki en su Elogio de la sombra o Kenya Hara en su ensayo sobre el blanco, White, y no digamos la enorme lista de artistas que han hecho del color una maravilla del sentido.
El colorido de la vida, así, tanto en su sentido afectivo-fenomenológico como también en su sentido estrictamente visual –la belleza sensible de la que estamos rodeados y que hace del mundo un verdadero espectáculo estético permanente–, es una de las realidades que hacen fracasar a nuestro lenguaje hasta el punto de hacernos admitir que muchas veces, quizá las más importantes, el silencio habla y aprende mejor la vida que la escritura e incluso que la oralidad.
Referencias bibliográficas:
Fosse, Jon (2019) Septología. Madrid/México: De Conatus/Seix Barral, 2023.
Zirión, Antonio (2003) “Sobre el colorido de la vida. Ensayo de caracterización preliminar” en Acta fenomenológica latinoamericana. Volumen I, Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú, pp. 209-221.